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SOBRE EL CATECISMO CONTRARREVOLUCIONARIO DE MONS. SCHNEIDER (y IV)

Finalizamos con esta cuarta parte, los artículos publicados por don LUIS LÓPEZ VALPUESTA dedicados al interesante libro del obispo Athanasius Schneider titulado «CREDO. COMPENDIO DE LA FE CATÓLICA», y en concreto a la parte que aborda los Sacramentos y el Culto, titulada: «El culto divino: Ser santo»

Como explica a continuación «los actos de culto incluyen todos los medios de santificación, es decir, todas las formas en que honramos a Dios y nos santificamos» (III,1,2). Esos medios son la oración (entramos en comunión con Dios y suplicamos su Gracia), los sacramentos (que significan y producen esa misma Gracia), y la liturgia o el culto público de la Iglesia (que regula la oración pública y los sacramentos) (III,12,2). Señalaré a continuación algunos puntos importantes o clarificadores:

1º.- ERRORES sobre la GRACIA y la JUSTIFICACIÓN.- Frente al error moderno del naturalismo (exclusión y a veces la negación de todo el orden sobrenatural, lo que implica considerar al hombre y a la naturaleza como autosuficientes, II,1,11-12), Monseñor Schneider afirmará rotundamente la necesidad de la Gracia para elevarnos sobre nuestra condición humana, para disfrutar de la amistad y comunión con Dios y para nuestra salvación. La Gracia es un «don sobrenatural que Dios nos concede gratuitamente -sin que tengamos derecho a ella y sin que Dios esté obligado a concederla- por los méritos de Jesucristo para nuestra salvación o en orden a la realización de alguna tarea» (III,1,5). Aun así, Dios, por su inmensa bondad siempre la concede a todos los hombres para hacer lo necesario en las circunstancias de nuestra vida para alcanzar el cielo, aunque puede «frustrarse si nos resistimos culpablemente a ella» (III,1,23).  «Dios desea que todos los hombres se salven» (1 Tim. 2,4), pero «que correspondamos o no a ese don divino es cuestión de nuestra libre decisión» (III,1,31). Ahora bien, nos advierte Monseñor Schneider que la infidelidad a la gracia puede «disminuir la frecuencia y la fuerza de las gracias que nos dan”. «Acercaos a Dios y Él se acercará a vosotros» (St. 4,8) (III,1,30).

Vinculado con el naturalismo, nuestro autor citará el neopelagianismo«la noción de que el hombre es salvado simplemente por las buenas obras morales, con independencia de su cooperación con la gracia divina y la fe salvadora». Éste es el «error más común acerca de la Gracia en nuestro tiempo» (III,1,15), lo que puede constatarse haciendo una simple encuesta, y no precisamente entre ignorantes de nuestra fe, sino a cristianos que incluso frecuentan los sacramentos. Otro error, opuesto a éste y propio de los protestantes, es la negación de la cooperación humana a la Gracia, pues consideran que «la voluntad libre, sin ayuda de la gracia de Dios sólo puede pecar«. Ese grave yerro de naturaleza antropológica y teológica convierte al hombre en un títere, en un ser indigno sin libertad, y a Dios en un juez injusto que crea a seres humanos para castigarlos eternamente sin relación a sus actos libres pecaminosos. Fue fulminado este dislate en el Concilio de Trento.      

Para describir nuestro paso del estado de pecado al de gracia, se usa el término Justificación (III,2,45). Cada uno de los cristianos debemos ser conscientes (y más aún, llevarlo grabado a fuego en nuestras almas) que «La resurrección del hombre pecador y su paso al estado de gracia divina es un milagro mayor que la resurrección de los muertos a la vida; de hecho, es un milagro mayor que la creación del universo material» (III,1,47).

2º.- LA ORACION CRISTIANA.- La oración «es una elevación de la mente y del corazón a Dios para adorarle, darle gracias, pedirle perdón y solicitar su gracia» (III,3,64).  La importancia de la oración en la vida cristiana radica en el hecho de que «no podemos hacer nada sobrenaturalmente bueno sin ayuda de la gracia de Dios, que debe buscarse mediante la oración» (III,3,75). Por ello Nuestro Señor nos recuerda que «es necesario orar siempre» (Lc. 18,1), «sin cesar»  (1 Tes. 5,17) (III,3,77). Y esta necesidad de oración muestra el orden de la Providencia, pues «Dios da fertilidad a los campos, pero quiere que los labremos y cuidemos; nos da capacidades intelectuales, pero exige que estudiemos; y de manera similar, Dios quiere nuestra salvación, pero con la condición de que nosotros también la queramos, y operemos con su gracia a través de la oración» (III,3,76).

