+ Ad Maiorem Dei Gloriam +

Esta página es obra de La Sociedad Pro Misa Latina -Una Voce Cuba-

TODOS  LOS DERECHOS RESERVADOS.

Textos escogidos de los santos.

Santo Nombre de Jesús.

“Éste es aquel santísimo nombre anhelado por los patriarcas, esperado con ansiedad, demandado con gemidos, invocado con suspiros, requerido con lagrimas, donado al llegar la plenitud de la gracia. No pienses en un nombre de poder, menos en uno de venganza, sino de salvación. Su nombre es misericordia, es perdón. Que el nombre de Jesús resuene en mis oídos, porque su voz es dulce y su rostro bello. No dudes, el nombre de Jesús es fundamento de la fe, mediante le cual somos constituidos hijos de Dios. La fe de la religión católica consiste en el conocimiento de Cristo Jesús y de su persona, que el luz del alma, franquicia de la vida, piedra de salvación eterna. Quien no llegó a conocerle o le abandonó camina por la vida en tinieblas, y va a ciegas con inminente riesgo de caer en el precipicio, y cuanto más se apoye en la humana inteligencia, tanto más se servirá de un lazarillo también ciego, al pretender escalar los recónditos secretos celestiales con sólo la sabiduría del propio entendimiento, y no será difícil que le acontezca, por descuidar los materiales sólidos, construir la casa en vano, y, por olvidar la puerta de entrada, pretenda luego entra a ella por el tejado. No hay otro fundamento fuera de Jesús, luz y puerta, guía de los descarriados, lumbrera de la fe para todos los hombres, único medio para encontrar de nuevo al Dios indulgente, y, una vez encontrado, fiarse de él; y poseído, disfrutarle. Esta base sostiene la Iglesia, fundamentada

en el nombre de Jesús. El nombre de Jesús es el brillo de los predicadores, porque de Él les viene la claridad luminosa, la validez de su mensaje y la aceptación de su palabra por los demás. ¿De dónde piensas que procede tanto esplendor y que tan rápidamente se haya propagado la fe por todo el mundo, sino por haber predicado a Jesús? ¿Acaso no por la luz y dulzura de este nombre, por el que Dios nos llamó y condujo a su gloria? Con razón el Apóstol, a los elegidos y predestinados por este nombre luminoso, les dice: en otro tiempo fuisteis tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijo de la luz. ¡Oh nombre glorioso, nombre regalado, nombre amoroso y santo! Por ti las culpas se borran, los enemigos huyen vencidos, los enfermos sanan, los atribulados y tentados se robustecen, y se sienten gozosos todos. Tú eres la honra de los creyentes, tú el maestro de los predicadores, tú la fuerza de los que trabajan, tú el valor de los débiles. Con el fuego de tu ardor y de tu celo se enardecen los ánimos, crecen los deseos, se obtienen los favores, las almas contemplativas se extasían; por ti, en definitiva, todos los bienaventurados del cielo son glorificados. Haz, dulcísimo Jesús, que también nosotros reinemos con ello por la fuerza de tu santísimo nombre.”

San Bernardino de Siena

QUIEN AMA A JESUCRISTO, AMA LA MANSEDUMBRE                                                                                       - SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

 

 

                               Caritas benigna est.

La caridad es benigna.

 

El espíritu de mansedumbre es propio de Dios: porque este recuerdo de mí es más dulce que la miel. Por eso el alma amante de Dios ama a todos los que Dios ama, como son nuestros prójimos; y así, con voluntad amorosa busca el modo de ayudar, consolar y dar gusto a todos, en cuanto en su mano está. San Francisco de Sales, maestro y dechado de mansedumbre, decía: “La humilde mansedumbre es la virtud de las virtudes, que Dios tanto nos recomienda y por esto es menester practicarla siempre y en todo lugar”. Y el Santo deducía esta regla: “Haced lo que se pueda hacer con amor y dejad de hacer lo que no se pueda hacer sin andar en pendencias. Entiéndese lo que se puede dejar sin menoscabo de la gloria de Dios, porque la ofensa de Dios se ha de impedir siempre, tan pronto como se pueda, por aquel que está en la obligación de impedirla.

 

Esta mansedumbre ha de practicarse con los pobres de especial manera, quienes, de ordinario, por ser pobres, son tratados ásperamente por los demás. Debe, así mismo, practicarse con los enfermos, los cuales, aquejados como se ven por sus dolencias están mal asistidos. Y más particularmente ha de practicarse la mansedumbre con los enemigos. Vence el mal a fuerza de bien, el odio con el amor, las persecuciones con la mansedumbre, como hicieron los santos, granjeándose de esta suerte el afecto de sus más obstinados perseguidores.

 

“Nada edifica tanto al prójimo –dice San Francisco de Sales- como el trato afable y amoroso”. Por eso andaba siempre la sonrisa a flor de labios en el Santo, y su empaque, palabras y gestos respiraban benignidad, hasta el extremo que decía de él San Vicente de Paúl que nunca había hallado hombre tan benigno como Francisco de Sales, y añadía que con sólo mirarlo se le hacía contemplar la mismísima benignidad de Jesucristo. Hasta cuando tenía que negar lo que la conciencia no le permitía conceder, de tal manera se mostraba benigno, que los solicitantes, a pesar de ver frustrado su intento, marchaban contentos y aficionados a su persona. Con todos era benigno, con los superiores, con los iguales, con los inferiores, con los de casa y con los de fuera, y muy diferente de aquellos que, en expresión del mismo Santo, “parecen ángeles fuera de casa y dentro son unos diablos. Nunca se quejaba de las faltas de los criados, rara vez los amonestaba y siempre con palabras llenas de benignidad. Cosa, por cierto, muy de alabar en todos los superiores, que deben ser suaves y benignos con sus súbditos y, cuando tiene que señalar una ocupación, deben más bien rogar que mandar. Decía San Vicente de Paúl: “No hallarán los superiores mejor modo de ser obedecidos que mediante la afabilidad”. Y de igual manera se expresaba Santa Juana de Chantal: “Experimenté varios modos de gobernar a mis súbditos, y no lo hallé mejor que la suavidad y tolerancia”.

 

Hasta en la corrección de los defectos debe el superior estar revestido de templanza. Una cosa es corregir con energía, y otra corregir con aspereza. A veces, cierto que habrá que corregir con energía, cuando se trata de graves defectos, y máxime si son recaídas en ellos; mas aun entonces guardémonos de reprender con aspereza e ira; quienes reprenden con ira causan más daño que provecho. Este es el celo amargo reprochado por Santiago. Gloríanse algunos de dominar a la familia con su régimen de aspereza y aventuran que ese es el arte de gobernar, pero no piensa igual el apóstol Santiago, que dice: Si tenéis en vuestro corazón celos amargos y espíritu de contienda, no os jactéis. Si en alguna ocasión fuera necesario dar al culpable severa represión, para inducirlo a reconocer la gravedad de su falta, es necesario, al menos, al fin de la represión, dejarle buen sabor de boca con palabras de blandura y amor. Se impone curar las heridas como lo hizo el samaritano del Evangelio, con vino y aceite. “Más así como el aceite –dice San Francisco de Sales- sobrenada entre los restantes licores, así es necesario que en todas nuestras acciones sobrenade la benignidad” Y si aconteciere que la persona que ha de sufrir la corrección se hallare turbada y alborotada, se ha de aplazar la represión hasta verle desenojado; de lo contrario, sólo se lograría irritarle más, San Juan, canónigo regular, decía: “Cuando la casa arde, no hay que echar más leña al fuego”.

 

No sabéis a que espíritu pertenecéis. Así dijo Jesucristo a sus discípulos Santiago y Juan cuando le pidieron castigara a los samaritanos por haberlos expulsado de su país. ¿Cómo? Dijo Jesús: ¿Qué espíritu es ése? No es, por cierto, el mío, todo blandura y suavidad, pues no vine a perder, sino a salvar. Y vosotros, ¿intentáis que pierda a los samaritanos? Callad y no me dirijáis tal súplica, porque repito que ése no es mi espíritu. Y, a la verdad, ¡con qué benignidad, a la vez, buscó la salvación de la samaritana! Primero le pidió de beber y luego le dijo: ¡Si conocieses… quién es el que te dice: “Dame de beber!” A continuación le reveló que El era el esperado Mesías. Además, con cuánta dulzura procuró la conversión del impío Judas, hasta admitirlo a comer en el mismo plato, lavarle los pies y amonestándolo caritativamente en el mismo acto de su traición: ¡Judas! ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? Y para convertir a Pedro, después de la triple negación, ¿qué hace? Y volviéndose el Señor miro a Pedro. Al salir de casa del pontífice, sin echarle en cara su pecado, le dirigió una tierna mirada, que obró su conversión, de tal modo que Pedro, mientras vivió, no dejó de llorar la injuria hecha a su Maestro.

