Pontificia Comisión Ecclesia Dei. |
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Ha muerto el Cardenal Mayer. Primer presidente de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei Viernes 30 de abril de 2010. Por Roma Eterna.
Esta mañana, en Roma, ha muerto el cardenal benedictino Paul Augustin Mayer (foto), decano en edad del Sacro Colegio y que el próximo 23 de mayo iba a cumplir 99 años. Después del cardenal Alfons Maria Stickler (1910-2007), era el purpurado que más hizo por la causa de la liturgia romana clásica en los años más difíciles previos al motu proprio Summorum Pontificum, habiendo sido el primer presidente de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, cargo desde el que trabajó con sincero empeño y espíritu de comprensión y apertura hacia los fieles vinculados a dicha liturgia. El cardenal Mayer era un buen amigo de la Federación Internacional UNA VOCE, que siempre se sintió apoyada y animada por él.
Hijo de un alto oficial del ejército, nació el 23 de mayo de 1911 en Alttöting (diócersis de Passau), en el entonces reino de Baviera. Esta localidad es el centro de la devoción mariana del pueblo bávaro, ya que en ella está situada la Gnadenkapelle o Capilla de la imagen milagrosa de la Virgen Negra, una de las más importantes metas alemanas de peregrinación. El actual papa Benedicto XVI solía acudir allí para venerar a Nuestra Señora durante sus años mozos. No es de extrañar, pues, que Paul Mayer fuera un gran devoto de la Madre de Dios.
Ingresó muy joven en la Orden Benedictina, siendo admitido en la abadía de Sankt Michaels de Metten (diócesis de Ratisbona), donde profesó el 17 de mayo de 1931, tomando el nombre de Augustin, que añadió al de bautizo. Realizó sus estudios en la Facultad Teológica de Salzburgo, concluyéndolos en Roma, en el Pontificio Ateneo de San Anselmo (Anselmianum), anejo a la abadía y basílica del mismo nombre sobre el monte Aventino. Fue ordenado sacerdote el 25 de agosto de 1935. Entre 1937 y 1939 fue docente en su abadía de Metten. En 1939 regresó a Roma como profesor en el Anselmianum, donde enseñó hasta 1966, siendo nombrado rector magnífico desde 1949. Entre 1957 y 1959 simultaneó su actividad académica con el cargo de visitador apostólico de los seminarios de Suiza, nombrado por el venerable Pío XII y ratificado por el beato Juan XXIII. Entre 1960 y 1962 participó activamente como secretario en la Comisión Preparatoria del Concilio Vaticano II. Más tarde sería secretario de las comisiones conciliar y postconciliar para las escuelas católicas y la formación sacerdotal.
En 1966 fue elegido abad de Sankt Michael de Metten. Recibió la bendición abacial del gran obispo de Ratisbona, Mons. Rudolf Graber (el cual fue uno de los primeros prelados en denunciar la crisis postconciliar). Fue, además, presidente de la Conferencia Abacial de Salzburgo en 1970-1971. El 8 de septiembre de 1971, el siervo de Dios Pablo VI lo nombró secretario de la Sagrada Congregación para Religiosos e Institutos Seculares, cargo que implicaba la consagración episcopal, la cual recibió el 13 de enero del año siguiente, en la Basílica de San Pedro, de manos del propio Papa, quien lo había preconizado arzobispo titular de Satrianum (provincia del Salernitano). Fueron co-consagrantes de Mons. Mayer los cardenales Bernardus Johannes Alfrink (1900-1987), arzobispo de Utrecht y primado de los Países Bajos, y William Conway (1913-1977), arzobispo de Armagh y primado de Irlanda.
El 8 de abril de 1984, el venerable Juan Pablo II lo designó como pro-prefecto de la Sagrada Congregación para el Culto Divino y la Sagrada Congregación para los Sacramentos. En este desempeño fue uno de los artífices del famoso “indulto de las dos Teresas” contenido en la Carta circular de la Sagrada Congregación para el Culto Divino Quattuor abhinc annos del 3 de octubre de 1984, por el cual se concedía a los obispos la facultad de permitir la celebración de la misa en el rito romano tradicional según el Misal Romano de 1962, aunque con grandes restricciones. La carta lleva justamente la firma de Mons. Mayer como pro-prefecto y de Mons. Virgilio Noè en calidad de secretario de dicha congregación. Hay que decir que en aquella época de dura proscripción de facto de la liturgia romana clásica, esta carta fue un indudable avance a pesar de sus limitaciones. Recordemos que la influencia del bugninismo era poderosísima por entonces (de hecho, la encuesta Knox de 1980 sobre la misa tradicional pretendió minimizar la cuestión y presentar a los adherentes a la liturgia clásica como un número exiguo de nostálgicos: “no es un problema de toda la Iglesia”). Mérito fue de Mons. Mayer lograr esta primera aunque tímida apertura.