Remito a los espléndidos consejos sobre las circunstancias, características y cualidades de la oración cristiana en (III,3,78-105). Pero quiero destacar especialmente la prelación de bienes que debemos pedir en oración: el primero de todos es «la vida eterna y la caridad sobrenatural que nos conduce a ella». Todos los demás bienes «los deberíamos desear sólo como medios para ganar el cielo» (III,4,88). Por tanto, todas nuestras necesidades temporales de cualquier índole, debemos siempre pedirlas condicionalmente, esto es, si no son obstáculos para nuestra salvación y humildemente, con perfecta sumisión a la voluntad de Dios» (III,4,89). El cristiano debe hacer su oración «en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo (…) pidiendo aquellas bendiciones que Él ha merecido para nosotros y estando profundamente convencidos de que él ora en nosotros» (III,4,92)

Y en relación con este último consejo, un aviso a navegantes de nuestro tiempo. «Cualquier camino de oración que busque la unión con Dios al margen de la sagrada humanidad de Jesucristo, el Verbo encarnado, es incompleto y engañoso: Nadie va al Padre sino por Mí (Jn. 14,6)». (III,4,123). Por lo tanto no debemos practicar formas «cristianizadas» de yoga, zen u otras formas de oración paganas, puesto que «no pueden practicarse de manera segura, ya que están inherentemente vinculadas a una forma falsa de adoración y a los engaños del diablo» (III,4,124). 

3º.- LOS SACRAMENTOS.- «Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios«. Esta cita que nuestro catecismo toma de San León Magno, explica con inmensa simplicidad y belleza que el Señor, tras su vida como hombre, quiso dar continuidad  a esa presencia entre nosotros hasta el fin de los tiempos a través de signos sacramentales. «Éstos son como la humanidad de Nuestro Señor, y las gracias que transmiten son como la Divinidad oculta bajo ella» (III,6,166).  Las razones por las que así lo decidió el Señor las explica magistralmente Santo Tomás, y están recogidas en el catecismo (III,6,167): «1. La condición del hombre, de cuya naturaleza es propio dirigirse a las cosas espirituales e inteligibles mediante las corporales y sensibles. 2. Al pecar el hombre, su afecto quedó sometido a las cosas corporales, y debe aplicarse la medicina donde está la enfermedad. 3. Dado el predominio que en la actividad humana tienen las cosas de orden material, le fueron propuestos al hombre en los sacramentos algunas actividades materiales para que, ejercitándose en ellas provechosamente, evite la superstición como es el culto a los demonios o cualquier otra práctica nociva y peligrosa».

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Son siete los sacramentos, porque «reflejan en el orden espiritual las diversas necesidades de nuestra vida corporal» (III,6,172). Nacemos a la vida sobrenatural por el bautismo; la fortalecemos mediante la confirmación; la alimentamos con la Santa Eucaristía; somos sanados o incluso resucitados si nuestra alma está muerta por el pecado mortal con la penitencia; preparados a la muerte con la extrema unción; gobernados en la sociedad espiritual de la Iglesia con las sagradas órdenes, y fomentamos dicha sociedad mediante el sacramento del matrimonio (III,6,173).

Del capítulo 7 al 13 de esta tercera parte, Monseñor Schneider explicará con detalle cada uno de los siete sacramentos. Me limitaré a recoger aquella parte de su enseñanza que, a mi juicio, más pueden ayudar a disipar los desenfoques y errores actuales sobre cada uno de ellos.

1º.- BAUTISMO.- La importancia del bautismo es tal que «ningún otro sacramento puede recibirse antes del bautismo, no puede repetirse y nadie puede salvarse sin recibir sus efectos santificantes» (III,7,217). Y precisará luego que «aparte de por su signo sacramental ordinario (…) también puede ser recibido (…) mediante el perfecto amor a Dios (el llamado «bautismo de deseo») o el martirio por la verdadera fe (el llamado «bautismo de sangre») (III,7,234). El bautismo nos regenera en Cristo Jesús (III,6,234), borra el pecado original y los pecados actuales (III,7,236) y nos convierte verdaderamente en «una nueva criatura» (2 Cor. 5,17) (III,7,237). 

