Sermón de clausura de la peregrinación Summorum Pontificum a Roma con motivo del X aniversario del Motu Proprio de S.S. Benedicto XVI
por el padre Louis-Marie de Blignières. Fundador de la Fraternidad de San Vicente Ferrer.
Roma, Iglesia de la Santísima Trinidad de los Peregrinos, 17 de septiembre de 2017
El Concilio de Trento, para dar razón de las ceremonias del Santo Sacrificio de la Misa, recuerda que la naturaleza humana tiene necesidad de ayudas externas y signos visibles para elevarse a la contemplación de lo divino (1). De ello se puede extraer una definición de rito: «Rito es lo que hace sensible una verdad». El rito del sacrificio de la Misa pone al alcance de la naturaleza humana la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre Cristo. En su forma latina tradicional vuelve tangibles con una eficacia insuperable estos tres aspectos.
La verdad sobre Dios: Dios es trinitario
Quien asiste por primera vez a la Misa según el rito tradicional queda impactado por el ambiente de sacralidad: la arquitectura majestuosa, la disposición espacial con un lugar reservado a los ministros de culto y otro a los fieles, la orientación al celebrar, la actitud recogida y hierática del celebrante, sus vestiduras apropiadas a la ocasión, la lengua desascostumbrada en que se expresa, sus gestos de reverencia en dirección al tabernáculo y a los oblatos consagrados, en particular las numerosas genuflexiones, y por último, el silencio misterioso del canon. Todo conduce a salir del mundo profano y pasar a la presencia de Alguien que trasciende al mundo.
Ahora bien, si quien asiste a esta Misa se toma la molestia de seguir en un misal lo que dice el sacerdote, queda conmovido por un aspecto asombroso de la oración. En efecto, se implora con gran respeto a Aquel a quien todas las tradiciones de la humanidad llaman «Dios», pero se hace con la segura confianza de un niño que se dirige a su padre. La unción inimitable de las antiquísimas oraciones latinas nos pone en relación, no con un impasible gran arquitecto del universo, sino con una realidad misteriosa y fascinante: la Trinidad. ¡Se le habla a Ella como si fuera de la familia! Se le habla con una audacia inaudita, nos presentamos a Ella junto a toda una nube de santos personajes que gozan de mucho prestigio ante Ella. Sobre todo, no se deja de hablar de su Hijo, y cada vez que se evoca su nombre se inclina la cabeza.
Efectivamente, los ritos de la tradición latina ponen sin lugar a dudas de relieve que nos dirigimos a la Trinidad por medio de gestos expresivos y de palabras en las que confluyen la adoración y el amor. Así se ve, por ejemplo, en el ofertorio de la Misa según el rito dominico: «Recibe, santa Trinidad, esta ofrenda que os hago en memoria de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y concédenos que suba a vuestra presencia y os sea agradable, así como que efectúe mi salvación eterna y la de todos los fieles».
La verdad sobre el hombre: el hombre está «perdido»
Casi enseguida, se manifiesta una segunda nota para quien descubre el rito antiguo lo vuelve sensible a la verdad sobre el hombre. Esta verdad consiste en que, abandonado a sí mismo, el hombre está perdido. La búsqueda de sentido en una vida que muchas veces parece absurda, el escándalo del mal, y sobre todo el del sufrimiento de los inocentes, el sentimiento, como mínimo confuso, de culpabilidad personal: quien reflexione, en lugar de entretenerse experimenta eso… ¿Qué pasa con esa angustia existencial cuando se ve ve ante un rito rebosante de la sabiduría de los siglos católicos? Tiene un nombre: el pecado. Tanto en las liturgias orientales como en las de Occidente, destaca algo sumamente conmovedor: el sacerdote, y con él todos los fieles que se unen al sacrificio, reconocen la verdad de su pequeñez.
Observad al celebrante en las oraciones preparatorias de la Misa romana: parece que vacilase antes de subir al altar para reconocer de muchas maneras su indignidad: ¡con un salmo admirable, con una confesión de sus faltas, con versículos que parecen jaculatorias! Observad al sacerdote del rito dominico, cómo hace una profunda inclinación cada vez que reza el Confiteor, el suyo y el sus acólitos, ¡como si quisiera asumir también sobre él los pecados de ellos! Escuchad las oraciones del canon romano «de tal suerte puro de todo error, que nada se contiene en él que no sepa sobremanera a cierta santidad y piedad» (2), ese canon en el que varia veces el celebrante implora humildemente prosternado como un pecador que no puede apoyarse en sus propios méritos (Te igitur, Supplices te rogamus, Nobis quoque peccatoribus). ¡Escuchad las conmovedoras oraciones del sacerdote antes de la comunión!
Una de las razones del prestigio que tienen los ritos antiguos en los convertidos –hablo por experiencia– es que asumen, con convincente clarividencia, esa parte de la verdad del hombre con excesiva frecuencia inadvertida: que es pecador y tiene necesidad de redención. Y estos ritos tienen el secreto de poner, con esperanza, a esta miseria en contacto con la misericordia.
