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¿Por qué está en crisis la música sacra?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El padre Uwe Michael Lang, oficial de la Congregación para el Culto Divino y consultor de la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice, ha pronunciado una conferencia en la Academia Urbana de las Artes, en el marco del seminario “Las razones del arte”. L’Osservatore Romano publicó amplios pasajes de dicha relación, que a continuación ofrecemos en lengua española.

 

 

Entre las muchas contribuciones clarividentes y agudas de Joseph Ratzinger – Benedicto XVI sobre la música sacra, hay una que encuentro particularmente interesante y que quisiera tomar como punto de partida para mis reflexiones: la conferencia “Problemas teológicos de la música sacra”, pronunciada en el Departamento de Música Sacra del Conservatorio Estatal de Música de Stuttgart en enero de 1977 y luego publicada también en otras lenguas. En italiano ha salido por primera vez algunos meses atrás en el libro Teología de la Liturgia, el primer volumen publicado de los dieciséis de la opera omnia de Joseph Ratzinger (Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2010, pagine 858, euro 55).

 

En esta conferencia, el entonces cardenal Ratzinger identificaba las causas de la crisis contemporánea de la música sacra tanto en la crisis general de la Iglesia desarrollada después del concilio Vaticano II como en la crisis de las artes en el mundo moderno, que ha afectado también a la música. Joseph Ratzinger estaba interesado, sobre todo, en los motivos teológicos de la crisis de la música sacra; parece que “ésta ha terminado en medio de dos piedras de molino teológicas de carácter más bien contrapuesto que, no obstante, cooperan concordemente en desgastarla”.

 

Por un lado, existe “el funcionalismo puritano de una liturgia entendida en sentido puramente pragmático: el evento litúrgico debe ser, como se dice, liberado del carácter cultual y reconducido a su sencillo punto de partida, un banquetee comunitario”. Esta actitud va de la mano con una lectura equivocada del principio de la participación activa (participatio actuosa), introducido por el Papa san Pío X y promovido por la Constitución del Vaticano II sobre la Sagrada Liturgia. A menudo se entiende la participación activa como “una actividad igual en la liturgia de todos los presentes”, que ya no deja espacio a la música que tiene un tenor artístico más alto y que es cantada por un coro o por una schola, y comprende también el uso de los instrumentos musicales clásicos. En esta visión, sólo es lícito el canto de la asamblea, “que, a su vez, no debe ser juzgado en base a su valor artístico sino únicamente en base a su funcionalidad, es decir, en base a su capacidad de crear y activar una comunidad”.

 

Por otro lado, está lo que Joseph Ratzinger ha llamado “el funcionalismo de la adaptación”, que ha llevado a la aparición de nuevas formas de coros y orquestas que ejecutan música “religiosa” inspirada en el jazz y en el pop contemporáneo. El actual Papa observa que los “nuevos conjuntos (…) resultaban no menos elitistas que los antiguos coros de iglesia, pero no eran sometidos a la misma crítica”. Ambas actitudes teológicas tienen el mismo efecto: el repertorio tradicional de la música sacra, desde el canto gregoriano hasta las composiciones polifónicas del siglo XX, es juzgado inadaptado para la liturgia y es relegado a la sala de concierto, donde es cuidado y valorado como un objeto de museo o tal vez incluso transformado en una especie de liturgia “secular”.

 

Ciertamente, se puede sostener que hay algún precedente en la Iglesia primitiva para la actitud de “funcionalismo puritano” en relación con la música en la liturgia. Ya desde los comienzos, el canto de los salmos y, como desarrollo sucesivo, los himnos y cánticos, tenían un puesto natural en el culto cristiano. De todos modos, no se continuaba la práctica musical del Templo de Jerusalén con su carácter festivo y su uso de los instrumentos, descrito en varios salmos. El lugar de la música en la liturgia cristiana corresponde, más bien, al de la música en la sinagoga. Al mismo tiempo, los primeros cristianos estaban preocupados por distinguir claramente la música de su liturgia con la del culto pagano. Una consecuencia de tal toma de distancia tanto del culto del Templo como de las ceremonias paganas era la exclusión de los instrumentos de la liturgia cristiana, que se mantiene todavía en las tradiciones ortodoxas y que se ha expresado en una fuerte corriente también en el Occidente latino, dejado de lado el rol privilegiado del órgano, que ha sido investido de un profundo significado teológico.