En una sección de su catecismo se pregunta nuestro autor por el destino de los no bautizados. Es un tema abierto teológicamente, pero del que sí se pueden aventurar algunas conclusiones: 1. Todo caso de salvación extraordinaria sólo y exclusivamente puede tener como causa los méritos de Nuestro Señor Jesucristo (III,7,253). 2. Dios «no consiente, según su suma bondad y clemencia, que nadie sea castigado con etenos suplicios si no es reo de culpa voluntaria» (Pío IX, Quanto Conficiamur) (III,7,250). 3. Ningún no bautizado puede rechazar el pecado mortal y cumplir la voluntad de Dios sin su gracia (III,7,251). 4. Desgraciadamente no podemos asumir que haya muchos casos de salvación extraordinaria entre los no bautizados porque el mismo Señor nos advirtió «¿Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y qué pocos dan con ellos (Mt, 7,14). 5. El hecho de que sea posible que los no bautizados sean salvados, no implica que sea probable, por lo que se nos urge a todos los cristianos evangelizar (III,7,254). 6. En el caso de bebés no bautizados, Monseñor Schneider se acoge a la opinión teológica general: si bien no pueden alcanzar la visión beatífica, quizá sean «acogidos en una eternidad pacífica, una especie de visión indirecta o mediata de Dios» (Santo Tomás De malo q.5, a.5) (III,7,258). Aunque el autor no lo recoge, en nuestros días Benedicto XVI dio un argumento en favor de la salvación integral de esas criaturas (incluidas las abortivas) que sinceramente me convenció. Jesús dijo «Dejad que los niños se acerquen a Mí, no se lo impidáis» (Mt. 19,14).  

En cualquier caso, el error central de muchos es pensar que la naturaleza humana tiene derecho a la visión beatífica. Y concluye Monseñor Schneider: «Podemos pedirle a Dios que conceda a esos niños el milagro de la gracia santificante debido a su infinita misericordia, pero su destino en última instancia sigue siendo un misterio que confiamos a la amorosa Providencia de Dios» (III,7,259).  

2º-CONFIRMACIÓN.-  A través de este sacramento instituido por Cristo (Hch. 1,5), se nos otorga el Espíritu Santo con la abundancia de sus dones y hacernos cristianos perfectos (III,8,260). Por lo tanto, este sacramento «fortalece y completa la gracia del bautismo en nuestras almas» (II,8,261). 

Lo más llamativo de esta parte es el juicio severo que el autor hace al pentecostalismo, al Movimiento Carismático o Renovación Carismática. Lo considera -a mi juicio con bastante agudeza- como «un fenómeno nuevo -en cierto sentido una nueva religión- que se asemeja a herejías como el montanismo y que enfatiza la experiencia religiosa carismática, efusiva, sentimental e irracional». En definitiva, «un verdadero peligro espiritual en nuestro tiempo»(III,8,294).

Criticará -con idéntica lucidez- «el apoyo ocasional de miembros de la jerarquía de la Iglesia, que ven el movimiento como una supuesta «nueva primavera» de la Iglesia o una implementación del «espíritu» del Concilio Vaticano II» (III,8,295.) 

Frente a estos desmanes, propondrá la «sobria ebrietas Spíritus«, la ebriedad sobria del Espíritu Santo, un corazón ardiente unido a una mente guiada por la razón (III,8,300), considerando que la verdadera renovación de la Iglesia sólo se producirá «por un retorno a la auténtica y constante Tradición católica» (III,8,304).  El sentimentalismo tóxico, importado de movimientos ajenos a la tradición católica, pudre los cimientos de la fe.

3º.- EUCARISTÍA.- Monseñor Schneider dedica dos partes a este sublime sacramento, que perpetúa el sacrificio de la cruz (III,9,305): la Eucaristía como SACRAMENTO y la Eucaristía como SACRIFICIO. Probablemente sean, junto con las de la liturgia, las páginas más hermosas de todo su Compendio y eso que simplemente se limita a recoger ordenadamente lo que los católicos hemos creído y creemos sobre ese impresionante milagro de amor, que hace arrodillarse de una vez a las miríadas de ángeles del Cielo. No me es posible exponer tal o cual punto y dejar aparcados los demás, por lo que ruego la atenta lectura de esas imprescindibles páginas. 

De hecho, la dignidad de este sacramento hace que Monseñor Schneider critique algunos aspectos actuales de práctica sacramental, por ejemplo la actual consideración de los diáconos como ministros ordinarios de la comunión según el nuevo Código de Derecho Canónico (en contra de la tradición litúrgica de la Iglesia, que los consideraba extraordinarios), o que los laicos a día de hoy distribuyan la comunión de manera habitual en las iglesias (III,9,344-345). Más duro aún es su juicio sobre la denominada comunión en la mano. «Debemos recibir la Sagrada Comunión de rodillas (si nuestra condición física lo permite) y en la boca» (III,9,363); la «práctica actual de la comunión en la mano es espiritualmente dañina y ajena al patrimonio litúrgico católico (…) esa tradición fue inventada por los calvinistas para manifestar su rechazo a las órdenes sagradas y a la transubstanciación» (III,9,364); «atenta contra los derechos de Cristo (…); debilita la creencia y el testimonio en la encarnación y en la transubstanciación (…); facilita el robo y la profanación de Hostias consagradas” (III,9,365). En definitiva, no debería prolongarse el indulto (ordenado por Pablo VI), ni por «necesidades pastorales» ni por un presunto «derecho de los fieles». El único derecho es el «del Señor a tener la mayor reverencia posible» (III,9,366). 