 

¡Cuánto más se gana con la afabilidad que con la aspereza! Nada hay más amargo que la nuez verde, decía San Francisco de Sales; pero, no bien confitada, es suave y dulce al paladar; también las correcciones por naturaleza son ásperas; pero si se hacen con amor y dulzura, tórnanse gratas, consiguiendo por ello el mayor éxito. Se de sí mismo afirmaba San Vicente de Paúl que en el gobierno de su Congregación no se acordaba de haber corregido a nadie ásperamente, fuera de tres veces que se creyó en el deber de obrar así, de lo que siempre se había arrepentido, pues siempre le había resultado contraproducente, al paso que siempre que había corregido con dulzura había conseguido lo que pretendía.

 

San Francisco de Sales, con su trato amable, conseguía cuanto pretendía, hasta llevar a Dios a los pecadores más empedernidos. Igual hacía San Vicente de Paúl, que solía decir a los suyos: “La afabilidad, el amor y la humildad tienen una fuerza maravillosa para conquistarse los corazones e inducirlos a abrazar hasta lo más repugnante a la naturaleza”. Cierto día encomendó a uno de sus misioneros la conversión de un gran pecador, mas el padre, por más esfuerzos que hizo, no consiguió nada, por lo que rogó al Santo le dirigiera él algunas palabras; hízolo así San Vicente y lo convirtió. El pecador en cuestión afirmaba después que le había cautivado el corazón la dulzura y caridad del P. Vicente. Por eso el Santo no podía tolerar que sus misioneros tratasen a los penitentes ásperamente, asegurándoles que el demonio se sirve del rigor para llevar las almas al infierno.

 

Hay que practicar la benignidad con todos, en toda ocasión y en todo tiempo. Advierte San Bernardo que hay algunos de trato suave mientras las cosas marchan como una seda, mas si se atraviesa cualquiera contrariedad, cualquier contratiempo, se encienden súbitamente y comienzan a echar fuego como el Vesubio. A estos tales se les puede llamar carbones encendidos, aun cuando ocultos entre cenizas. Quien quiera santificarse ha de ser como el lirio entre espinas, que, por más que nazca entre ellas, no deja de ser lirio, siempre suave y deleitable. El alma amante de Dios conserva siempre la paz del corazón y la traduce hasta en el rostro, lo mismo en la prosperidad que en la adversidad, como cánto el cardenal Petrucci:

 

Ve en torno suyo al mundo,

que en perpetua mudanza gira ansioso;

mas su interior, profundo

retiro es misterioso,

y allí, unida a su Dios, vive en reposo.

 

En las adversidades se conoce a los hombres. San Francisco de Sales amaba tiernamente a la Orden de la Visitación, que tantos trabajos le había costado. A menudo la vio a pique de perderse, al embate de las persecuciones que sobre ellas se desencadenaban; mas nunca el Santo perdió la paz, y hasta se alegraba de la destrucción de la Orden si al Señor pluguiera; entonces fue cuando dijo: “Desde hace algún tiempo las adversidades y contradicciones que experimento me han hecho gozar de tan tranquila paz, que no tiene semejante, y es presagio de estar ya cercano el día de la estable unión de mi alma con Dios, único anhelo de mi corazón.

 

Cuando nos acontezca tener que responder a quien nos tratare mal, vigilémonos para responder siempre con dulzura: Una respuesta blanda aplaca el furor. Una respuesta suave basta para apagar un incendio de cólera. Si nos sintiéramos turbados, preferible es callar, porque entonces no nos parecerá mal decir la primera palabra que nos viniere a los labios; pero, calmada la pasión, veremos que tantos fueron los pecados, cuantas las palabras que se nos escaparon.

 

Y aun cuando cayéramos en alguna falta, también entonces nos es necesaria la mansedumbre, pues irritarse contra sí después de una falta no es humildad, sino refinada soberbia, como si no fuéramos por naturaleza más que flaqueza y miseria. Decía Santa Teresa: “En estotra humildad que pone el demonio, no hay luz para ningún bien; todo parece lo pone Dios a fuego y sangre”. Airarnos contra nosotros después del pecado es un pecado mayor que el otro cometido, y que traerá consigo no pocos más, pues nos hará abandonar las devociones, la oración, la comunión, y, si practicamos estos ejercicios, será con menguado provecho. San Luis Gonzaga decía que en el agua turbia no se ve, por lo que aprovecha el demonio para sus pescas. Cuando el alma estuviere turbada, no reconocerá a Dios ni lo que procede hacer Entonces, por tanto, después de la caída en cualquier defecto, es cuando hay que volver a Dios confiada y humildemente, pidiéndole perdón y diciéndole con Santa Catalina de Génova: “Estas, Señor, son las flores de mi vergel”. Os amo con todo mi corazón, me arrepiento de haberos disgustado y ya no quiero volver a hacerlo; prestadme vuestra ayuda.

 

Del libro: Practica de amor a Jesucristo, de

San Alfonso María de Ligorio.

El sacrificio eucarístico

Dom COLUMBA MARMIÓN. "Jesucristo, vida del alma"

 

La Eucaristía, fuente de vida divina

 

En todas las páginas que preceden he procurado demostraros cómo Dios quiere hacernos partícipes de su vida y cómo la gracia de Cristo, elevándonos a la categoría de hijos de Dios, es el principio de la vida divina en nosotros. El Bautismo nos confiere esa gracia, que es el germen de la vida sobrenatural y como el río divino en su hontanar. Hay obstáculos que se oponen al desarrollo de esa vida y al crecimiento de ese río; ya os he dicho de qué modo debemos eliminarlos. Finalmente, en las dos últimas conferencias os he expuesto cuáles son las leyes generales que determinan la permanencia de esa vida en nuestras almas, y los medios de que disponemos para acrecentarla; cómo es preciso permanecer unidos a Cristo por la gracia santificante, y hacer todas y cada una de nuestras acciones por la gloria de su Padre, con intención recta y movidos de una ardiente caridad. Esta ley se extiende a toda nuestra actividad, y abarca todas nuestras obras, de cualquier naturaleza que sean.

 

Cuando un alma se percata de la grandeza de esta vida sobrenatural y se convence de que el fundamento de ella no es otro que nuestra unión con Cristo por la fe y por la caridad, aspira a la perfección de esa unión; anhela la plenitud de esa vida, que debe, según el pensamiento eterno de Dios, poseer en sí misma. Esta perfección ¿no será una utopía, una quimera?, se pregunta el alma. No, no es pura entelequia; aunque parezca una cosa sublime e inasequible, puede y debe convertirse en realidad. «Esto es imposible para los hombres; para Dios todas las cosas son posibles» (Mt 19,26).

Es cierto, en efecto, que todos los esfuerzos de la naturaleza humana abandonada a sí misma, sin Cristo, no pueden hacernos avanzar un paso en la realización de esa unión, ni provocar el nacimiento y desarrollo de la vida que la unión engendra. Dios sólo es el dispensador del germen y crecimiento; es necesario, indispensable, como dice San Pablo (1Cor 3,6), que nosotros plantemos y reguemos; pero los frutos de vida no se producen sino por la savia de la gracia divina que Dios hace correr por nosotros.

Dios Nuestro Señor pone a nuestra disposición medios incomparables para mantener esa savia, pues si en cuanto es Bondad infinita y soberanamente eficaz, quiere hacernos participantes de su naturaleza y felicidad, como Sabiduría eterna, proporciona también los medios para el fin; de una virtualidad y eficacia a las que nada iguala si no es la dulzura con que esa sabiduría eterna obra: «Alcanza poderoso del uno al otro extremo y todo lo gobierna suavemente» (Sab 8,1).

Ahora bien, si después de haber considerado cómo Dios nos infunde en el Bautismo el germen de esta vida y las primicias de esta unión, y la ley general que rige su desarrollo, deseamos conocer, en concreto, los medios que Dios pone a nuestra disposición, veremos que se reducen principalmente a la oración y a la recepción del Sacramento de la Eucaristía.

Dios se ha comprometido con el alma que se dirige a El: «Si pedís alguna cosa a mi Padre en mi nombre, dice Jesús, os la concederá»; y añade: «Pedid y recibiréis, a fin de que vuestra alegría sea perfecta»; y esta alegría es la alegría de Cristo -«para que posean en toda su plenitud mi gozo» (Jn 16, 23-24)-, la alegría de su gracia, la alegría de su vida la cual, como rio divino, nace de El y fluye hasta nosotros para regocijarnos (Sal 45,5).

La Eucaristía es el otro medio, mucho más poderoso aún. En la oración, Dios comunica sus dones con ciertas condiciones; en el sacramento de la Eucaristía, es el mismo Cristo quien se da a nosotros, la Eucaristía es propiamente el sacramento de la unión que alimenta y mantiene la vida divina en nosotros. A ella se refiere particularmente lo que dijo Nuestro Señor: «Yo he venido para dar a las almas la abundancia de la vida» (Jn 10,10). Al recibir a Cristo en la comunión, nos unimos a la vida misma.

Pero antes de darse al alma en alimento, Cristo se inmola, puesto que no se hace presente bajo las especies sacramentales sino en el sacrificio de la Misa. Por esta razón, debo, en primer lugar, tratar de la oblación del altar, aplazando para la próxima conferencia el hablaros de la comunión eucarística.

Digamos, pues, lo que es el sacrificio de la Misa y cómo hay en él virtualidad para irnos transformando en Jesús.