 

Joseph Ratzinger insiste en el hecho de que no se puede interpretar la suspensión de los instrumentos como un rechazo de la dimensión “sagrada” y “cultual” de la música o incluso como un “paso hacia la profanidad”. Al contrario, ésta expresa “una sacralidad acentuada en forma purista”, que se refleja también en los comentarios de los Padres de la Iglesia sobre el uso de la música en la liturgia. Muchos padres presentan la liturgia como el resultado de un proceso de «espiritualización» desde el culto del Templo de la Antigua Alianza con sus sacrificios de animales hacia la logiké latreía (Romanos 12, 1), “un culto que concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón”, un tema clave en el pensamiento del Pontífice. Una música adecuada a la liturgia cristiana tenía que sufrir un proceso de “espiritualización” que los Padres, según Joseph Ratzinger, habían interpretado como una “des-materialización”: la música era admitida sólo en la medida en que servía al movimiento de lo sensible hacia lo espiritual, y de aquí resulta la discontinuidad con la música festiva del Templo y la exclusión de los instrumentos. El actual Papa atribuye la actitud austera de los Padres hacia la música a la fuerza que el pensamiento platónico tenía en la teología patrística, e identifica también los problemas inherentes a esta actitud en cuanto “se acercaba más o menos a la iconoclastia”. De hecho, él lo considera “la hipoteca histórica de la teología” a través del arte en lo sagrado, una hipoteca que reaparece cada tanto en el curso de la historia.

 

Un particular relieve en este ámbito está constituido por la encíclica Annus qui, escrita por uno de los Papas más sabios de la edad moderna, Benedicto XIV, nacido Prospero Lorenzo Lambertini en 1675, Obispo de Ancona en 1727-1731, cargo que mantuvo también como Papa. En 1728 fue nombrado cardenal y, después de la muerte de Clemente XII, en el largo y controvertido cónclave de 1740, fue elevado a la Sede de Pedro y eligió el nombre de Benedicto XIV. Murió en 1754.

 

El Papa Lambertini era un canonista y estudioso con un amplio ámbito de intereses, entre los cuales estaba el culto divino. Su magisterio litúrgico puede colocarse dentro del proyecto continuo de reforma puesto en marcha por el Concilio de Trento. La encíclica Annus qui, habiendo sido escrita primero en italiano y luego traducida al latín, revela su objetivo ya en su título completo: “Del culto y pureza de las Iglesias; de la regulación de la celebración de los ritos, y de la Música Eclesiástica, Carta circular a Obispos del Estado Eclesiástico con ocasión del próximo Año Santo”.

 

Este título indica los argumentos principales de la encíclica: el cuidado de las iglesias, el orden y la solemnidad del culto celebrado en ellas y, de modo particular, la música sagrada. Nótese, además, que la encíclica se dirige a los obispos del Estado Pontificio del próximo Año Santo 1750. El Pontífice esperaba en Roma un gran número de peregrinos que deseaban conseguir “el fruto espiritual de las santas indulgencias”. Benedicto XIV comienza su encíclica con un llamado a la disciplina eclesiástica, animando a su clero a hacer todo lo que estaba en su poder para asegurar que los muchos visitantes en la ciudad eterna no volvieran a sus patrias escandalizados por lo que habían visto. De hecho, Roma y todo el Estado Pontificio deben brindar un ejemplo de celebración litúrgica y de música sacra para todo el mundo católico. Sin duda, el Papa Lambertini era consciente de los límites de su poder en tales cuestiones, que dependían en gran parte del patrocinio local tanto eclesiástico como secular. Sin embargo, estaba decidido a mantener un nivel más alto en su propio territorio.