Por último, enjuiciará duramente la prohibición de los ritos de culto público y los sacramentos debido a las preocupaciones sobre la salud pública. «Es una violación de los derechos de Dios y de los fieles, así como una subordinación de la ley suprema de la Iglesia -salus animarum, salud del alma- al cuidado de los cuerpos» (II,14,440).  Sin duda, tenía presente mientras redactaba esta crítica, la decisión -más cobarde que prudente-, de la jerarquía eclesiástica durante la pandemia del COVID, obedeciendo sin rechistar a las autoridades civiles, y sin tener en cuenta que «una prohibición general del culto católico excedería los límites del poder civil y violaría los derechos divinos y de su Iglesia» (II,15,487).

4º.- PENITENCIA.-  Explicó nuestro papa Francisco en 2015 que el sacramento de la confesión no debe ser una tortura para los católicos ni convertirse en un interrogatorio molesto e invasivo. Pero también criticó a confesores que confunden la misericordia con tener manga ancha. Por lo tanto «ni el confesor de mangas largas ni el confesor rígido son realmente ministros de la misericordia«. El primero porque dice al penitente «no hay pecado; el otro, porque le echa en cara que «la ley es ésta». 

Francisco hablaba aquí como un buen pastor que advertía de los dos peligrosos extremos en los que puede caer un confesor. Pero hay otro grave error, esta vez cometido por el fiel que va a confesarse y es pensar que con una mera mención de sus pecados sin arrepentimiento puede obtener el perdón. En realidad, lo que más deseamos los fieles ante este «incómodo» sacramento es alcanzar, además de los efectos sobrenaturales propios del mismo (el perdón de los pecados), «una paz sensible y una serenidad de conciencia» (III,10,476). Y eso sólo se logra, como explica Monseñor Schneider, mediante una confesión donde estemos verdaderamente compungidos de corazón por los pecados y los expongamos con sinceridad y claridad (en número y especie) (III,10,460); de ahí la necesidad de la contrición: «es absolutamente necesaria para la remisión de los pecados mortales, porque sin ella nos mostramos enemigos de Dios, que no puede mostrarnos su amistad si permanecemos impenitentes y obstinados en el mal  (III,10,479). Como recordó Juan Pablo II, «se reprueba cualquier uso que restrinja la confesión a una acusación genérica o limitada a solo uno o más pecados considerados más significativos» (III,10,466) 

Por otra parte, el sacerdote debe comportarse «como servidor justo y misericordioso, para contribuir al honor divino y a la salvación de las almas» (III,10,468). Por consiguiente debe conocer e identificar claramente «los pecados objetivamente graves del penitente, porque no es misericordia excusar o mentir sobre el pecado, y mucho menos dejar a los penitentes en estado de pecado debido a la negativa de un sacerdote de hablar como un padre autorizado y un médico atento, tareas confiadas por Cristo a cada confesor» (III,10,467). 

Finalmente, la última parte de esta sección se dedica a los sufragios e indulgencias. Llena de esperanza la certeza de saber que a la hora de nuestra muerte podemos obtener una indulgencia plenaria si «recibimos los sacramentos o, al menos, estamos contritos por nuestros pecados; invocamos el santo nombre de Jesús al menos en nuestro corazón, y aceptamos la muerte con sumisión a la voluntad de Dios y en expiación por nuestros pecados» (III,10,554).

5º.- UNCIÓN de ENFERMOS.- Aparte de advertirnos sobre las «grandes Misas de Sanación” como medio habitual de obtener este sacramento (por el peligro de que el fiel descuide el frecuente sacramento de la penitencia) (III,11,570), lo más relevante del mismo son las disposiciones aconsejables para recibirlo. Éstas inciden, una vez más, en la esencia teocéntrica de la fe cristiana, hoy tan aparcada: «1º.- Una gran confianza y esperanza en Dios, apoyándose en su poder, bondad y misericordia; 2º.- Una sumisión perfecta a su santa voluntad, ya que a los que aman a Dios todo le sirve para el bien (Rm. 8,28); 3º.- La disposición a ofrecer nuestras enfermedades y sacrificios a Dios como penitencia por nuestros pecados y ganar méritos» (III,11,573).