Este tema es inefable; el mismo sacerdote, para quien el sacrificio eucarístico es como el centro y el sol de su existencia, es incapaz de dar a comprender con su palabra las maravillas que el amor de Cristo ha acumulado en él. Todo lo que el hombre, simple criatura, puede decir de ese misterio, salido del corazón de un Dios, queda tan por debajo de la realidad, que después de decir todo cuanto se sabe de él, parece que no se ha dicho nada. Este misterio es tan santo y elevado que no hay tema que el sacerdote ame y a la vez tema tanto tratar.

Pidamos a la fe que nos ilumine, pues el sacrificio eucarístico es por excelencia un misterio de fe, mysterium fidei, y así, para comprender algo de él, es preciso recurrir a Cristo, repitiéndole las palabras de San Pedro, cuando Jesús anunció este misterio a los judíos, y varios de sus discípulos le abandonaron escandalizados: «¿A quién iremos, Señor, únicamente tú tienes palabras de vida eterna» (ib. 6,69), y sobre todo, creamos al amor, como dice San Juan (ib. 4,16). Nuestro Señor quiso instituir este sacramento en el instante en que iba a darnos, por su Pasión, el testimonio más grande de su amor para con nosotros, y quiso que se perpetuase entre nosotros, «en memoria de El»; es como su último pensamiento y el testamento de su sagrado corazón: «Haced esto en memoria mía» (1Cor 11,24).

1. La Eucaristía considerada como sacrificio; trascendencia del sacerdocio de Cristo

El Concilio de Trento, como sabéis, definió que la Misa es «un verdadero sacrificio», que recuerda y renueva la inmolación de Cristo en el Calvario. La Misa es ofrecida como «un verdadero sacrificio» (Sess 22, can.1). En «ese divino sacrificio», que se realiza en la Misa, se inmola de una manera incruenta el mismo Cristo que sobre el altar de la Cruz se ofreció de un modo cruento. No hay, por consiguiente, más que una sola víctima; el mismo Cristo que se ofreció sobre la Cruz es ofrecido ahora por ministerio de los sacerdotes; la diferencia, pues, consiste únicamente en el modo de ofrecerse e inmolarse (ib. cap.2).

El sacrificio del altar, según acabáis de ver por el Concilio de Trento, renueva esencialmente el del Gólgota, y no hay más diferencia que la del modo de oblación. Pues si queremos comprender la grandeza del sacrificio que se ofrece en el altar, debemos considerar un instante de dónde proviene el valor de la inmolación de la Cruz. El valor de un sacrificio depende de la dignidad del pontífice y de la calidad de la víctima por eso vamos a decir unas palabras del sacerdocio y del sacrificio de Cristo.

Todo sacrificio verdadero supone un sacerdocio, es decir, la institución de un ministro encargado de ofrecerlo en nombre de todos.- En la ley judía, el sacerdote era elegido por Dios de la tribu de Aarón y consagrado al servicio del Templo por una unción especial. Pero en Cristo el sacerdocio es trascendental; la unción que le consagra pontífice máximo es única: consiste en la gracia de unión que, en el momento de la Encarnación, une a la persona del Verbo la humanidad que ha escogido. El Verbo encarnado es «Cristo», que significa «ungido» no con una unción externa, como la que servía para consagrar a los reyes, profetas y sacerdotes del Antiguo Testamento, sino ungido por la divinidad, que se extiende sobre la humanidad, según dice el Salmista, «como aceite delicioso»; «Has amado la justicia y odiado la iniquidad; por eso te ungió el Señor, tu Dios, anteponiéndote a tus compañeros, con aceite de alegría» (Sal 44,8).

Jesucristo es «ungido», consagrado y constituido sacerdote y pontífice, es decir, mediador entre Dios y los hombres, por la gracia que le hace Hombre-Dios, Hijo de Dios, y en el momento mismo de esa unión. Y de esta suerte quien le constituye pontifice máximo es su Padre. Escuchemos lo que dice San Pablo: «Cristo no se glorificó a sí mismo para llegar a ser pontifice, sino que Aquel que le dijo (en el día de la Encarnación): «Tú eres mi Hijo; Te he engendrado hoy», le llamó para constituirle sacerdote del Altísimo» (Heb 5,5; +6, y 7,1).

De ahí, pues, que, por ser el Hijo único de Dios, Cristo podrá ofrecer el único sacrificio digno de Dios. Y nosotros oímos al Padre Eterno ratificar por un juramento esta condición y dignidad de pontífice: «El Señor lo juró, y no se arrepentirá de ello: Tú eres sacerdote por siempre, según el orden de Melquisedec» (Sal 109,4). ¿Por qué es Cristo sacerdote eterno? -Porque la unión de la divinidad y de la humanidad en la Encarnación, unión que le consagra pontífice, es indisoluble: «Cristo, dice San Pablo, posee un sacerdocio eterno porque El permanece siempre» (Heb 7,3).

Y ese sacerdocio es según «el orden», es decir, la semejanza «del de Melquisedec». San Pablo recuerda ese personaje misterioso del Antiguo Testamento, que representa, por su nombre y por su ofrenda de pan y vino, el sacerdocio y el sacrificio de Cristo. Melquisedec significa «Rey de justicia», y la Sagrada Escritura nos dice que era «Rey de Salem» (Gén 14,18; Heb 7,1), que quiere decir «Rey de paz». Jesucristo es Rey; El afirmó, en el momento de su Pasión, ante Pilato, su realeza: «Tú lo has dicho» (Jn 18,37). Es rey de justicia porque cumplirá toda justicia. Es rey de paz (Is 9,6) y vino para restablecerla en el mundo entre Dios y los hombres, y precisamente en su sacrificio fue donde la justicia, al fin satisfecha, y la paz, ya recobrada, pactaron, con un beso, su alianza (Sal 84,11).

Lo veis bien: Jesús, Hijo de Dios desde el momento de su Encarnación, es por esta razón el pontífice máximo y eterno y el mediador soberano entre los hombres y su Padre; Cristo es el pontífice por excelencia. Así, pues, su sacrificio posee, como su sacerdocio, un carácter de perfección única y de valor infinito.

2. Naturaleza del sacrificio; cómo los sacrificios antiguos no eran más que figuras; la inmolación del Calvario, única realidad; valor infinito de esta oblación

Jesucristo comienza el ejercicio de su sacerdocio desde la Encarnación. «Todo pontífice ha sido, en efecto, instituido para ofrecer dones y sacrificios» (Heb 5,1); por eso convenía, o mejor dicho, era necesario que Cristo, pontífice supremo, tuviera también alguna cosa que ofrecer. ¿Qué es lo que va a ofrecer? ¿Cuál es la materia de su sacrificio? Veamos y consideremos lo que se ofrecía antes de El.

El sacrificio pertenece a la esencia misma de la religión; es tan antiguo como ella.

Desde que hay criaturas, parece justo y equitativo que reconozcan la soberanía divina, en eso consiste uno de los elementos de la virtud de religión, que es, a su vez, una manifestación de la virtud de justicia. Dios es el ser subsistente por sí mismo y contiene en sí toda la razón de ser de su existencia, es el ser necesario, independiente de todo otro ser, mientras que la esencia de la criatura consiste en depender de Dios. Para que la criatura exista, salga de la nada y se conserve en la existencia, para que luego pueda desplegar su actividad, necesita el concurso de Dios. Para conformarse, pues, con la verdad de su naturaleza, la criatura debe confesar y reconocer esta dependencia; y esta confesión y reconocimiento es la adoración. Adorar es reconocer con humildad la soberanía de Dios: «Venid, adoremos al Señor y postrémonos ante El... Porque El nos ha formado y no nosotros a nosotros mismos» (Sal 94,6, y Sal 99,3).

A decir verdad, en presencia de Dios, nuestra humillación debería llegar al anonadamiento, lo cual constituiría el homenaje supremo, aunque ni siquiera este anonadamiento seria bastante para expresar convenientemente nuestra condición de simples criaturas y la trascendencia infinita del Ser divino. Mas como Dios nos ha dado la existencia, no tenemos derecho a destruirnos por la inmolación de nosotros mismos, por el sacrificio de nuestra vida. El hombre se hace sustituir por otras criaturas, principalmente por las que sirven al sostenimiento de su existencia, como el pan, el vino, los frutos, los animales (Secreta del Jueves después del Domingo de Pasión). Por la ofrenda, la inmolación o la destrucción de esas cosas, el hombre reconoce la infinita majestad del Ser supremo, y eso es el sacrificio. Después del pecado, el sacrificio, a sus otros caracteres, une el de ser expiatorio.

Los primeros hombres ofrecían frutos, e inmolaban lo mejor que tenían en sus rebaños, para testimonar así que Dios era dueño soberano de todas las cosas.

Más tarde, Dios mismo determinó las formas del sacrificio en la ley mosaica. Existían, en primer lugar, los holocaustos, sacrificios de adoración; la víctima era enteramente consumida; había los sacrificios pacíficos, de acción de gracias o de petición: una parte de la víctima era quemada, otra reservada a los sacerdotes, y la tercera se daba a aquellos por quienes se ofrecía el sacrificio. Se ofrecían finalmente -y éstos eran los más importantes de todos- sacrificios expiatorios por el pecado.

