El blog El Búho Escrutador, varias veces recomendado, ha publicado una traducción castellana de un hermoso texto de Antonio Margheriti Mastino, a modo de breve catequesis sobre la Misa según el Rito Romano tradicional, especialmente cuando se celebra y participa -sacerdote y fieles- imbuidos de una atmósfera de silencio, soledad, y recogimiento. Dentro de una concisión casi poética, el autor nos hace sentir el drama sacrificial que se renueva en toda Misa y que la liturgia tradicional logra significar tan convincentemente.
En el Altar a la hora de nona. Silencio y soledad del Gólgota: asistiendo a la misa antigua
Antonio Margheriti Mastino
Hay dos aspectos en particular que nos dan cuenta del sentido profundo de la Misa, especialmente según el rito Extraordinario, que yo personalmente prefiero: el silencio y la soledad. El altar, antes, durante y después del Sacrificio, está envuelto en el silencio. Y de la soledad del celebrante, “Alter Christus” (otro Cristo).
Pero cómo, se dirá, la Pascua y su celebración son también “un triunfo”. Ciertamente, así es. Pero también es el perpetuarse de la pasión y muerte de Cristo. Ellas se desarrollan en el silencio, en la soledad, en la traición, en las negaciones, en la huida de los discípulos. En la Última Cena, Cristo es traicionado y vendido por Judas; en el huerto de los Olivos, en la noche que precede al suplicio, Cristo es dejado solo sudando sangre, mientras los discípulos se duermen en lugar de orar con él, lo único que les había pedido. En esa misma noche Pedro lo niega tres veces; ninguno intenta salvarlo, ninguno se ofrece a llevar la Cruz por un momento (el mismo Cireneo fue obligado a hacerlo). Ninguno parece ya conocerlo o reconocerlo.
Cristo en un instante de dolor verdaderamente humano, hace presente en voz alta a su Dios, al Abbá (a su Padre), el abismo de desgracia y soledad en el que se precipita inerte.
La “soledad.” La misma soledad, que en ese momento sobre el altar del Sacrificio Supremo, nuevo Gólgota, donde verdaderamente y de nuevo irrumpe la Pasión de Cristo, experimenta el sacerdote, “Alter Christus”.
El sacerdote está solo delante del altar. Y a esta soledad se suma la sombra propia de la soledad que es el silencio. Sobre la colina desolada del Gólgota, y aun antes, en el huerto y, más tarde, en el sepulcro, Cristo está solo y en silencio. Es el silencio de su obediencia, del cáliz de la amargura, del sudor ensangrentado. Es el silencio de la impotencia, que por un momento parece también de Dios. “Padre mío, Abbá, ¿por qué me has abandonado?”. El “silencio” de Dios, en ese instante, parece como el abismarse de la Divinidad.
Pero es también la impotencia y desolación que procede del primer y perpetuo “sí” manifestado en la obediencia de María, que acepta que este Hijo no era para ella: “Stabat Mater Dolorosa…”, al pie de la cruz. Es ese silencio tremendo que también advierte, en su lecho de muerte, la pequeña gran Teresa de Lisieux, cuando se queja, en aquel momento extremo de agonía e incertidumbre, de la “no presencia de Dios.”
Silencio. Como permanecieron en silencio los discípulos, María, y todos cuantos amaban a Cristo el Mesías; al pie de la cruz o escondidos, todos callaron, impotentes, por obediencia o por cobardía, todos quedan en silencio, incluso como petrificados por el dolor y la confusión, o simplemente porque así “debían de suceder” las cosas… todos permanecieron en silencio. Sólo asistieron a la pasión y muerte del Hijo de Dios.
Es la misma razón por la que los fieles no deben “participar”, sino asistir a la misa del Sacrificio. En profundo silencio; el mismo silencio que envuelve al sacerdote mientras realiza el Sacrificio de Cristo. Y también de sí mismo. Sólo tienen que “aceptar”, secundar lo ineluctable, aquel milagro que no nos ha dejado “huérfanos” sobre la tierra, como lo había prometido el Mesías.
Pero entonces, ¿qué sucede con la Resurrección? Ciertamente es un triunfo. Pero es un triunfo conocido en la sombra, propio de un Dios sin arrogancia. Y acontece una vez más en medio del silencio y de la soledad. Dentro de un sepulcro de piedra, en la noche, en ausencia de todos, excepto los soldados llamados a vigilar el exterior de la tumba. De la misma manera, en voz baja, en el silencioso y casi secreto y oscuro susurrar del sacerdote “Alter Christus” sobre el altar del Sacrificio, se hará presente la Resurrección. Siempre en medio del silencio y de la soledad.
He aquí explicado el por qué y el cómo del asistir al Santo Sacrificio de la Misa. De la Misa antigua. Lejos del clamor y del ruido, del bullicio y de los síndromes de protagonismo, de los micrófonos trepidantes y aturdidores, de la exuberante palabrería huera y de los aplausos de la misa reformada típica de los años 70, los años más cansadores de consignas, populistas, inútiles que jamás se hayan visto en la faz de la tierra.
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