6º.- ÓRDENES SAGRADAS.- Frente a los errores protestantes y de una nueva teología «progresista» que pretende (por vía de hecho) equiparar el Orden Sagrado con el Sacerdocio común de los laicos, Monseñor Schneider citará a Pío XII, en una Alocución de 1954: «Es necesario afirmar firmemente que el sacerdocio común a todos los fieles, por elevado y digno que sea, difiere no sólo en grado, sino también en esencia (…)» (III,12,587).  Como destaca nuestro autor, de acuerdo al Concilio de Trento, el Orden Sagrado es un «sacramento instituido por Cristo, que produce una transformación permanente en el alma de un hombre, haciéndolo partícipe del divino sacerdocio de nuestro Señor, dándole el poder espiritual y la gracia para desempeñar dignamente las funciones sagradas» (III,12,585). En efecto, antes de la Última Cena, «los colocó (a los apóstoles) por encima de los demás discípulos; durante la misma «les dio poder para consagrar su Cuerpo y su Sangre» y, por último, tras la resurrección «les dio poder y jurisdicción para perdonar los pecados, predicar, bautizar y realizar todos los demás deberes sacerdotales» (III,12, 586).

Defenderá la diferencia entre órdenes mayores y menores (III,12,590-595); que «sólo el obispo y el sacerdote» pueden actuar «in persona Christi capitis«, y el celibato como «tradición inmemorial y apostólica»  (III,12,596-598). Aunque no los cita, parece aludir a los «sedevacantistas» cuando afirme «la validez de los nuevos ritos de ordenación introducidos por Pablo VI», dado que siguen siendo los mismos que en la ordenación del Rito Romano Tradicional» (III,12,602).

Por supuesto, rechaza rotundamente con toda la tradición de la Iglesia que una mujer pueda ser sacerdote o diácono. «1º.- Contrario a la Escritura como a la Tradición, ya que nunca se hizo en la Antigua Ley ni en el Nueva. 2º.- Inconsistente con el significado esponsal del sacerdocio, por el cual un hombre representa y extiende la presencia de Cristo, esposo de la Iglesia. 3º.- Opuesto al correcto ordenamiento de los sexos según el cual «la cabeza de todo hombre es Cristo, la cabeza de la mujer es el hombre» (1 Cor. 11,3) y ninguna mujer debe «enseñar y tener autoridad sobre el hombre» (1 Tim. 2,12). 4º.- Imposible, dada la enseñanza infalible de la Iglesia de que las mujeres no pueden ser ordenadas (carta Ordinatio Sacerdotalis de Juan Pablo II). (III,12,634 y 638-639 sobre los diáconos). Las cuatro razones -sobre todo la última- son suficientes para cerrar definitivamente el debate, aunque es de prever que a muchos/as no les guste, sobre todo la tercera.  

Es muy, muy crítico con la inclusión por el papa Francisco en el Código de Derecho Canónico (Canon 230) (2021) de la posibilidad de que mujeres reciban las órdenes menores de lectora y acólita (III,12,645), y lo explica con profundas razones de tradición que todo católico coherente debería meditar (III,12,644). Califica esta novedad como «ruptura grave y manifiesta con la tradición litúrgica ininterrumpida de la Iglesia oriental y occidental» (aunque ya había sido consentida esa práctica por vía de hecho, como también recuerda nuestro obispo, por Pablo VI, Juan Pablo II e incluso Benedicto XVI). Una ruptura, como muchas otras -por ejemplo, la comunión en la mano– que, primero tolerada, con el tiempo alcanza carta de naturaleza. Y añadirá que «en el futuro la Santa Sede sin duda deberá rectificar esa ruptura sin precedentes con la práctica universal de la Iglesia” (III,12,645).   

Cierra esta sección poniendo el ejemplo de la bienaventurada Virgen María quien «a pesar de haber sido la más digna de tal servicio, no hay ningún registro de que la Santísima Virgen María haya hecho (funciones litúrgicas) alguna vez». Y cita a San Epifanio que Chipre, que señala con rotundidad que «no fue del agrado de Dios (que ella fuera sacerdote). Ni siquiera se le confió la administración del bautismo, porque Cristo podría haber sido bautizado por ella y no por Juan» (III,12, 648-649).   

7º.- MATRIMONIO.-  Aunque elevado a sacramento por Cristo, el matrimonio es institución arraigada en el derecho natural que consiste en «la unión conyugal exclusiva, perpetua e indisoluble entre un hombre y una mujer, ordenada a la procreación y a la asistencia mutua entre los cónyuges» (III,13, 650). Como enseña Santo Tomás de Aquino «principalmente es un deber de la naturaleza y fue instituido antes del pecado y no como remedio« (III,13,655). Desgraciadamente, tras el pecado, un San Pablo pesimista propondrá «mejor casarse que abrasarse» (1 Cor. 7,9). 