Todos estos sacrificios, dice San Pablo, no eran más que figuras (1Cor 10,11); «imperfectos y pobres rudimentos» (Gál 4,9); no agradaban a Dios sino en cuanto representaban el sacrificio futuro, el único que pudo ser digno de El: el sacrificio del Hombre-Dios sobre la Cruz. [Deus... legalium differentiam hostiarum unius sacrificii perfectione sanxisti. Secreta del 7º Domingo después de Pentecostés].

De todos los símbolos, el más expresivo era el sacrificio de expiación, ofrecido una vez al año por el gran sacerdote en nombre de todo el pueblo de Israel, y en el cual la víctima sustituía al pueblo (Lev 15,9 y 16). ¿Qué vemos, en efecto? -Una víctima presentada a Dios por el sumo sacerdote. Este, revestido de los ornamentos sacerdotales, impone primero las manos sobre la víctima, mientras la muchedumbre del pueblo permanece postrada en actitud de adoración. ¿Qué significaba este rito simbólico? -Que la víctima sustituía a los fieles; representábalos delante de Dios, cargada, por decirlo así, con todos los pecados del pueblo. [Dios mismo, en el Levítico, había declarado que era El el autor de esta sustitución. Lev 17, 11]. Luego la víctima es inmolada por el sumo sacerdote, y este golpe, esta inmolación hiere moralmente a la multitud, que reconoce y deplora sus crimenes delante de Dios, dueño soberano de la vida y de la muerte. Después, la víctima puesta sobre la pira, es quemada y sube ante el trono de Dios, in odorem suavitatis símbolo de la ofrenda que el pueblo debía hacer de sí mismo a Aquel que es, no sólo su primer principio, sino también su último fin. El sumo sacerdote, habiendo rociado los ángulos del altar con la sangre de la víctima, penetra en el santo de los santos para derramarla también delante del arca de la Alianza, y a continuación de este sacrificio, Dios renovaba el pacto de amistad que había concertado con su pueblo.

Todo esto, ya os lo he dicho, no era más que alegoría. ¿En qué consiste la realidad? -En la inmolación sangrienta de Cristo en el Calvario, Jesús, dice San Pablo, se ha ofrecido El mismo a Dios por nosotros como una oblación y un sacrificio de agradable olor (Ef 5,2). Cristo ha sido propuesto por Dios a los hombres como la víctima propiciatoria en virtud de su sangre, por medio de la fe (Rom 3,25).

Pero notad bien que Cristo Jesús consumó su sacrificio en la cruz. Lo inauguró desde su Encarnación, aceptando el ofrecerse a sí mismo por todos los hombres.- Ya sabéis que el más mínimo padecimiento de Cristo, considerado en sí mismo, hubiera bastado para salvar al género humano; siendo Dios, sus acciones tenían, a causa de la dignidad de la persona divina, un valor infinito. Pero el Padre Eterno ha querido, en su sabiduría incomprensible, que Cristo nos rescatase con una muerte sangrienta en la Cruz. Ahora bien, nos dice expresamente San Pablo que este decreto de la adorable voluntad de su Padre, Cristo lo aceptó desde su entrada en el mundo. Jesucristo, en el momento de la Encarnación, vio con una sola mirada todo cuanto había de padecer por la salvación del género humano, desde el pesebre hasta la cruz, y entonces se consagró a cumplir enteramente el decreto eterno, e hizo la ofrenda voluntaria de su propio cuerpo para ser inmolado. Oigamos a San Pablo: «Cristo, entrando en el mundo, dice a su Padre: No quisiste ni víctimas ni ofrendas, pero me adaptaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni sacrificios por el pecado. Entonces dije: Heme aquí... Vengo, oh Dios mío, a hacer tu voluntad» (Heb 10,5 y 8-9). Y habiendo comenzado así la obra de su sacerdocio por la perfecta aceptación de la voluntad de su Padre y la oblación de sí mismo, Jesucristo consumó el sacrificio sobre la Cruz con una muerte sangrienta. Inauguró su Pasión renovando la oblación total que había hecho de sí mismo en el momento de la Encarnación. «Padre, dijo al ver el cáliz de dolores que se le presentaba, no lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres»; y su última palabra antes de expirar será: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).

Considerad por algunos instantes este sacrificio y veréis que Jesucristo realizó el acto más sublime y rindió a Dios su Padre el homenaje más perfecto.- El pontífice es El, Dios-Hombre, Hijo muy amado. Es verdad que ofreció el sacrificio de su naturaleza humana, puesto que sólo el hombre puede morir; es verdad también que esta oblación fue limitada en su duración histórica; pero el pontífice que la ofrece es una persona divina, y esta dignidad confiere a la inmolación un valor infinito.- La víctima es santa, pura, inmaculada, pues es el mismo Jesucristo; El, cordero sin mancha, que con su propia sangre, derramada hasta la última gota como en los holocaustos, borra los pecados del mundo. Jesucristo ha sido inmolado en vez de nosotros; nos ha sustituido; cargado de todas nuestras iniquidades, se hizo víctima por nuestros pecados.·«Dios cargó sobre El las iniquidades de todos nosotros» (Is 53,6).- Jesucristo, en fin, ha aceptado y ofrecido este sacrificio con una libertad llena de amor: «No se le ha quitado la vida sino porque El ha querido» (Jn 5,18); y El lo ha querido únicamente «porque ama a su Padre». «Obro así para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31).

De esta inmolación de un Dios, inmolación voluntaria y amorosa, ha resultado la salvación del género humano: la muerte de Jesús nos rescata, nos reconcilia con Dios, restablece la alianza de donde se derivan para nosotros todos los bienes, nos abre las puertas del cielo, nos hace herederos de la vida eterna. Este sacrificio basta ya para todo; por eso, cuando Jesucristo muere, el velo del templo de Israel se rasga por medio, para mostrar que los sacrificios antiguos quedaban abolidos para siempre, y reemplazados por el único sacrificio digno de Dios. En adelante, no habrá salvación, no habrá santidad, sino participando del sacrificio de la Cruz, cuyos frutos son inagotables: «Por esta oblación única, dice San Pablo, Cristo ha procurado para siempre la perfección a los que han de ser santificados» (Heb 10,14).

3. Se reproduce y renueva por el sacrificio de la Misa

No os extrañéis que me haya extendido tratando del sacrificio del Calvario; esta inmolación se reproduce en el altar: el sacrificio de la Misa es el mismo que el de la Cruz. No puede haber, en efecto, otro sacrificio, sino el del Calvario; esta oblación es única, dice San Pablo; es suficientísima, pero Nuestro Señor ha querido que se continúe en la tierra para que sus méritos sean aplicados a todas las almas.

¿Cómo ha provisto Jesús a la realización de este su deseo, puesto que ya subió a los cielos? Es verdad que sigue siendo eternamente el Pontífice por excelencia; pero, por el sacramento del Orden, ha escogido a ciertos hombres, a quienes hace participantes de su sacerdocio. Cuando el obispo extiende, en la ordenación, las manos para consagrar a los sacerdotes, la voz de los ángeles repite sobre cada uno: «Tú eres sacerdote para siempre; el carácter sacerdotal que recibes, nunca te será quitado; ese carácter lo recibes de manos de Jesucristo, y su Espíritu es quien toma posesión de ti para convertirte en ministro de Jesucristo». Jesús va a renovar su sacrificio por medio de los hombres.

Veamos lo que se verifica en el altar. ¿Qué es lo que vemos? -Después de algunas oraciones preparatorias y algunas lecturas, el sacerdote ofrece el pan y el vino: es la «ofrenda» u «ofertorio»; esos elementos serán muy pronto transformados en el cuerpo y en la sangre de Nuestro Señor. El sacerdote invita luego a los fieles y a los espíritus celestiales a rodear el altar, que va a convertirse en un nuevo Calvario, a acompañar con alabanzas y homenajes la acción santa. Después de lo cual, entra silenciosamente en comunicación más íntima con Dios, llega el momento de la consagración: extiende las manos sobre las ofrendas como el sumo sacerdote lo hacía en otro tiempo sobre la víctima que iba a inmolar, recuerda todos los gestos y todas las palabras de Jesucristo en la última cena, en el momento de instituir este sacrificio: «En el dia antes de padecer»; después, identificándose con Jesucristo, pronuncia las palabras rituales: «Este es mi cuerpo», «Esta es mi sangre»... Estas palabras verifican el cambio del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Jesucristo. Por su voluntad expresa y su institución formal, Jesucristo se hace presente, real y sustancialmente, con su divinidad y su humanidad, bajo las especies, que permanecen y le ocultan a nuestra vista.

Pero, como sabéis, la eficacia de esta fórmula es más extensa: por estas palabras, se realiza el sacrificio. En virtud de las palabras: «Este es mi cuerpo», Jesucristo, por mediación del sacerdote, pone su carne bajo las especies del pan; por las palabras: «Esta es mi sangre», pone su sangre bajo las especies del vino. Separa de ese modo, místicamente, su carne y su sangre, que, en la Cruz, fueron físicamente separadas; separación que le produjo la muerte. Después de su resurrección, Jesucristo no puede ya morir, «la muerte no hará presa en El ya nunca más» (Rom 6,9); la separación del cuerpo y de la sangre, que se verifica en el altar, es mística. «El mismo Cristo que fue inmolado sobre la Cruz es inmolado en, el altar, aunque de un modo diferente»; y esta inmolación, acompañada de la ofrenda, constituye un verdadero sacrificio. [In hoc divino sacrificio quod in Missa peragitur, idem ille Christus continetur et immolatur, qui in ara crucis seipsum cruentum obtulit. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2].