El venerable Juan Pablo II lo creó cardenal diácono de San Anselmo en el Aventino (su alma máter) en el consistorio del 25 de mayo de 1985. Este año, pues, dentro de pocas semanas, habría sido su jubileo argénteo cardenalicio. El 27 de mayo del mismo año fue nombrado prefecto de la Sagrada Congregación para el Culto Divino y la Sagrada Congregación para los Sacramentos. Ambas fueron reunidas el 28 de junio de 1988, en virtud de la constitución apostólica Pastor Bonus, en un solo dicasterio: la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. De ésta fue Mayer cardenal prefecto tan sólo tres días, pues renunció el 1º de julio para hacerse cargo, al día siguiente, de la apenas creada Pontificia Comisión Ecclesia Dei, respuesta del papa Wojtyla a la crisis suscitada con motivo de las consagraciones episcopales sin mandato apostólico llevadas a cabo por Mons. Marcel Lefebvre en Ecône el 30 de junio.
El mandato del cardenal Mayer al frente de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei duró exactamente tres años, desde el 2 de julio de 1988 hasta el 1º de julio de 1991. Fue relativamente breve, pero durante él, entre otros logros, se erigió la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro como instituto de derecho pontificio y el Monasterio del Barroux como abadía. Fue precisamente el cardenal presidente quien confirió la bendición abacial a Dom Gérard Calvet, primer abad de Santa María Magdalena. En el campo de la liberalización de la liturgia romana clásica, el cardenal Mayer marcó hitos decisivos. Ya en 1986 había formado parte de la famosa comisión cardenalicia ad hoc reunida por el venerable Juan Pablo II para asesorarlo sobre este asunto y que dio un dictamen favorable (que sería recogido sólo en 2007 por Benedicto XVI en su motu proprio Summorum Pontificum). En una carta a la sociedad australiana Ecclesia Dei, el cardenal declaraba que ciertamente nadie tiene derecho a gozar de un privilegio (refiriéndose a los indultos de 1984 y 1988), pero una vez concedido dicho privilegio los beneficiarios tienen derecho a gozar de él. Su marcha de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei significó un radical cambio de rumbo de ésta bajo las sucesivas presidencias de los cardenales Antonio Innocenti (1991-1995) y Angelo Felici (1995-2000). Durante un decenio este dicasterio se mantendría al margen de las expectativas de los fieles por cuyos intereses debía velar, hasta el nombramiento del cardenal Darío Castrillón Hoyos, que tanto haría en lo sucesivo por la liberalización de la liturgia romana clásica y por promover nuevos institutos dedicados a ella.
El 29 de enero de 1996, optó por el orden cardenalicio de los presbíteros al ser elevada su diaconía de San Anselmo en el Aventino a título pro hac vice. Su vida una vez jubilado por edad fue de estudio y retiro, como buen benedictino que era. Desde él apoyaba a la Federación Internacional UNA VOCE. Una de sus últimas apariciones en público fue en 1998 para presidir unas vísperas pontificales en rito tradicional en la iglesia romana de Santo Spirito in Sassia con motivo de la celebración del X aniversario del motu proprio Ecclesia Dei adflicta. Quienes tuvimos el privilegio de verlo recordamos su diáfana, ascética y estilizada figura, que recordaba mucho la del gran Pío XII. De salud delicada en sus últimos años, ya no salía de su domicilio cerca de la Via della Conciliazione. En él recibía amablemente a sus esporádicos y ocasionales visitantes, que le recordaban con gratitud por todo lo que hizo por la causa de la misa. En noviembre del año pasado, Leo Darroch, presidente de la FIUV, en el curso de la XIX Asamblea Estatutaria, pudo aún acudir a cumplimentarlo y expresarle el reconocimiento de la Federación por su amistad constante y sincera. El cardenal agradeció mucho el gesto, ya que, como alguna vez admitió, la soledad de los ancianos príncipes de la Iglesia es muy grande.