 

Las principales preocupaciones de Benedicto XIV sobre la polifonía sacra – en continuidad con los debates en el Concilio de Trento y las declaraciones sucesivas de Papas y de sínodos locales – son la integridad y la inteligibilidad del texto litúrgico que musicalizado. En particular, cuando se cantan los pasajes polifónicos en la Misa o en el Oficio Divino, deben contener los “propios” que son partes integrantes de la sagrada liturgia. Dada esta premisa, Benedicto XIV se refiere a un decreto publicado por su predecesor Inocencio XII en 1692, que prohibió en general el canto de todo motete. En las santas Misas solemnes sólo permitió, además del canto del Gloria y del Símbolo, el canto del Introito, el Gradual y el Ofertorio. En las Vísperas no admitió ningún cambio, ni siquiera mínimo, en las Antífonas que se dicen al inicio y al final de cada Salmo.

 

Además, la encíclica nota que se ha hecho común en los últimos tiempos utilizar la música de carácter teatral en el culto divino. El problema de este tipo de música es que busca hacer que los oyentes disfruten de la melodía, del ritmo, de la calidad de las voces, y así sucesivamente, mientras el significado de las palabras se vuelve secundario. En cambio, afirma de modo inequívoco Benedicto XIV, esto no vale para la liturgia: “No debe ser así, en cambio, en el canto Eclesiástico; más bien, en éste se debe buscar lo opuesto”. En otras palabras, la música sacra que merece ese nombre debe servir siempre a un fin espiritual y teológico, no sólo estético.

 

La encíclica continúa luego con la cuestión del uso de los instrumentos en la iglesia. El Pontífice considera que esta cuestión es fundamental para distinguir la música sacra de la de los teatros. En primer lugar, él determina cuáles son los instrumentos que se pueden tolerar (nótese la elección de las palabras: “de los instrumentos que pueden ser tolerados en las Iglesias”). Benedicto XIV sigue su habitual metodología y cita varias opiniones, en particular el primer Concilio Provincial de Milán, realizado bajo san Carlos Borromeo, que admitió sólo el órgano y excluyó todos los otros instrumentos.

 

En segundo lugar, el Papa Lambertini establece que los instrumentos permitidos deben sonar sólo para sostener el canto de la voz humana. En este punto, el lenguaje del Pontífice se vuelve muy decidido, cuando declara: “Sin embargo, si los instrumentos continúan sonando, y sólo alguna vez se silencian, como se acostumbra hoy, para dejar tiempo a los oyentes de escuchar las armónicas modulaciones, las vibrantes puntadas de las voces, vulgarmente llamados trinos (una referencia a Juan XXII, Docta Sanctorum Patrum); si, por lo demás, no hacen otra cosa que oprimir y sepultar las voces del coro, y el sentido de las palabras, entonces el uso de los instrumentos no alcanza el fin querido, se vuelve inútil y más aún continúa prohibido”.

 

En tercer lugar, respecto a la música orquestal, Annus qui concede que podrá continuar donde ya ha sido introducida, con tal que sea seria y no lleve, a causa de su extensión, al aburrimiento o grave incómodo a quienes están en el Coro o que sirven en el Altar, en las Vísperas y en las Misas.

 

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Fuente: L’Osservatore Romano

HISTORIA DE UN HIMNO DEL SIGLO V:

EL “TE DEUM.”

 

Comienza el himno con una acción de gracias por la paz alcanzada bajo Constantino. La Iglesia saluda el triunfo alcanzado con los primeros emperadores cristianos: TE DEUM LAUDAMUS: TE DOMINUM CONFITEMUR.

 

Te aeternum Patrem omnis terra veneratur.                                                    

Tibi omnes Angeli;

tibi caeli et universae Potestates;

Tibi Cherubim et Seraphim

incessabili voce proclamant:

Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus

Deus Sabaoth.

Pleni sunt caeli et terra

maiestatis gloriae tuae.

Te gloriosus Apostolorum chorus,

Te Prophetarum laudabilis numerus,

Te Martyrum candidatus laudat exercitus.

Te per orbem terrarum

sancta confitetur Ecclesia,

Patrem immensae maiestatis:

Venerandum tuum verum et unicum Filium;

Sanctum quoque Paraclitum Spiritum.