La comunión consuma el sacrificio; es el último acto importante de la Misa.- El rito de la manducación de la víctima acaba de expresar la idea de sustitución, y sobre todo, de alianza, que se encuentra en todo sacrificio. Uniéndose tan íntimamente a la víctima que le ha sustituido, el hombre se inmola a su vez, si así puede decirse; siendo la hostia una cosa santa y sagrada, al comerla, uno se apropia, en cierto modo, la virtud divina que resulta de su consagración.

En la Misa, la víctima es el mismo Jesucristo, Dios y Hombre; por eso la comunión es por excelencia el acto de unión a la divinidad; es la mejor y más íntima participación en los frutos de alianza y de vida divina que nos ha procurado la inmolación de Cristo.

Así, pues, la Misa no es sólo una simple representación del sacrificio de la Cruz; no tiene únicamente el valor de un simple recuerdo, sino que es un verdadero sacrificio, el mismo del Calvario, el cual reproduce y prolonga, y cuyos frutos aplica.

4. Frutos inagotables del sacrificio del altar; homenaje de perfecta adoración, sacrificio de propiciación plenaria; única acción de gracias digna de Dios; sacrificio de poderosa impetración

Los frutos de la Misa son inagotables, porque son los frutos mismos del sacrificio de la Cruz. El mismo Jesucristo es quien se ofrece por nosotros a su Padre. Es verdad que después de la Resurrección no puede ya merecer; pero ofrece los méritos infinitos adquiridos en la Pasión; y los méritos y las satisfacciones de Jesucristo conservan siempre su valor, al modo como El mismo eonserva siempre, juntamente con el earácter de pontífice supremo y de mediador universal, la realidad divina de su sacerdocio. Ahora bien, después de los sacramentos, en la Misa es donde, según el Santo Concilio de Trento, tales méritos nos son particularmente aplicados con mayor plenitud. [Oblationis cruentæ fructus per hanc incruentam uberrime percipiuntur. Sess. XXII, cap.2]. Y por eso, todo sacerdote ofrece cada Misa no sólo por sí mismo, sino «por todos los que a ella asisten, por todos los fieles, vivos y difuntos» [Suscipe, sancte Pater omnipotens... hanc immaculatam hostiam... pro omnibus circumstantibus, sed et pro omnibus fidelibus christianis vivis atque defunctis: ut mihi et illis proficiat ad salutem in vitam æternam]. ¡Tan extensos e inmensos son los frutos de este sacrificio, tan sublime es la gloria que procura a Dios!

Así, pues, cuando sintamos el deseo de reeonocer la infinita grandeza de Dios y de ofrecerle, a pesar de nuestra indigencia de criaturas, un homenaje que sea, con seguridad aceptado, ofrezcamos el santo sacrificio, o asistamos a él, y presentemos a Dios la divina víctima el Padre Eterno recibe de ella, como en el Calvario, un homenaje de valor infinito, un homenaje perfectamente digno de sus inefables perfecciones.

Por Jesucristo, Dios y Hombre, inmolado en el altar, se da al Padre todo honor y toda gloria. [Per ipsum et cum ipso et in ipso et tibi Deo Patri omnipotenti... omnis honor et gloria per omnia sæcula sæculorum. Ordinario de la Misa]. No hay, en la religión, acción que calme tanto al alma convencida de su nada, y ávida, no obstante esto, de rendir a Dios homenajes dignos de la grandeza divina. Todos los homenajes reunidos de la creación y del mundo de los escogidos no dan al Padre Eterno tanta gloria como la que recibe de la ofrenda de su Hijo. Para llegar a comprender el valor de la Misa, es necesaria la fe, esa fe que es a modo de participación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de las cosas divinas. A la luz de la fe, podemos considerar el altar, tal como lo considera el Padre celestial. ¿Qué es lo que ve el Eterno Padre sobre el altar en que se ofreee el santo sacrificio? Ve «al Hijo de su amor» [Filius dilectionis suæ. Sess XXII, cap.2], al Hijo de sus complacencias, presente, con toda verdad y realidad, y renovando el sacrificio de la Cruz. El precio y valor de las cosas lo tasa Dios en proporción de la gloria que éstas le tributan; pues bien, en este sacrificio, como en el Calvario, recibe una gloria infinita por mediación de su amado Hijo; de suerte que no pueden ofrecerse a Dios homenajes más perfectos que éste, que los contiene y excede a todos.

El santo sacrificio es también fuente de confianza y de perdón.

Cuando nos abate el recuerdo de nuestras faltas y procuramos reparar nuestras ofensas y satisfacer más ampliamente a la justicia divina, para que nos absuelva de las penas del pecado, no hallamos medio más eficaz ni más consolador que la Misa. Oíd lo que a este propósito dice el Concilio de Trento: «Mediante esta oblación de la Misa Dios, aplacado, otorga la gracia y el don de la penitencia perdona los crímenes y los pecados, aun los más horrendos». [Si así podemos expresarnos, la Eucaristía como Sacramento procura (o, si se quiere, tiene por fin primario) la gracia in recto (directa o formalmente), y la gloria de Dios in obliquo (indirectamente), en tanto que el santo sacrificio procura in recto la gloria de Dios, e in obliquo la gracia de la penitencia y de la contrición por los sentimientos de compunción que excita en el alma]. ¿Quiere esto decir que la Misa perdona directamente los pecados? -No, ése es privilegio reservado únicamente al sacramento de la Penitencia y a la perfecta contrición; pero la Misa contiene abundantes y eficaces gracias, que iluminan al pecador y le mueven a hacer actos de arrepentimiento y de contrición, que le llevarán a la penitencia y por ella le devolverán la amistad con Dios (Conc. Trid. XXII, c. 1). Si esto puede decirse con verdad del pecador a quien aun no ha absuelto la mano del sacerdote, con sobrada razón podrá decirse de las almas justificadas, que anhelan una satisfacción tan completa como sea posible de sus faltas y que llegue a colmar el deseo que tienen de repararlas. ¿Por qué así? -Porque la Misa no es solamente un sacrificio laudatorio o un mero recuerdo del de la Cruz es verdadero sacrificio de propiciación, instituido por Jesucristo opara aplicarnos cada día la virtud redentora de la inmolación de la Cruz» (Secreta del Domingo IX después de Pentecostés). De ahí que veamos al sacerdote, aun cuando ya disfruta de la gracia y amistad de Dios, ofrecer este sacrificio «por sus pecados, sus ofensas y sus negligencias sin número». La divina víctima aplaca a Dios y nos le vuelve propicio. Por tanto, cuando la memoria de nuestras faltas nos acongoja, ofrezcamos este sacrificio: en él se inmola por nosotros Jesucristo: «Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» y que «renueva, cuantas veces se sacrifica, la obra de nuestra redención» (Sal 83,10). ¡Qué confianza, pues, no debemos tener en este sacrificio expiatorio! Por grandes que sean nuestras ofensas y nuestra ingratitud, una sola Misa da más gloria a Dios que deshonra le han inferido, digámoslo así, todas nuestras injurias. «¡Oh Padre Eterno, dignaos echar una mirada sobre este altar, sobre vuestro Hijo, que me ama y se entregó por mí en la cima del Calvario, y que ahora os presenta en favor mío sus satisfacciones de valor infinito: "mirad al rostro de vuestro Hijo" (+Rom 5, 8-9), y dad al olvido las faltas que yo cometí contra vuestra soberana bondad! Os ofrezco esta oblación, en la que encontráis vuestras complacencias, como reparación de todas las injurias inflingidas a vuestra divina majestad». Semejante oración indudablemente será atendida por Dios, por cuanto se apoya en los méritos de su Hijo, que por su Pasión todo lo ha expiado.