Paul Augustin Mayer se ha extinguido hoy como una candela que en su día dio mucha luz a su alrededor. Sus restos mortales son velados en la Basílica de San Pedro, cerca de la cátedra a la que siempre fue fidelísimo. Sus exequias tendrán lugar el próximo lunes 3 de mayo, presididas por el cardenal Angelo Sodano, anterior secretario de Estado de Su Santidad. El Servicio Vaticano de Informaciones añade que el Papa en persona pronunciará la oración fúnebre y el responso final. Un gran bávaro que despide a otro gran bávaro… Que la Virgen Negra de Alttöting haya acogido el alma de este siervo fiel y el Señor, en su Misericordia, lo recompense con la vida eterna. Eminencia: ¡hasta la eternidad! Descanse en paz.
R.I.P. Euge serve bone et fidelis, intra in gaudium Domini tui! (foto: Orbis Catholicus secundis)
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Exequias y evocación del cardenal Mayer Martes 4 de mayo de 2010
Ayer, lunes 3 de mayo, según fue anunciado oportunamente, se oficiaron, en el altar de la cátedra de la Basílica de San Pedro de Roma, las exequias del cardenal Paul Augustin Mayer (de cuyo fallecimiento dábamos cuenta en este mismo sitio). L’Osservatore Romano publica en su edición del 3-4 de mayo una breve crónica del sagrado acto, así como la oración fúnebre pronunciada por el Santo Padre Benedicto XVI, que quiso presidir el responso final y la despedida de los restos del ilustre príncipe de la Iglesia, que han sido repatriados a su Alemania natal para darles sepultura en la abadía de Sankt Michael de Metten, donde se formó y de la que fue abad. También publica el vocero oficioso de la Santa Sede una interesante entrevista de hace diez años, a través de la cual el cardenal Mayer muestra su gran talla de hombre de Iglesia. Publicamos nuestra traducción castellana tanto del panegírico papal como de la entrevista.
Panegírico del Pontífice en las exequias del cardenal Paul Augustin Mayer
El benedictino que no antepuso nada al amor de Cristo
El cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio cardenalicio, ha celebrado en la mañana del lunes 3 de mayo, en el altar de la cátedra de la basílica de San Pedro, las exequias del cardenal benedictino Paul Augustin Mayer, muerto el viernes 30 de abril en Roma. Noventa y nueve años, prefecto emérito de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos y primer presidente de la Pontificia comisión Ecclesia Dei, el purpurado alemán, que ostentaba el título cardenalicio de San Anselmo en el Aventino, será sepultado en el cementerio de la abadía de Metten en Baviera, donde en el lejano 1931 emitió la profesión monástica. Al término de la misa, el papa Benedicto XVI dirigió la palabra a los presentes y presidió el responso final y el rito de despedida. Con el cardenal decano concelebraron 24 purpurados, entre los cuales estaban: el secretario de Estado Bertone y el arzobispo de Colonia Meisner. Participaron en la misa el cardenal Daoud, prelados y dignatarios de la Curia Romana y representantes de la familia benedictina, entre los cuales figuraban: el abad primado de los benedictinos confederados, Dom Wolf, los abades de Montecassino, Dom Vittorelli, y de Subiaco, Dom Meacci. Con el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede estaban los arzobispos Filoni, substituto de la Secretaría de Estado, y Mamberti, secretario para las Relaciones con los Estados; los monseñores Wells, asesor, Ballestrero, sub-secretario para las Relaciones para los Estados, y Nwachukwu, jefe del Protocolo. Junto con el Papa bajaron a basílica: los arzobispos Harvey, prefecto de la Casa Pontificia, y del Blanco Prieto, limosnero; el obispo De Nicolò, regente de la Prefectura; los monseñores Gänswein, secretario particular de Beneecito XVI, y Xuereb, de la secretaría particular. Publicamos las palabras pronunciadas por el Pontífice.