 

 

 

Comenzaba el 312. La "pax romana», turbada incesantemente

desde los días de la abdicación de Diocleciano, Ilirico, se agitaba de nuevo. El Tíber, río sagrado, fué el escenario del último encuentro entre los presuntos herederos de la tetrarquía. Allí se encontraran Magencio y Constantino. Allí se ventiló el problema sucesorio. El viejo Dioc1eciano pudo contemplar, desde su tranquilo retiro de Salona, donde vivía entregado al cultivo de su jardín y de la filosofía, la subida al poder de Constantino, el hijo del que había sido su colaborador, el César Constancia Cloro.

De la noche a la mañana, las cosas cambiaron profundamente. Constantino era cristiano y, en mucho, deudor a su Dios de la victoria del puente Milvio. En 313 la paz de la Iglesia era un hecho.

 

Un nuevo a1iento de vida surgió de todos los confines del imperio, consecuencia de la gran revolución histórica del siglo IV. Un ansia constructora cubrió el suelo romano con las magníficas basílicas que aun hoy llamamos constantinianas, y, en lo alto del Laterán, el Papa Silvestre colocó la silla de Pedro. El solar de Planetius Lateranus guardará en su recinto una vieja iglesia. Se la llamó Basílica dorada, y, años más tarde, San Juan de Letrán. La historia de la Iglesia perseguida había tocado a su fin. La sociedad era ya otra, "par todas partes -- escribe Eusebio - se ve claramente la afección de los pueblos entre sí; son los miembros de Cristo unidos en una misma armonía». Pasarán los años, y de la cumbre del Capitalino, sobre los cimientos de un templo romano, se alzará un Oratorio: Santa María de Ara Caeli guardó, circundada de sarcófagos antiguos, el cuerpo de Elena, la emperatriz que halló la Cruz, la madre de Constantino. A esta época, durante la cual contempla la Iglesia su triunfo, corresponde el primer verso del Himno ambrosiano:

 

TE DEUM LAUDAMUS, TE DOMINUM CONFITEMUR...

 

Por toda la faz de la tierra, la Santa Iglesia confiesa vuestro nombre.

 

Por la época en que fué compuesta la segunda parte del Himno, atravesaron los cristianos momentos difíciles. Todo él no es más que una renovación de fe y una entrega de la humana conciencia en las manos de Dios.

 

Tu Rex gloriae, Christe.

Tu Patris sempiternus es Filius.

Tu ad liberandum suscepturus hominem,

non horruisti Virginis uterum.

Tu, devicto mortis aculeo, aperuisti

credentibus regna caelorum.

Tu ad dexteram Dei sedes, in gloria Patris.

Iudex crederis esse venturus.

Te ergo quaesumus, tuis famulis subveni:

quos pretioso sanguine redemisti.

Aeterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari.

Salvum fac populum tuum, Domine, et benedic hereditati tuae.

 Et rege eos, et extolle illos usque in aeternum.

 Per singulos dies benedicimus te.

Et laudamus nomen tuum in saeculum, et in saeculum saeculi.

 

 

Mediaba el siglo IV. El último de los hijos de Constantino ostentaba el Imperio. El nuevo Augusto era también de estirpe cristiana, cuya doctrina aprendiera en el seno de su familia. Sus leyes, recogidas posteriormente en el código teodosiano, contienen severas amonestaciones contra los paganos. Los templos se cerraban por su orden en 353. Y al año siguiente, Tertulo, el Prefecto de Roma, recibió la prohibición de sacrificar victimas a los dioses, en este caso a Cástor y Pollux, a quienes se invocaban corrientes favorables para las naves frumentarias que, desde las playas africanas, debían llevar su cargamento de trigo al puerto de Ostia.

Pero Constancio era arriano, y también dirigió su rigor contra la ortodoxia encarnada en su más ilustre defensor:San Atanasio de Alejandría. Quiere Constancio introducir el arrianismo por la fuerza, no sólo en el Oriente, sino en el Occidente. Su despótica

presión sobre los Obispos reunidos en Seleucia y Rimini, en 395, logró que se subscribiera un "credo" arriano en oposición al del Concilio nicense. Pero este peligro se anula con su muerte. El arrianismo no había penetrado en Occidente con igual intensidad que en la parte oriental del Imperio. JUDEA CREDERIS ESSE VENTURUS. Sin embargo, sobre el peligro de la herejía, se precipitaba otro más sangriento: las Invasiones. Hasta aquí hace referencia el final de la segunda parte del Himno.