Otras veces lo que nos embarga es la memoria de las misericordias del Señor: el beneficio de la fe cristiana que nos ha abierto el camino de la salvación y hecho participantes de todos los misterios de Cristo, en espera de la herencia de la eterna bienaventuranza; una infinidad de gracias que desde el Bautismo se van escalonando en el camino de toda nuestra vida. Al echar una mirada retrospectiva, el alma siéntese como abrumada a la vista de las gracias innumerables de que Dios, a manos llenas, la ha colmado; y entonces, fuera de sí por verse objeto de la divina complacencia, exclama: «Señor, ¿qué podré daros yo, miserable criatura, a cambio de tantos beneficios? ¿Qué os daré que no sea indigno de Vos?» Aunque Vos «no tengáis necesidad de mis bienes» (Sal 15,2), sin embargo, es justo que os muestre gratitud por vuestra infinita liberalidad para conmigo; siento esta necesidad en lo íntimo de mi ser «¿cómo, pues, satisfacerla, Señor y Dios mío, de una manera digna a la vez de vuestra grandeza y de vuestros beneficios?» (ib. 115,12). «¿Con qué corresponderé al Señor por todos los beneficios que de El he recibido?» Tal es la exclamación del sacerdote después de la sunción de la Hostia. Y, ¿cual es la respuesta que en sus labios pone la Iglesia? «Tomaré el cáliz de la salud»... La Misa es la acción de gracias por excelencia, la más perfecta y la más grata que podemos ofrecer a Dios. Leemos en el Evangelio que, antes de instituir este sacrificio, Nuestro Señor «dio gracias» a su Padre: eujaristesas. San Pablo usa de la misma expresión, y la Iglesia ha conservado este vocablo con preferencia a cualquier otro, sin querer con esto excluir los otros caracteres de la Misa, para significar la oblación del altar: sacrificio eucarístico, esto es, sacrificio de acción de gracias. Ved cómo, en todas las misas, después del ofertorio y antes de proceder a la consagración, el sacerdote, a ejemplo de Jesucristo, entona un cántico de acción de gracias: «Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable, Señor santo Dios omnipotente, el tributaros siempre y en todo lugar acciones de gracias... Por Jesucristo Señor nuestro» (Prefacio de la Misa). Tras esto, inmola la Víctima Sacrosanta: Ella es quien rinde las debidas gracias por nosotros y quien agradece en su justo valor, pues Jesús es Dios, los beneficios todos que desde el cielo, y del seno del Padre de las luces descienden sobre nosotros (Sant 1,17). Por mediación de Jesucristo, nos han sido otorgados, y por El asimismo, toda la gratitud del alma se remonta hasta el trono divino. Finalmente, la Misa es sacrificio de impetración.

Nuestra indigencia no tiene límites: necesidad tenemos incesantemente de luz, de fortaleza y de consuelo: pues en la Misa es donde hallaremos todos estos auxilios.- Porque, en efecto, en este sacramento está realmente Aquel que dijo: «Yo soy la luz del mundo; Yo soy el camino; Yo soy la verdad, Yo soy la vida. Venid a Mí todos los que andáis trabajados, que Yo os aliviaré. Si alguien viniere a Mí, no lo rechazaré» (Jn 7,37). Es el mismo Jesús, que «pasó por doquier haciendo bien» (Hch 10,38); que perdonó a la Samaritana, a Magdalena y al Buen Ladrón, pendiente ya en la Cruz; que libraba a los posesos, sanaba a los enfermos, restituia la vista a los ciegos y el movimiento a los paralíticos; el mismo Jesús que permitió a San Juan reclinar su cabeza sobre su sagrado corazón. Con todo, es de advertir, que en el altar se halla de modo y a título especial, a saber, como víctima sacrosanta que se está ofreciendo a su Padre por nosotros; inmolado y, con todo, vivo y rogando por nosotros. «Siempre vivo para interceder por nosotros» (Heb 7,25). Ofrenda también sus infinitas satisfacciones a fin de obtenernos las gracias que nos son necesarias para conservar la vida espiritual en nuestras almas; apoya nuestras peticiones y nuestras súplicas con sus valiosos méritos; así que nunca estaremos más ciertos que en este momento propicio de alcanzar las gracias que necesitamos. San Pablo, al hablar precisamente del «Pontífice soberano que penetró por nosotros en los cielos y que está lleno de piedad para con aquellos a quienes se digna llamar hermanos suyosn, dice refiriéndose al altar donde Cristo se inmola que es uel trono de la gracia, al que debemos acercarnos con plena confianza, a fin de alcanzar la gracia y ser socorridos en la hora oportuna» (Heb 4,16).

Notad estas palabras de San Pablo: Cum fiducia: «confianza», es la condición imprescindible para ser atendido. Hemos, pues, de ofrecer el santo sacrificio, o asistir a él con fe y confianza. No obra en nosotros este sacrificio a la manera de los sacramentos, ex opere operato; sus frutos son inagotabies, pero, en general, son proporcionados a nuestras disposiciones interiores. Cada Misa contiene un infinito potencial de perfección y santidad; pero según sea nuestra fe y nuestro amor, así serán las gracias que en ella obtengamos. Habréis reparado en que cuando el celebrante hace memoria, antes de la consagración, de aquellos que quiere recomendar a Dios, termina mencionando «a todos los asistentes», pero con la particularidad de que indica las disposiciones propias de cada uno. «Acordaos, Señor... de todos los fieles aquí presentes, cuya fe y devoción os son conocidas» [Et omnium circumstantium quorum tibi fides cognita est et nota devotio. Canon de la Misa]. Estas palabras nos dicen que las gracias que fluyen de la Misa nos son otorgadas en la medida de la intensidad de nuestra fe y de la sinceridad de nuestra devoción. Tocante a la fe, ya os he dicho lo que es; mas esa nota devotio, ¿qué puede ser? -No es otra cosa que la entrega pronta y completa de todo nuestro ser a Dios, a su voluntad y a su servicio; Dios, que es el único que escudriña el fondo de nuestros corazones, ve si nuestro deseo y nuestra voluntad de serle fieles y de ser todo para El son sinceros. Caso de que así sea, formaremos parte de aquellos «cuya fe y devoción os son conocidas», por quienes el sacerdote ora especialmente y que harán abundante acopio en el tesoro inagotable de los méritos de Jesucristo, que, a través de la santa Misa, se pone de nuevo a su disposición.

Si, pues, tenemos la convicción profunda de que todo nos viene del Padre celestial por mediación de Jesucristo; que Dios ha depositado en El todos los tesoros de santidad a que los hombres pueden aspirar; que este mismo Jesús está sobre el altar, con todos estos tesoros, no sólo presente, sino también ofreciéndose por nosotros a la gloria de su Padre, tributándole de este modo el homenaje en que más se complace y perpetuando la renovación del sacrificio de ]a Cruz, a fin de que así podamos aprovecharnos de su soberana eficacia; si tenemos, repito, esta convicción profunda, estad ciertos de que podremos solicitar y conseguir cualquier género de gracia. Porque, en estos solemnes momentos, es lo mismo que si nos halláramos en compañía de la Santísima Virgen, de San Juan y de la Magdalena, al pie de la Cruz, y junto a la fuente misma de donde mana toda salud y toda redención. ¡Ah, si conociésemos el don de Dios!... ¡Si supiéramos de qué tesoros disponemos, tesoros que podríamos utilizar en favor nuestro y de la Iglesia universal!...

5. Intima participación en la oblación del altar por nuestra unión con Cristo, Pontífice y víctima

Sin embargo, no debemos detenernos aquí, si ansiamos investigar cumplidamente las intenciones que tuvo Jesucristo al instituir el santo sacrificio, las mismas que expresa la Iglesia, Esposa suya, en las ceremonias y palabras que acompañan a la oblación. Valiéndonos de este divino sacrificio, podemos, ya os lo he dicho, ofrecer a Dios un acto de adoración perfecto, solicitar la remisión completa de nuestras faltas, tributarle dignas acciones de gracias, y obtener la luz y fortaleza que necesitamos. Pero, con todo, estas disposiciones del alma, por excelentes que sean, es posible que no pasen de actos y disposiciones de un mero espectador que asiste con devoción, mas sin tomar parte activa en la acción santa.

Hay una participación más íntima y debemos esforzarnos por lograrla. ¿Qué participación es ésta? -No otra que la de identificarnos, lo más completamente que sea posible, con Jesucristo en su doble calidad de pontífice y de víctima a fin de transformarnos en El. ¿Es esto hacedero? -Ya os dije que en el instante mismo de la Encarnación, Jesucristo quedó consagrado pontífice, y que sólo en cuanto hombre pudo ofrecerse a Dios en holocausto. Así, pues, en su Encarnación. el Verbo asoció a sus misterios y a su Persona, por mística unión, a la humanidad entera; es ésta una verdad de la que os he hablado largamente y que deseo tengáis siempre presente. Toda la humanidad está llamada a constituir un cuerpo místico cuya cabeza es Cristo, una sociedad de la que El es Jefe y cuyos miembros somos nosotros. Por ley natural, los miembros no pueden separarse de la cabeza ni ser ajenos a su acción. La acción por excelencia de Jesucristo, que resume toda su vida y le confiere todo su valor, es su sacrificio. Al modo que asumió en sí nuestra naturaleza humana, excepto el pecado, de igual manera quiere hacernos participar del misterio capital de su vida. Sin duda que no estábamos corporalmente en el Calvario cuando El se inmoló por nosotros, ocupando el lugar que debiéramos ocupar nosotros, mas quiso -son palabras del Concilio de Trento- que su sacrificio se perpetuase, con su inagotable virtud, por la acción de su Iglesia y de sus ministros [Seipsum ab Ecclesia, per sacerdotes sub signis sensibilibus immolandum. Sess XXII, cap.1].