Venerables Hermanos, ilustres Señores y Señoras, queridos hermanos y hermanas:
También para nuestro amado hermano el cardenal Paul Augustin Mayer ha llegado la hora de partir de este mundo. Había nacido, hace casi un siglo, en mi misma tierra, precisamente en Altötting, donde surge el célebre Santuario mariano al que tantos afectos y recuerdos están vinculados para nosotros los bávaros. Así es el destino y la existencia humana: brota de la tierra –en un punto preciso del mundo– y es llamada al Cielo, a la patria de la que misteriosamente proviene. "Desiderat anima mea ad te, Deus" (Sal. 41/42, 2). En este verbo "desiderat" está todo el hombre, su ser carne y espíritu, tierra y cielo. Es el misterio original de la imagen de Dios en el hombre. El joven Paul –que después, como monje, se llamará Augustin Mayer– estudió este tema en los escritos de san Clemente de Alejandría para su doctorado en teología. Es el misterio de la vida eterna, depuesto en nosotros como una semilla desde el Bautismo, y que pide ser acogido a lo largo del viaje de nuestra vida, hasta el día en el que devolvemos el espíritu a Dios Padre. "Pater, in manus tuas commendo spiritum meum" (Luc. 23, 46). Las últimas palabras de Jesús sobre la cruz nos guían en la oración y en la meditación, mientras nos recogemos alrededor del altar para dal el último adiós a nuestro llorado hermano. Cada una de nuestras celebraciones exequiales se coloca bajo el signo de la esperanza: en el último suspiro de Jesús sobre la cruz (cfr. Luc. 23, 46; Ioan. 19, 30), Dios se ha dado enteramente a la humanidad, colmando el vacío abierto por el pecado y restableciendo la victoria de la vida sobre la muerte. Por esto, cada hombre que muere en el Señor participa por la fe en este acto de amor infinito, en cierto modo pone al espíritu junto a Cristo, en la segura esperanza de que la mano del Padre lo resucitará de entre los muertos y lo introducirá en el Reino de la Vida.
"La la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom. 5, 5). La grande e indefectibile esperanza, fundada sobre la sólida roca del amor de Dios, nos asegura que la vida de los que mueren en Cristo “no termina, se transforma"; e que "al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo" (Prefacio de Difuntos I). En una época como la nuestra, en la cual el miedo a la muerte arroja a muchas personas a la desesperación y a la búsqueda de consolaciones ilusorias, el cristiano se distingue por el hecho de que pone su seguridad en Dios, en un Amor tan grande capaz de renovar el mundo entero. “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5), declara –hacia el final del Libro del Apocalipsis– Aquel que se sienta sobre el trono. La visión de la Nueva Jerusalén expresa la realización del deseo más profundo de la humanidad: el de vivir juntos en la paz, ya sin la amenaza de la muerte, gozando de la plena comunión con Dios y entre nosotros. La Iglesia y, en especial, la comunidad monástica, constituyen una prefiguración sobre la tierra de esta meta final. Es una anticipación imperfecta, marcada por limitaciones y pecados, y, por lo tanto, necesitada siempre de conversión y purificación; y, sin embargo, en la comunidad eucarística se pregusta la victoria del amor de Cristo sobre lo que divide y mortifica. "Congregavit nos in unum Christi amor" ("El amor de Cristo nos ha congregado en la unidad”): éste es el lema episcopal de nuestro venerable hermano que nos ha dejado. Como hijo de San Benito, experimentó la promesa del Señor: “El vencedor heredará estos bienes; Yo seré su Dios y él será mi hijo” (Apoc. 21, 7).
Formado en la escuela de los Padres Benedictinos de la Abadía de Sankt Michael en Metten, en 1931 emitió la profesión monástica. Durante toda su existencia buscó hacer realidad lo que San Benito dice en la Regla: "Que nada se anteponga al amor de Cristo”. Después de sus estudios en Salzburgo y Roma, emprendió una larga y apreciada actividad de enseñanza en el Pontificio Ateneo de San Anselmo, de donde fue nombrado rector en 1949, desempeñando el cargo durante 17 años. Precisamente en ese período fue fundado el Pontificio Instituto Litúrgico, que se convirtió con el tiempo en un punto de referencia fundamental para la preparación de los formadores en el campo de la Liturgia. Elegido, después del Concilio, abad de su amado monasterio de Metten, al cabo de cinco años de ejemplar gobierno fue llamado a Roma por el siervo de Dios Pablo VI, quien lo nombró secretario de la Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y quiso consagrarlo personalmente obispo el 13 de febrero de 1972.
Durante sus años de servicio en este dicasterio, promovió la progresiva actuación de las disposiciones del Concilio Vaticano II en las familias religiosas. En este especial ámbito, en su calidad de religioso, tuvo ocasión de demostrar una sensibilidad eclesial y humana fuera de lo común. En 1984 el venerable Juan Pablo II le confió el cargo de prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos, creándolo seguidamente cardenal en el consistorio del 25 de mayo de 1985 y asignándole la diaconía de San Anselmo en el Aventino. Más tarde, lo nombró primer presidente de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei; y también en esta nueva y delicada responsabilidad el cardenal Mayer se ratificó como un celoso y fiel servidor, procurando aplicar el contenido de su lema: "El amor de Cristo nos ha congregado en la unidad".