 

Al otro lado del Rin y del Danubio, los pueblos no

estaban en reposo. De la lejana Escitia comenzaran a fluir hombres rubios y altos que, con sus carretas y mujeres, avanzaron hasta el helado Borlstenes. Esta progresión desplazó a nuevas tribus, ante el empuje de las cuales los godos tuvieron que emigrar. Allí mismo, donde siglos se alzará Petroso, enterraron su tesoro y, cruzando el limes del Danubio, se ofrecieron al Augusto Bizantino Valente. Esto ocurría hacia el 376.

Pero las duras condiciones del pacto y las deficiencias que el sostén de un millón de godos suponía para la administración imperial, les llevaron a la rebelión. Pasaron unos años y, en el 395, un miembro de la familia de los Baltos, Alarico, conduce los destinos de los godos.

Arrastrándoles con la promesa de ricas tierras, penetra en Grecia. Su ideal viene a ser, poco más o menos, el mismo que empujó a los Aqueos y a los Dorios, antes de Jesucristo, y a los Eslavos y Valacos, ocho siglos

después de El: la tierra laborable donde asentarse. Un arreglo con Arcadio los sitúa en la Dalmacia. Y aquí es donde da comienzo la carrera vertiginosa de Alarico, carrera que le ha de conducir a arruinar el Imperio de Occidente. Y así fué. En el 416, la ci udad de Roma es presa de una tribu germánica, y la idea de la superioridad romana desapareció ...De lo más profundo de los corazones romanos se elevó la súplica hacia Dios. SALVUM FAC POPULUM TUUM, DOMINE, El' BENEDIC HAEREDITATI TUAE.

 

El final del Himno es un versículo que puede considerarse como oración matutina. El alma, dolorida y en contrición, hace un postrer llamamiento a la bondad de Dios y espera no ser confundida en la noche de la eternidad.

 

Dignare, Domine, die isto sine peccato nos custodire.

Miserere nostri, Domine, miserere nostri.

Fiat misericordia tua, Domine, super nos, quedammodum speravimus in te.

In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum

 

Este pensamiento cruzó por las mentes de los romanos cuando aún humeaban las ruinas saqueadas por Alarico. Así, San Jerónimo se lamenta: "Después que la luminaria del mundo se apagaba, que la cabeza del mundo romano ha sido abatida y que con una sola ciudad todo el Imperio se ha hundido, la voz me falla y me siento anonadado.»

 

Pero, como dice Schmurer, Roma no fué aniquilada. Ella revivirá con nueva juventud en el seno de la Iglesia Católica Romana, y, con esa nueva Roma, esta Cristiandad que había nacido en lo mas profundo de las Catacumbas. No existe interrupción entre nosotros y ellos. El tronco de nuestra vieja Iglesia penetra sus raíces en estas húmedas concavidades, y, como dice Veuillot: esas raíces se hunden directamente en el Evangelio. Entre el Evangelio y este árbol maravilloso que vemos, no hay solución de continuidad. Todo remonta a los Apóstoles. El Nuevo Testamento es el gran cicerone de las Catacumbas, y luego vienen los primeros Padres. Los cristianos de; los primeros siglos han creído todo lo que nosotros creemos, y nosotros creemos todo lo que e1los han creído.»

Esta es la verdadera significación de Roma. La Roma terrena fué saqueada y arruinada. La Roma eterna sobrevive a los sirios mas pujantes, porque la bondad de Dios no ha sabido sustraerse al dolor y contrición de los últimos quirites.

 

IN TE, DOMINE, SPERA VI; NON CONFUNDAR

IN AETERNUM.

 

Luis María Figueras.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El español Monseñor Pablo Colino, Canónigo de la Basílica de San Pedro, y Maestro de Capilla emérito de dicha basílica, ha replicado al nuevo director de coro de la Capilla Sixtina, padre Massimo Palombella: "Es ignorancia afirmar que la música sacra era mero ornamento en la liturgia preconciliar". Monseñor Pablo Colino recuerda, por ejemplo, la importancia del motu proprio Inter sollecitudines de San Pío X sobre la música sacra. El Maestro Colino afirma también haberse alegrado con la elevación al cardelanato de Monseñor Bartolucci.