Verdad es que sólo los presbíteros que son admitidos, por el sacramento del Orden, a participar del sacerdocio de Cristo, tienen el derecho de ofrecer oficialmente el cuerpo y la sangre de Jesucristo.- Sin embargo, todos los fieles pueden, claro está que a título inferior, pero verdadero, ofrecer la sagrada hostia. Por el Bautismo, participamos en algún modo del sacerdocio de Cristo, por lo mismo que participamos de la vida divina de Jesucristo, con sus cualidades y diferentes estados. El es Rey, reyes somos con El; es Sacerdote, sacerdotes somos con El. Oíd lo que a este propósito dice San Pedro a los recién bautizados: «Sois un pueblo escogido, una familia regia y sacerdotal, una nación santa, un pueblo que Dios ha adquirido» (1Pe 2,9) [+Ap 1,5-6. «A Aquel que nos amó, que nos purificó de nuestros pecados con su sangre y que nos hizo reyes y sacerdotes de Dios, su Padre, a El sea la gloria y poderío»]. Así, pues, los fieles pueden ofrecer, en unión con el sacerdote, la hostia sacrosanta.

Las oraciones con que la Iglesia acompaña este divino sacrificio nos dan a conocer con evidencia que los asistentes tienen también su parte en la oblación.- Así, ¿cuáles son las palabras que el sacerdote profiere, terminado el ofertorio, al volverse por última vez hacia el pueblo, antes del canto del Prefacio? «Orad, hermanos, para que mi sacrificio, también vuestro, sea aceptado por Dios Padre omnipotente» [Orate, fratres, ut meum ac vestrum sacrificium acceptabile fiat apud Deum Patrem omnipotentem]. De igual manera, en la oración que antecede a la consagración, el celebrante pide a Dios que tenga a bien acordarse de los fieles presentes, de «aquellos, dice, por quienes te ofrecemos este sacrificio, o que ellos mismos te lo ofrecen por sí y por sus allegados» [Memento, Domine, famulorum tuorum... pro quibus tibi offerimus vel qui tibi offerunt hoc sacrificum laudis, pro se suisque omnibus]. Y al punto, extendiendo las manos sobre la oblata, ruega a Dios se digne aceptarla «como sacrificio de toda la familia espiritual» congregada en torno del altar [Hanc igitur oblationem servitutis nostræ sed et cunctæ familiæ tuæ quæsumus, Domine, ut placatus accipias]. Bien se echa de ver, por lo dicho, que los fieles, en unión con el sacerdote, y, por él, con Jesucristo, ofrecen este sacrificio. Cristo es el Pontífice supremo y principal, el sacerdote es el ministro por El elegido, y los fieles, en su grado, participan de este divino sacerdocio y de todos los actos de Jesucristo.

«Asistamos, pues, con atención; sigamos al sacerdote, que actúa en nombre nuestro y por nosotros habla, acordémonos de la antigua costumbre de ofrecer cada uno el pan y el vino para suministrar la materia de este celestial sacrificio. Si la ceremonia ha cambiado, el espíritu, esto no obstante, es el mismo; todos ofrecemos con el sacerdote; nos solidarizamos con todo lo que él hace, con todo lo que él dice... Ofrezcamos, sí, pero ofrezcamos con él, ofrezcamos a Jesucristo, y ofrezcámonos a nosotros mismos con toda la Iglesia católica, diseminada por todo el orbe» (Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio).

No es el único punto de semejanza que tenemos con Jesucristo el que acabamos de enunciar. Cristo es pontífice, pero también es víctima, y es deseo de su divino corazón el que compartamos con El esta cualidad. Precisamente esta disposición de víctimas es lo que principalmente nos capacita para llegar a la santidad.

Detengamos por un momento nuestra consideración en la materia del sacrificio, a saber, en el pan y en el vino que han de ser transmutados en el cuerpo y la sangre del Señor. Los Padres de la Iglesia han insistido sobre el significado simbólico de ambos elementos. El pan está formado por granos de trigo molidos y unidos para formar una sola masa; el vino, por las uvas reunidas y prensadas para fabricar un solo líquido: ved ahí la imagen de la unión de los fieles con Cristo y de los fieles todos entre sí.

En el rito griego, esta unión de los fieles con Jesucristo en su sacrificio, se patentiza con toda la viveza de las figuras orientales. Al comienzo de la Misa el celebrante, con una lanceta de oro, divide el pan en diferentes fragmentos y asigna a cada uno de éstos, con una oración especial, la misión de representar a las personas o a las distintas categorías de personas en cuyo honor, o en cuyo beneficio, se ofrecerá el sacrificio augusto. La primera porción representa a Jesucristo; la segunda a la Santísima Virgen como corredentora; otras a los Apóstoles, Mártires, Vírgenes, al Santo del día y a toda la corte de la Iglesia triunfante. Siguen los fragmentos reservados a la Iglesia purgante y a la Iglesia militante; al Soberano Pontífice, a los Obispos y a los fieles asistentes. Acabada esta ceremonia, el sacerdote deposita todas las porciones sobre la patena y las ofrece a Dios, ya que todas serán luego transformadas en el cuerpo de Jesucristo. Esta ceremonia simboliza lo íntima que debe ser nuestra unión con Cristo en este sacrificio. Si la liturgia latina es más sobria en este particular, no es menos expresiva. Así, conserva una ceremonia de origen muy antiguo, que el celebrante no puede omitir so pena de falta grave, y que muestra a las claras que debemos ser inseparables de Jesucristo en su inmolación. Me refiero a lo que hace, al tiempo del ofertorio, mezclando un poco de agua con el vino que puso en el cáliz. ¿Cuál es el significado de esta ceremonia? La oración de que va acompañada nos proporciona la clave para comprender su significado: «Oh Dios, que formaste al hombre en un estado tan noble y, por la obra de la Encarnación, lo restableciste de un modo aun más admirable, haz, te suplicamos, que por el misterio de esta agua y de este vino seamos participantes de la divinidad de Aquel que se dignó formar parte de nuestra humanidad, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro que, siendo Dios, vive y reina contigo en unidad con el Espíritu Santo, por todos los siglos». Al punto, el celebrante ofrece el cáliz para que Dios lo reciba in odorem suavitatis: «como suave aroma». Así, pues, el misterio que simboliza esta mezcla del agua con el vino es, en primer lugar, la unión verificada, en la persona de Cristo, de la divinidad con la humanidad; misterio del que resulta otro que señala también esta oración, a saber, nuestra unión con Cristo en su sacrificio. El vino representa a Cristo, y el agua figura al pueblo, como ya lo decía San Juan en el Apocalipsis, y confirmó el Concilio de Trento [Aquæ populi sunt. (Ap 17,15). Hac mixtione, ipsius populi fidelis cum capite Christo unio repræ-sentatur. Sess XXII, c. 7].

Debemos, pues, asociarnos a Jesucristo en su inmolación y ofrecernos con El, para que nos tome consigo, e inmolándonos, en unión suya, nos presente a su Padre, en olor agradable; la ofrenda que, unida con la de Jesucristo, hemos de donar, no es otra que la de nosotros mismos. Si los fieles participan, por el Bautismo, del sacerdocio de Cristo, es, dice San Pedro, «para ofrecer sacrificios espirituales que sean agradables a Dios por Jesucristo» (1Pe 2,15). Tan cierto es esto, que repetidas veces en la oración que sigue a la ofrenda dirigida a Dios, antes del solemne momento de la consagración, la Iglesia atestigua esta unión de nuestro sacrificio con el de su divino Esposo. «Dígnate, Señor -son sus palabras-, santificar estos dones, y aceptando el ofrecimiento que te hacemos de esta hostia espiritual, haz de nosotros una oblación eterna para gloria tuya por Jesucristo Nuestro Señor» [Propitius, Domine, quæsumus, hæc dona sanctifica, et hostiæ spiritualis oblatione suscepta, nosmetipsos tibi perfice munus æternum. Misa del lunes de Pentecostés. Esta oración (secreta) está también en la Misa de la fiesta de la Santísima Trinidad].

Mas, para que así seamos aceptos a los ojos de Dios, preciso es que nuestra oblación vaya unida a la que Jesucristo hizo de su persona sobre la Cruz y que renueva sobre el altar; porque Nuestro Señor, al inmolarse, ocupó nuestro lugar, nos reemplazó; y por esta razón, el mismo golpe mortal que lo hizo sucumbir, nos dio místiea muerte a nosotros. «Si murió uno por todos, luego todos murieron» (2Cor 5,14). Por lo que a nosotros toea, sólo moriremos con El si nos asociamos a su sacrificio en el altar. ¿Y cómo nos uniremos a Jesucristo en esta condición suya de víctima? Muy sencillo: imitándolo en ese total rendimiento al beneplácito, divino.

Dios debe disponer con entera libertad de la víctima que se le inmola; y por lo mismo, nuestra disposición de ánimo debe ser la de abandonar todas las cosas en las manos de Dios, debemos realizar aetos de renunciamiento y mortificación, y aceptar los padecimientos, las pruebas y las cruces cotidianas por amor de El, de tal suerte que podamos decir, como dijo Jesucristo momentos antes de su Pasión: «Obro de este modo para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31). Esto será ofrecerse verdaderamente eon Jesueristo. Así, pues, cuando ofrecemos al Eterno Padre su divino Hijo y realizamos al mismo tiempo la oblación de nosotros mismos con la de la «sagrada hostia» en disposiciones semejantes a las que animaban al deífico Corazón de Jesús sobre el ara de la Cruz, como son: amor intenso a su Padre y a nuestros prójimos, ardiente deseo de la salvación de las almas, total abandono a la voluntad y decisiones del Todopoderoso, en particular si son penosas y contrarían a nuestra naturaleza; en tal caso, podemos estar seguros de que tributamos a Dios el homenaje más grato que está a nuestro aleanee rendirle.