Queridos hermanos: nuestra vida está en cada instante en las manos del Señor, sobre todo en el momento de la muerte. Por eso, con la confiada invocación de Jesús sobre la cruz: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, queremos acompañar a nuestro hermano Paul Augustin, mientras realiza su paso de este mundo al Padre. En este momento mi pensamiento no pude no dirigirse al Santuario de la Madre de las Gracias de Altötting. Espiritualmente vueltos hacia aquel lugar de peregrinación, confiamos a la Santísima Virgen nuestra plegaria de sufragio por el llorado cardenal Mayer. Él nació cerca de aquel santuario, conformó su vida a Cristo según la Regla benedictina y ha muerto a la sombra de esta Basílica Vaticana. Que la Virgen, San Pedro y San Benito acompañen a este fiel discípulo del Señor a su Reino de luz y de paz. Amén.
El cardenal Mayer en 1998, entrando en Santo Spirito in Sassia
Un destino cambiado por un viaje por Andrea Monda
Visité al cardenal Mayer hace diez años, el 11 de septiembre del 2000, y recuerdo muy bien todavía hoy la austeridad de su figura, que transmitía físicamente una fuerte sensación de hieratismo, de espiritualidad. Su misma constitución delgada, estilizada, elegante, que se alzaba por encima del metro noventa, y un rostro emaciado con dos ojos celestes y severos, acababan inevitablemente por inspirar un profundo sentimiento de respeto y pío temor. En realidad era un hombre dulce y muy disponible, que recibía a sus visitantes con una gentileza y una cortesía de otros tiempos. Y de otros tiempos eran también sus primeros recuerdos...
Comencemos por sus recuerdos
De 1913 a 1915 vivimos en Salzburgo. Una de las primeras cosas que recuerdo es la agitación que reinaba en casa el día de mi tercer onomástico, el 29 de junio de 1914: el día anterior había sido asesinado el archiduque Francisco Fernando en Sarajevo. En los momentos difíciles de la guerra, algunas veces mi madre nos decía a mis hermanos y a mí: “¡Pobre niños! ¡No tendréis nunca lo que nosotros hemos tenido!”. Se refería a la paz y a la prosperidad que nosotros, crecidos bajo la guerra, no habíamos podido conocer. Cuando yo era pequeño, en Baviera todavía estaba el Rey. Recuerdo aún la casa de mis padres y cuando en verano íbamos al Konigsee, el "Lago del Rey", la "perla de Baviera”, un bellísimo lago en el límite con Austria. En esa época existía un gran sentido de la familia, del respeto por los mayores. Había un gran sentido de la gratitud. Y se vivían intensamente las festividades litúrgicas. El mundo era diferente, poquísimos tenían automóvil y la bicicleta era el medio de transporte más extendido. Recuerdo paseos bellísimos por los Alpes y, más tarde, cuando estaba en el colegio de la abadía de Metten, por los bosques bávaros en la frontera con la entonces Checoslovaquia. Los domingos por la tarde íbamos a nadar en el Danubio. Había una isla en medio del río, a la cual llegábamos en canoa para hacer solemnes meriendas. Mi padre, oficial del ejército bávaro, habría querido un hijo oficial, pero ni mi hermano ni yo lo escuchamos (aunque mi padre no nos lo pidió nunca directamente). Más bien, cuando murió en enero de 1927 (tenía yo 15 años y ya le había dado a entender mis intenciones: sólo estaba indeciso entre los benedictinos y los jesuitas), me dijo en su lecho de muerte: “Entra en los benedictinos”.
-Usted vivió su juventud en la Alemania de entreguerras, ¿cómo recuerda aquel período?