La verdad sobre Cristo: su sacrificio, ofrecido por la Iglesia, reconcilia al hombre con Dios
El tono general de una celebración según un rito «de uso venerable y antiguo» (3), el acólito –¡cuántas veces no nos lo habrán dicho en confianza!– siente «que pasa algo». En el centro del silencio sagrado del canon, los gestos que rodean la doble consagración ponen en cierta forma ante sus ojos el misterio de la fe. Pone de relieve en su misal que durante todo el canon el celebrante ha la señal de la cruz sobre los oblatos. Ve cómo los fieles reciben la Hostia consagrada de rodillas y en la boca y se quedan seguidamente rezando en silencio. Si pregunta al sacerdote después de la Misa, está en condiciones de aprender y entiende que, en esencia, la Misa es un sacrificio. Este sacrificio de alabanza a la Trinidad es un sacrificio propiciatorio «para [su] salud eterna y la de todos los fieles».
Por otra parte, se da cuenta por los gestos del sacerdote y por la dirección en que oficia de que todo se centra, no en el propio sacerdote, sino en Cristo, en la presencia de Cristo en el tabernáculo y en los oblatos consagrados. Ve cómo el celebrante mantiene los dedos juntos después de haber tocado el Cuerpo de Cristo, y la amorosa precaución con que recoge en el corporal todas las partículas consagradas. Por un lado, se acentúa mucho la necesidad de la salvación; por otro, las palabras y los gestos nos ponen sensiblemente en contacto con la renovación mística e incruenta de un sacrificio. Así, en el rito dominico, después de la consagración el celebrante extienda al máximo los brazos, como Cristo en la Cruz. En el rito de la paz, besa primeramente el cáliz que contiene la preciosa Sangre de Cristo y sobre el que sostiene su Cuerpo inmaculado, para indicar claramente que la paz que transmite a los ministros procede del sacrificio de Cristo.
Los ritos antiguos se presentan a la naturaleza del hombre bajo el aspecto en que traducen la mediación histórica de la Iglesia. El canon romano en particular «consta él, en efecto, ora de las palabras mismas del Señor, ora de tradiciones de los Apóstoles, y también de piadosas instituciones de santos pontífices» (4). Es un consuelo de docilidad filial para un sacerdote de rito latino saber que reza utilizando el mismo canon que San Gregorio Magno. Le brinda una gran certeza doctrinal y una alegría inmensa invisibilizarse en los ritos utilizados a lo largo de los siglos por tantísimos santos, y vivir ceremonias que han santificado a generaciones de fieles. Es sumamente conmovedor, por ejemplo, para un dominico, saber que los gestos y palabras que emplea al celebrar la Santa Misa hicieron llorar a nuestro padre Santo Domingo y al doctor eucarístico Santo Tomás de Aquino.
Conclusión
Efectivamente, el rito sensibiliza para captar la verdad, el rito latino tradicional pone magníficamente de relieve la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el sacrificio de Cristo. Ahora bien, ¿qués es la verdad que se hace sensible, sino la belleza? Demos gracias a Dios por poder «rezar en la belleza». Y demos gracias a la Iglesia por haber rendido, después de un largo periodo de confusión e injusticias, «el respeto debido» (5) a este rito que ha conducido de modo suave y firme, y habrá de conducir aún, sin duda hasta la Parusía, a tantos hombres al misterio insondable del sacrificio de Cristo.
Traducido por J.E.F. para Una Voce Sevilla. Original en francés en: https://www.chemere.org/formation/2017/9/30/sermon-de-clture-du-plerinage-summorum-pontificum
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(1) Concilio de Trento, Sesión XXII (17 de septiembre de 1562), Decreto sobre el Sacrificio de la Misa: «Cristo quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana) […] donde se representara el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuara hasta el fin de los siglos (1 Co 11,23) y cuya virtud saludable se aplicara a la remisión de los pecados que cometemos cada día (Concilio de Trento: DS 1740, citado en el Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1366). «Y como la naturaleza humana es tal que sin los apoyos externos no puede fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa Madre Iglesia instituyó determinados ritos, como por ejemplo, que unos pasos se pronuncien en la Misa en voz baja y otros en voz algo más elevada; e igualmente empleó ceremonias, como misteriosas bendiciones, luces, inciensos, vestiduras y muchas otras cosas a este tenor, tomadas de la disciplina y tradición apostólica, con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacrificio y excitar las mentes de los fieles, por estos signos visibles de religión y piedad, a la contemplación de las altísimas realidades que en este sacrificio están ocultas» (DS, n° 943).
(2) Concilio de Trento, ibid., DS, n° 942.
(3) Benedicto XVI, Motu proprio Summorum Pontificum, 7 de julio de 2007, artículo 1.
(4) Concilio de Trento, ibid., DS, n° 942.
(5) Benedicto XVI, Motu proprio Summorum Pontificum, 7 de julio de 2007, artículo 1.