El fin primero (finis operis) es la procreación y educación de la prole, y el fin secundario (finis operantis) es «la asistencia mutua, el amor mutuo y la cooperación de los cónyuges en el cumplimiento de sus deberes. La experiencia subjetiva de los esposos no cambia ni suplanta el fin objetivo mismo del matrimonio como ha sido declarado por el magisterio constante a lo largo de los siglos” (III,13,656-657).  Triple fin del matrimonio, por lo tanto, es: «1º.- el nacimiento de los hijos y la educación de ellos para la gloria de Dios; 2º.- la fidelidad mutua y 3º.- el matrimonio es un sacramento, o en otras palabras, manifiesta la unión indisoluble de cristo y su Iglesia» (III,13,658).

Es relevante su sección acerca de los «errores sobre el matrimonio»: frente a la novedad de Amoris Laetitia, rebate que «puedan crecer en gracia y caridad aquellos que se han divorciado y luego han contraído un nuevo matrimonio por la ley civil«, pues, dado que nos encontramos en una situación de «adulterio público»«no puede recibir la gracia santificante ni la salvación hasta que se arrepientan y se reconcilien con Dios» (III,13,704); se rechaza el uso de cualquier tipo de anticonceptivos,  incluyendo el abuso del método de la abstinencia temporal (III,13, 705-712); se insiste en la falta de autoridad del poder civil para redefinir la institución matrimonial, así como para introducir el llamado «matrimonio homosexual«, pues se hacen cómplices de «un pecado que clama al cielo  y coloca a la nación en el camino de la destrucción moral o física» (III,13, 714-715). La Iglesia nunca podrá bendecir tales uniones, por contrarias a la ley divina y natural (a pesar de lo que parece pretender Fiducia supplicans) (III,13,716), y ningún católico debe asistir a tales enlaces civiles (III,13,719). 

Finalmente, tratará de los efectos y deberes del matrimonio; de los cónyuges entre sí, de cada uno de ellos y de los padres con sus hijos. El marido es cabeza de familia y debe ejercer una autoridad y liderazgo prudentes, como imagen digna del amor providente y sacrificial de Cristo a su Iglesia (III,13,694). La mujer es el corazón del hogar, debe someterse a su marido como al Señor en las cosas legítimas (Ef. 5,25), mostrándole afecto y amoroso apoyo, desempeñando sus tareas domésticas con devoción y atención, siendo modesta y reservada en su comportamiento y vestimenta» (III,13,695). 

Es evidente que esos deberes propios del matrimonio cristiano son incomprensibles para los no cristianos (y hasta ofensivos dirán algunos), pero también son imposibles e irrealizables para los mismos cristianos sin el auxilio de la gracia. En un matrimonio natural puede existir amor, respeto y fidelidad entre los cónyuges, pero no esa entrega sobrenatural –sometiéndose  unos a otros en el respeto a Cristo (Ef. 5,21)- que lo habilita, por su carácter de sacramento, como un poderoso medio de santificación y futura salvación para ambos. Y además -como señaló León XIII- es un «primer seminario«, «semillero y fundamento mismo de las futuras vocaciones sacerdotales y religiosas» (III,13,722). Por último, la Iglesia, siempre ha elogiado a las familias numerosas, pese a alguna reciente y muy desafortunada comparación zoológica de Francisco (III,13,725). Les animo a leer detenidamente las bellísimas palabras tomadas de Pío XII, con la que cierra este sacramento (III,12,726). 

4º.- LA LITURGIA.- La fuerza de la Tradición católica, que se va desplegando a lo largo de este detallado catecismo, alcanza su cenit ya casi al final  cuando aborda el tema la liturgia. Aquí se pone de manifiesto la innegociable conciencia católica del autor, sabedor de que la liturgia es un misterio que se nos ha dado a los cristianos como un inmenso don. De hecho, para entender adecuadamente su importancia nos debemos remontar hacia su origen, pero ante ese inefable principio inaugural cualquier capacidad humana palidece, y el hombre sólo puede arrodillarse y adorar en silencio: «la liturgia tiene su origen en el eterno intercambio de amor entre las Tres Personas de la Santísima Trinidad, que a su vez, es objeto de incesante adoración en el cielo» (III,15,758).

Esa liturgia celestial -que de manera grandiosa nos describe el Apocalipsis, con adoración, incienso, cánticos y silencio-, fue traída al mundo, bajo la providencia de Dios en la historia, primeramente en el sacrificio mosaico, y luego perfeccionada de manera definitiva por Nuestro Señor Jesucristo en el Sacrificio Eucarístico: «Sumo Sacerdote de la nueva y eterna alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales« (III,15,763).

Sólo siendo conscientes de lo que estamos hablando cuando tratamos de liturgia -y pocos católicos lo son hoy- podemos deducir dos inevitables corolarios:

El primero es que el fin principal de la liturgia «no es la instrucción o edificación del hombre (…) sino la glorificación de Dios». Así nos lo expresa el Apocalipsis: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos” (Ap. 513). Por supuesto, es también «fuente de instrucción y santificación para los que participan en ella», pero como aspecto subordinado y secundario (III,15,755).