Al comienzo de los años Veinte la inflación llegó a niveles altísimos: recuerdo que franqueé una carta con un sello de 20 millones de marcos. El valor del dinero se había pulverizado, el Estado pagaba su deuda emitiendo títulos y bonos que no podía respaldar. Recuerdo que mis padres vendieron la plata y los cubiertos de mayor precio, pues con la pensión de mi padre no se llegaba ni a la mitad del mes. A mediados de los años Veinte pareció producirse una cierta recuperación económica, pero fue pronto destruida por la crisis financiera del viernes negro de la bolsa de Nueva York en octubre de 1929. La vida era mucho más pobre que ahora. También la desocupación era una plaga, pero peor que hoy: en diciembre de 1932, a pocos meses de la llegada de Hitler al poder, en Alemania, respecto a casi 60 millones de habitantes, había seis millones de parados y no existían entonces los amortiguadores sociales que existen hoy. Durante la guerra de 1914-1918 y también en la primera posguerra, víveres y artículos de primera necesidad se adquirían con las cartillas de racionamiento. La leche se podía comprar directamente en los establos, pero ya los huevos debían ser entregados por los campesinos a las oficinas de racionamiento. Recuerdo, a propósito, que de pequeño una vez conseguí obtener huevos de los campesinos, pero, para no dejarme descubrir por un policía que me encontré por el camino de regreso, ¡tuve que esconderlos en la leche!
-Volvamos a su vocación... En mayo de 1931 hice mi primera profesión en la abadía de Metten. En diciembre de 1929 había ya venido a Roma por primera vez para el cincuentenario de la ordenación sacerdotal de Pío XI. El papa Ratti fue un gran Papa: culto, intrépido y decidido, muy misionero. Recuerdo que hablaba también alemán, aunque no tan bien como Pacelli. A propósito de esta primera visita a Roma hay un episodio que me ha quedado impreso nítidamente en la memoria. Era el 3 de enero de 1930. Éramos cuatro jóvenes estudiantes del colegio de Metten: Goessl, Kneissl, Engelmann y yo. Con nuestro último dinero alquilamos un taxi que nos llevó desde Roma a Montecassino. ¡Y los caminos de la época no eran los mismos de hoy! El trayecto fue largo, lleno de etapas muy accidentadas. Llegamos a la abadía y rezamos ante la tumba de San Benito. ¡Qué bella era la abadía antes de su destrucción! De regreso en Roma, tomamos un tren nocturno y volvimos a Baviera, al colegio de Metten. Fue una bravata de muchachos, pero quizás cambió nuestro destino: los cuatro nos hicimos benedictinos, los clérigos (por orden) Plácido, Corbiniano, Egberto y Agustín.
-En el rostro impasible del abad Paul Augustin aparece una pequeña (y contagiosa) señal de emoción En Roma estudié Teología en el Pontificio Ateneo de San Anselmo en el Aventino. En aquella época Roma era espléndida, más pequeña, sin las grandes periferias de ahora. La campiña estaba mucho más cerca del centro respecto de hoy. Recuerdo que el 30 de enero de 1933, volviendo a San Anselmo de una excursión campestre, al entrar en la ciudad vimos octavillas que anunciaban: "¡Hitler Canciller!": nuestra alegría se apagó de golpe. El ateneo era algo así como un oasis dentro de la ciudad. Recuerdo en especial el clima teológico fuertemente impregnado del recurso continuo a la Sagrada Escritura y a la teología de los Padres de la Iglesia, y del uso de la liturgia como lugar teológico y fuente de la vida de la Iglesia. La teología de Santo Tomás mantenía su importancia pero enriquecida por las dimensiones ahora recordadas. Conocimos entonces a Jacques Maritain, Erik Peterson, Agostino Bea, Carlo Balic, Réginald Garrigou-Lagrange, Agostino Gemelli, Yves Congar, Hans Urs von Balthasar, Henri de Lubac, Jean Daniélou y otros.
-¿Conoció personalmente a estos teólogos? Sí, en medida y en modo muy variados. Recuerdo en especial la fineza del P. Garrigou-Lagrange, su modo de hablar italiano y latín con ese fuerte acento francés. Recuerdo también un encuentro, insólito a decir verdad, con Erik Peterson. Era el 11 de septiembre de 1943, la ciudad de Roma había sido ocupada por las tropas alemanas durante la noche. Reinaba una gran tensión obviamente. Esa mañana bajé desde San Anselmo por el barrio del Testaccio en dirección de via Galvani, donde estaba el instituto de las Hermanas para las que decía la misa durante las vacaciones de verano. Recuerdo a un paracaidista alemán que pretendía controlar la calle. Más tarde, siguiendo la marea de gente, entré en los Mercados Generales, desorganizados por el conflicto armado. Junto a un montón de patatas carbonizadas vi a una persona que rebuscaba para encontrar patatas que fueran todavía comestibles: reconocí al profesor Peterson, que, en medio del hambre de aquel período, quería llevar un poco de alivio a su familia.