Disponemos eon este saerificio del medio más poderoso para transformarnos en Jesucristo, particularmente si nos unimos a El por la Comunión, que es el modo más eficaz de participar en el sacrificio del altar. Porque Jesucristo, al vernos incorporados a su Persona, nos inmola consigo y nos hace agradables a los ojos de su Padre, y de este modo, por la virtud de su gracia, nos hace cada día más semejantes a El.

Es lo que quiere dar a entender esta oración misteriosa que el celebrante recita después de la consagración: «Te suplicamos, Dios omnipotente, ordenes que estas nuestras ofrendas sean presentadas por mano de tu santo Mensajero, sobre el altar de la gloria, ante el acatamiento de tu divina Majestad, para que todos cuantos participamos de este sacrificio por la recepción del sacratísimo cuerpo y sangre de tu Hijo, seamos colmados de toda suerte de bendiciones y de gracias».

Por tanto, excelente manera de asistir al santo sacrificio será la de seguir con los ojos, con la mente y con el corazón, todo lo que se hace en el altar, asociándose a las oraciones que en momento tan solemne pone la Santa Iglesia en boca de sus ministros. Si así nos asociamos, por una profunda reverencia, una fe viva, un amor vehemente y un sincero arrepentimiento de nuestras culpas, a Jesucristo, que hace de Pontífice y de víctima en este sacrificio, El, que mora en nosotros, hace suyas todas nuestras aspiraciones, y ofrece en lugar y en favor nuestro a su divino Padre una adoración perfecta y una cumplida satisfacción. Tribútale también dignos hacimientos de gracias, y las peticiones que formula siempre son atendidas. Todos estos actos del Pontífice eterno, cuando sobre el ara reitera la inmolación del Gólgota, vienen a ser propios nuestros. [Docet sancta synodus per istud sacrificium fieri ut si cum vero corde et recta fide, cum metu et reverentia, contriti ac pænitentes, ad Deum accedamus, misericordiam consequamur et gratiam inveniamus in auxilio opportuno. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2]

Y en tanto que rendimos a Dios, por intervención de Jesucristo, todo honor y toda gloria [Omnis honor et gloria, Canon de la Misa], un copioso raudal de luz y de vida desciende a nuestra alma e inunda a la Iglesia entera [Fructus uberrime percipiuntur. Conc. Trid., Sess. XXII, cap.2], porque, en efecto, cada Misa contiene en sí todos los merecimientos del sacrificio de la Cruz.

Mas para entrar en posesión de elloj es preciso que nuestra alma se encuentre penetrada de aquellas disposiciones que animaron a la de Cristo al realizar su inmolación cruenta. Si compartimos así los sentimientos del corazón de Jesús (Fil 2,5), el eterno Pontifice nos introducirá consigo hasta el Santo de los Santos, ante el trono de la divina Majestad, al borde mismo de la fuente de donde brota toda gracia, toda vida y toda bienaventuranza.

¡Si conocieseis el don de Dios!...

 

 

 

 

 

La Santa Misa – Dios con nosotros.

 Por el P. Mateo Crawey. Jesús Rey de Amor.

 

Según la doctrina corriente de la Iglesia,  ¿Qué es en realidad la Santa Misa? El Santo Sacrificio de la Misa es la adoración de Cristo, el Dios – Hombre que alaba y glorifica al Padre, y a la Trinidad, en el ara del altar, como en el Calvario, como lo glorificó en el cielo el antes de que en mundo fuera (Jn 18.5) El Hijo de Dios, encarnado y sacramentado, pontífice y hostia en el altar adora a Dios su Padre. ¡Su adoración es divina!

¿Qué es en sustancia el drama Eucarístico del Altar? El Santo Sacrificio de La Misa es la expiación adecuada, que Cristo, el Dios-Hombre, ofrece en el altar a su Padre ofendido, ultrajado por la rebeldía del pecado… Sí, el, la victima sin tacha, santísima ofrece cada mañana, de la aurora al ocaso su sangre en holocausto de propiciación perfecta por el crimen del pecado y para salvar así al pecador. ¡ su expiación es divina!

Doctrinalmente hablando, pregunta: ¿Cómo definiríamos la Misa? El Santo Sacrificio de la Misa es la Eucaristía, la acción de gracias de valor infinito, que cristo, el dio-Hombre ofrece al Padre  en nombre de los hijos ingratos y colmados por tantos beneficios. Sin esta acción de gracias nuestra pérfida y negra ingratitud atraería el rayo. ¡Ah tenemos tanto que agradecer!: el bautismo de agua, el de sangre en el Calvario, el de fuego en el cenáculo en Pentecostés… nuestra filiación de hijos adoptivos del Padre y el océano de gracias de los sacramentos y el arca salvadora de la Iglesia… Y en ella el don del pontificado Romano… y la maternidad de María, su mediación universal… y, sobre todo, el don de dones: La Eucaristía-Sacrificio y la Eucaristía-Sacramento hasta la consumación de los siglos. “ usque  in finem dilexit nos.” (Juan XII, 1) ¡Su acción de gracias es divina!

¿En qué consiste el tan celebrado prodigio de gracia de nuestros altares? El Santo sacrificio de la Misa es la impetración de Cristo, el Dios –Hombre que, conociendo nuestras necesidades e indigencias impetra, con tanta sabiduría como misericordia una lluvia de bendiciones y de gracias que el, y solo el nos puede obtener. “Porque dice Jesús: El Padre siempre me atiende.” (Juan XI. 1)

El es nuestro abogado que interpela y calma incesantemente ante  al Padre por nosotros… mejor que Moisés, Jesús-Hostia levanta noche y día sus manos suplicantes desgarradas a favor nuestro… Y, por esto, los favores con que nos colma el Padre superan de lejos al numero de nuestras ofensas. ¡Su misericordia es divina!

Para corroborar de la manera mas autorizada y elocuente tan conmovedoras reflexiones, reproducimos aquí textualmente la definición del Santo Sacrificio dada por Su Santidad Pío XII en su encíclica Mediador Dei. Dice el papa: “El Sacrificio Eucarístico consiste esencialmente en la inmolación incruenta –de la Víctima divina, inmolación místicamente manifestada por la separación de las santas especies, y la oblación de estas al Padre Eterno.”

“La Sagrada Comunión: asegura la integridad (del Sacrificio) y nos permite participar en el sacramentalmente. Pero si la comunión del ministro sacrificador es absolutamente necesaria, ésta no es sino apremiante consejo para los fieles.”

Tanta belleza requiere una breve y lucida explicación, pero caldeada en llamas de caridad.

Rompamos, pues, este pan de doctrina en migajas, en partículas consagradas… !Que no caigan y se pierdan; tomadlas con amor y comed!

La voz de Cristo, Pontífice y Mediador que adora, que espía, que agradece y que impetra en el Altar, es la voz de la Iglesia Católica. En efecto, la Santa Misa, en cuanto Sacrificio, es el homenaje oficial de adoración, es el culto social y publico de la humanidad rescatada, y que alaba y glorifica al Dios trino y uno por las llagas de Cristo-Mediador y por la santa Liturgia de la Iglesia. ¡Ah! Pensad que una sola Misa glorifica mas a Dios que todos los milagros, y que el cantar de los coros de los Ángeles y de todos los santos. ¡La glorificación de Cristo es de valor infinito! ¡No es una mera y hermosa plegaria: es el gran Sacrificio por excelencia!

Pero como tal, la Misa es, sí, también, una plegaria pública y católica: es el clamor de los desterrados, de la familia cristiana, que tiene ansias de paz y nostalgia del cielo. La Misa no debe, pues, jamás ser considerada como culto de devoción privada, como son el Vía Crucis, el Rosario y las Visitas al Santísimo. ¡Es infinitamente más!

Gesto Divino del sacerdote. Ahora para marcar con fuego la imponente majestad del Sacrificio, voy a hacer referencia, con viva emoción, a un gesto del sacerdote que, en forma sencilla y estupenda, resume todo este ideal de la glorificación del Padre y de la Trinidad, por Cristo Pontífice y mediador, durante la santa Misa. Me parece que en ese momento mil veces sublime, los nueve coros de los Ángeles y la asamblea de los santos y todo el Purgatorio deben de estar pendientes del gesto del celebrante, cuando, poco después de la Consagración, teniendo en su mano derecha a Jesus-Hostia, traza con el Cristo sacramentado  cinco cruces sobre la Sangre del Cáliz, diciendo: “Por El, con El y en El, te rendimos oh padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria.” Y diciendo esto levanta hacia el cielo el Cáliz y la Hostia Santa.

Marquemos con fuego la grandeza de este gesto, divino entre todos… creo que aunque el genial San Pablo, descendiendo del tercer cielo, no hubiera encontrado elocuencia adecuada para explicarnos toda la majestad y el profundo sentido de esta formula litúrgica, de un valor inapreciable.

Por El, el Hombre-Dios de Belén, del Tabor, del Calvario, tan realmente presente en las manos del celebrante, como en las manos de María su Madre