El segundo es que la liturgia «no puede ser fabricada ni decretada; sólo puede recibirse humildemente, protegerse diligentemente y transmitirse con reverencia. Este es el principio apostólico rector: Tradidi quod accepi. Os transmití lo mismo que yo recibí» (1 Cor. 15,3)» (III,15,767). En consecuencia «sólo los ritos tradiciones gozan de esa santidad inherente; es decir, las formas litúrgicas que han sido recibidas desde la antigüedad y desarrolladas orgánicamente en la Iglesia como un solo cuerpo de acuerdo con el auténtico sensus fidelium y el perennis sensus ecclesiae (sentir perenne de la Iglesia), debidamente confirmado por la jerarquía (III,15,766).  Por lo tanto, la jerarquía eclesiástica (no puede) crear a voluntad nuevas formas litúrgicas, pues (…) «la continuidad litúrgica es un aspecto esencial de la santidad y catolicidad de la Iglesia» (III,15,765). 

Enlazando ambos aspectos, Monseñor Schneider considera con gran perspicacia que “la forma más común del culto centrado en el hombre se introduce en la liturgia con los abusos litúrgicos y las innovaciones”, las cuales, «incluso cuando no contienen ninguna falsedad objetiva, tales innovaciones -celebración de la Misa en un estilo protestante semejante a un banquete, como en un círculo cerrado, con bailes, espectáculos, estilos de organizaciones seculares o religiones paganas etc- socavan la Tradición constante de la Iglesia y vulneran los mismos ritos sagrados» (II,12,382-383). Como escribió Nicolás Gómez Dávila: «quién reforma un rito, hiere a un dios».

La Iglesia Católica fue fiel a esa regla a lo largo de la historia, y queda probado con la feroz condena del Sínodo de Pistoya (1786), perpetrado avant la lettre con la finalidad de simplificar los ritos, introducir el vernáculo y proferir en alto las oraciones: «temeraria, ofensiva a los piadosos oídos, insultante para la Iglesia y que favorece las injurias que profesan los herejes contra ella» (Pío VI, Auctorem fidei, 1794) (III,15,770). Todos los papas sentían temor reverencial ante la hipótesis de «suprimir un rito litúrgico de costumbre inmemorial en la Iglesia» (III,15,771), pues como afirmó Benedicto XVI -el añorado papa teólogo de exquisita sensibilidad litúrgica-, «lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser de improviso totalmente prohibido o incluso perjudicial» (III,15,770). 

Monseñor Schneider, además, enlaza la antigüedad del rito (los ritos tradicionales) con su santidad: «sólo los ritos tradicionales gozan de esa santidad inherente» (III,15,766). ¿Se insinúa un déficit de los actuales por las alteraciones litúrgicas introducidas tras el Concilio Vaticano II, especialmente la Nueva Misa? Es mucho suponer, pero llama la atención su significativo silencio ante la innovación del rito romano moderno (introducido por Pablo VI en 1969), salvo una mención crítica en otra parte del catecismo al Ofertorio moderno (al que aludí en un artículo anterior) (I,16,680). 

En cambio, sí defenderá el Rito Romano tradicional ante las burdas acusaciones de «clerical» (por la exclusión de los laicos del presbiterio) y «oscurantista» (por sus silencios y el aroma a misterio que impregna el rito). «El papel propio de los laicos es ser santificados interiormente por los sacramentos y someter todas las realidades temporales al Reinado de Cristo». Y nosotros no somos quienes para juzgar “los misterios sagrados, ante los cuales los santos y los ángeles cubren su rostro (Job. 40,4)(Is. 6,2)(Ap. 7,11) (III,15,775); misterios que “están apropiadamente velados detrás de un iconostasio visual o sonoro, o velo santo como parte de la reverencia que Dios ha ordenado” (Ex. 33,18-33 y 2 Cor. 3, 7-11) (III,15,775).

En suma, Monseñor Schneider reafirma con rotundidad que «no puede prohibirse de forma legítima el Rito Romano tradicional para toda la Iglesia (…) porque este rito tiene su fuente en la Palabra del Señor y en un uso apostólico y pontificio antiguo, junto con la fuerza canónica de una costumbre inmemorial; nunca podrá ser abrogado ni prohibido« (III,15,772). Y “legítimamente los católicos no estamos obligados a cumplir la prohibición de ritos litúrgicos católicos tradicionales» (II,15,484).  

CONCLUSION

Definitivamente, es imposible pensar y sentir en católico sin decir un rotundo «amén» a cada palabra de Monseñor Schneider en su enseñanza sobre la liturgia. 