-¿Participó Usted activamente en el concilio Vaticano II? Sí, trabajé como secretario de la comisión preparatoria y de las comisiones conciliar y postconciliar. El nombramiento me llegó como un trueno en medio del cielo sereno en julio de 1960 a través de una llamada telefónica del cardenal Giuseppe Pizzardo, entonces prefecto de la Sagrada Congregación para los Seminarios y Universidades. La recentísima beatificación del “Papa bueno” ha reavivado el recuerdo de quien con gran coraje anunció la convocatoria del concilio ecuménico el 25 de enero de 1959 en San Pablo Extramuros. Él seguía los trabajos preparatorios con gran interés y estímulo. Inolvidable es para mí su intervención personal en una sesión de nuestra comisión preparatoria, en la que se trataba sobre la vocación sacerdotal. El Papa subrayó que su vocación había sido una decisión personal suya, sin que nadie le hubiera influenciado; pero, por otra parte, era tan transparente que todos lo llamaban "Giovannino il pretino" (“Juanito el curita” en español, n. del t.). "Pero no penséis por ello –añadió sonriendo–que no haya experimentado también yo dificultades contra esta elección. La sotana que debíamos llevar ya en el seminario menor implicaba manipular treinta botones por la mañana y treinta por la tarde. ¡Qué tarea!”. Con bastante optimismo, el Papa había pensado que el programa del Concilio se podía despachar en una única sesión entre el 11 de octubre y el 8 de diciembre de 1962. El abandono de esta esperanza en el verano de 1962 era como el "fiat" con el que dejó a su sucesor la continuación y conclusión de la gran obra por él iniciada.
-El cardenal se entretiene sobre la cuestión de la llamada “hermenéutica del concilio” Se ha hablado a menudo del Concilio como si significase una división neta entre un período obscuro (al anterior) y el reflorecimiento sucesivo. Pero es un esquema que no corresponde a hechos históricos. En realidad, no es que antes el panorama fuera “negro”. También se ha subrayado frecuentemente la presencia de grandes conflictos en el seno de la asamblea conciliar. Es verdad que hubo tensiones. Había diversidad de opiniones, pero se buscaba siempre encontrar una síntesis válida entre los tesoros más preciosos de la vida eclesiástica pasada y los estímulos fundados en una apertura no ciega sino razonada a los signos de los tiempos. El documento Optatam totius fue aprobado por los Padres conciliares a la primera lectura del esquema con una mayoría superior a los dos tercios. Su aprobación definitiva plebiscitaria fue para mí y para toda la Comisión una grandísima alegría y recuerdo que, encontrándome cerca de la Plaza de San Pedro con un obispo miembro de ella, nos abrazamos y ¡paramos el tráfico! Nuestra un tanto ingenua euforia nos había hecho olvidar que la suerte de un texto conciliar depende grandemente de la seriedad con la que es leído, asimilado y puesto en práctica.
-¿Y qué recuerdo tiene de Pablo VI? Era un hombre profundamente espiritual, dotado de un espíritu de oración impresionante. Estaba enteramente consagrado, sin ninguna reserva, a su misión propia. Vivió y gobernó la Iglesia en años difíciles. Desde el punto de vista eclesial, Montini era muy abierto a todos los desarrollos teológicos, ecuménicos y políticos; a los que eran prometedores y a los que eran amenazadores. Él, que había felizmente concluido el Concilio y lo consideraba un “gran don”, tuvo relativamente que sufrir mucho por su fallida asimilación en el interior de la Iglesia. Comenzaba entonces el período de apelación al llamado “espíritu del Concilio”, en fuerza del cual se impedía el verdadero conocimiento, interpretación y actuación de los principios conciliares. Pablo VI, con “el corazón lleno de amargura”, debió constatar que después del Concilio, en lugar de la esperada jornada de sol, había sobrevenido una de nubes y de tempestad; hecho tanto más doloroso cuanto que los males que afligen a la Iglesia, en gran parte, no, provienen de fuera sino desde dentro.
-El cardenal se interrumpe a sí mismo: la televisión transmite en este momento en directo la visita de Juan Pablo II a Fátima. Disculpándose, Su Eminencia se acomoda delante del televisor y se queda allí, absorto, escuchando las palabras del Papa. A su lado se sientan las dos monjas norteamericanas, que se han materializado tan silenciosamente como habían desaparecido un par de horas atrás. Las tres figuras parecen no tanto mirar la pantalla cuanto rezar juntas al Papa. Me doy cuenta que nuestra charla ha acabado aquí y, susurrando un tímido "Buenas tardes”, abandono la austera vivienda del cardenal Paul Augustin Mayer. Mientras me marcho me viene a la mente una frase que algunos días antes me había dicho mi primo Maurizio: "Hoy la cosa más transgresiva del mundo es recitar una oración”. (©L'Osservatore Romano - 3-4 maggio 2010)
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“Cuando la gratitud es tan absoluta las palabras sobran.” Alvaro Mutis |
Intervención del cardenal Darío Castrillón en AparecidaPresidente de la Comisión Pontificia «Ecclesia Dei»
APARECIDA, jueves, 17 mayo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del cardenal Darío Castrillón, presidente de la Comisión Pontificia «Ecclesia Dei», pronunciada este miércoles en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. · * *
LA PONTIFICIA COMISIÓN ECCLESIA DEI AGRADECE A UNA VOCE SU COLABORACIÓN.
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El Secretario de Ecclesia Dei, a tres años de Summorum Pontificum El blog The New Liturgical Movement presenta una síntesis en siete puntos de una entrevista concedida por el Secretario de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, Mons. Guido Pozzo, a la versión en lengua alemana de Radio Vaticana. Presentamos nuestra traducción de la misma. 1. (Cuando fue consultado sobre la resistencia al usus antiquior) El antiguo Rito de la Misa tiene una riqueza profunda que necesita ser no sólo respetada, sino también redescubierta, para beneficio de la Liturgia, también de cómo hoy es celebrada. Estos prejuicios y resistencia tienen que ser superados por un cambio en la forma mentis, en la disposición. Se necesita una formación litúrgica más adecuada. 2. (Cuando fue consultado acerca del crecimiento del interés en el usus antiquior) Diría que sí está creciendo. También porque observamos que especialmente en las generaciones más jóvenes hay interés y popularidad de la antigua forma de la Misa. Y esto es una noticia sorpresiva.
3. (Cuando fue consultado por el número de los fieles interesados en la Forma Extraordinaria) Es ciertamente claro, también, que el valor de la Forma Extraordinaria del Rito no tiene que ver con los números. Ambas formas tienen el mismo valor y dignidad.
4. Soy de la opinión que en los seminarios debería ofrecerse a los seminaristas la oportunidad de aprender la celebración adecuada en la Forma Extraordinaria – no como una obligación, sino como una posibilidad. Donde sea posible, podría aprovecharse – para la formación de los sacerdotes – de aquellas instituciones que están bajo la jurisdicción de la Comisión Ecclesia Dei y siguen la disciplina litúrgica tradicional.
5. En la Carta a los Obispos que acompañaba el Motu proprio, el Papa Benedicto mencionaba por una parte la necesidad de actualizar el Santoral – por ejemplo, insertando los santos canonizados después de 1962, y por otra parte que deberían ser incorporados ciertos Prefacios del Misal de Pablo VI en orden a enriquecer el número de Prefacios del Misal de 1962. La Comisión Ecclesia Dei ha iniciado un proceso de estudio para cumplir con la voluntad del Santo Padre. En esto, creo, llegaremos pronto a una propuesta que, en breve, será enviada al Santo Padre para su aprobación.
6. Creo que debemos también reconocer que la Forma Ordinaria del Rito Romano ofrece una lectura más exhaustiva de la Escritura que el Misal de 1962. De todas formas, una reforma del Misal de 1962 en este punto no es fácil, porque uno debe tener en mente la relación entre las lecturas bíblicas y las antífonas o responsorios del Breviario Romano para el mismo día. Cabe recordar, también, que bajo Pío XII se agregó un número de lecturas adicionales para el Común de los Santos. Por consiguiente, no puede descartarse sin más una posible extensión de las lecturas de la Misa. Eso no significa que uno, sea obispo o sacerdote, pueda cambiar subjetiva y arbitrariamente la secuencia del Leccionario, o que pueda mezclar las dos Formas: con esto, el carácter mismo de ambas se pierde.
7. A la luz de estas explicaciones (cf. la Carta a los Obispos), es claro que se exhorta a los fieles católicos a evitar la participación en la Misa o la recepción de los Sacramentos de parte de un sacerdote de la FSSPX, porque están en una situación canónica irregular.
Fuente: The New Liturgical Movement Traducción: La Buhardilla de Jerónimo |