Corrijo, en todo su Credo; en la totalidad de su Compendio de la fe católica. Por muchas glosas, notas a pie de página, matices e incluso correcciones que hagamos -ya he leído algunas críticas por internet-, se nos ha entregado un monumento de cimentada solidez y, también, de melancólica belleza sobre el catolicismo que nunca debimos perder. Una religión centrada, por encima de cualquier consideración, en la gloria de Dios, a través de Jesucristo, nuestro Maestro, nuestro Rey, nuestro Señor y nuestro Salvador, al que debemos gratitud y fidelidad hasta la misma cruz: «Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales» (Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium, 83) (III,15,763). 

Esa adoración, que el Cuerpo Místico de Cristo -la Iglesia- hace al Padre especialmente en el Sacrificio de la Misa ratifica nuestra condición de hijos de Dios obtenida en el bautismo, y nos lleva a amar al prójimo con amor sobrenatural (Charitas), y a juzgar el mundo con una lucidez profética, venciendo siempre el desánimo con la virtud de la Esperanza y la certeza inconmovible de la Fe. No hay otro camino, por tanto, que el retorno a ese catolicismo vertical al que nos interpela esta magna obra de Monseñor Schneider, tan alejado del catolicismo horizontal que hoy se destila por casi todas partes. Sólo así podremos comprender con exactitud y vivir con radicalidad esas palabras que escribió San Pablo a los cristianos de Galacia, después de zurrarles de lo lindo precisamente por pervertir el Evangelio de Cristo

«Con Cristo he sido crucificado, y ya no vivo yo, sino que en mí vive Cristo. Y si ahora vivo en carne, vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó por mí» (Gal. 2,20).

LUIS LÓPEZ VALPUESTA

SOBRE EL CATECISMO CONTRARREVOLUCIONARIO DE MONS. SCHNEIDER (III)

Continuamos con el tercero de los artículos publicados por don LUIS LÓPEZ VALPUESTA dedicado al interesante libro del obispo Athanasius Schneider titulado «CREDO. COMPENDIO DE LA FE CATÓLICA»

  1. FE, ESPERANZA y CARIDAD.- Para alcanzar la vida eterna es condición absolutamente necesaria la fe (II,4,86), pero no suficiente, pues también es requisito la esperanza, «confiar en que Dios es un Padre amoroso que cumple sus promesas» (II,5,132), y por último «debemos tener caridad sobrenatural y realizar todo lo que manda la moral cristiana» (II,1,1). 

Muy instructivos son los artículos dedicados a la virtud sobrenatural de la Caridad (II,6 149-192), por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por amor a Él mismo (es decir, no por los inmensos bienes que nos ha dado, nos da y nos dará, que es secundario en relación al deseo de que se cumpla su voluntad en cada uno de nosotros para su Gloria). Y amamos al prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios (amarle porque es «creado a imagen y semejanza de Dios, redimido por la Sangre de Cristo y llamado a la felicidad eterna» (II,6,170). El amor de Caridad es el único que verdaderamente nos salva.

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  1. ACTOS SOBRENATURALES NECESARIOS.-En relación a las normas de comportamiento del cristiano, Monseñor Schneider hace la habitual distinción entre los actos humanos naturales y sobrenaturales, según intervenga o no la gracia. La moral natural, la que abarca los actos buenos ejecutados de conformidad a la recta razón, no es suficiente para alcanzar el fin sobrenatural, pues «No basta realizar obras buenas, sino que es preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario hacerlas  con el único fin de agradar a Dios (San Alfonso María de Ligorio) (II,1,4). Es más, todas y cada una de las acciones del cristiano deben hacerse «para la gloria de Dios», «en nombre de nuestro Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él» (II,1,24). 
  2. ERRORES SOBRE LA MORAL.- Desde muy pronto, esta sección advierte al lector que «han comenzado a aparecer nuevos errores sobre la moralidad» como las teorías teleológicas o proporcionalistas, condenadas por Juan Pablo II, en su extraordinaria encíclica Veritatis Splendor (1993): el suponer que nunca se podrá tener el conocimiento suficiente como para cometer pecado o, al menos, ningún pecado grave,  o creer que una persona que comete pecados graves puede alcanzar el cielo si su intención general en la vida es buena (II,1,28). O el gradualismo, que afirma que las personas pueden tener una relación correcta con Dios y estar en estado de gracia, volviéndose gradualmente más «éticas», incluso mientras continúen conscientemente en pecado mortal (II,1,46). Monseñor Schneider señalará que éste y otros errores sobre la doctrina moral son «insinuados incluso en documentos papales recientes respecto de parejas que viven en adulterio» (numerales 295,298,301 de Amoris Laetitia). En efecto se da a entender en este documento papal que Dios no da suficiente gracia para que una persona realice una buena acción o evite el mal moral, y que Dios puede ordenar males en algunas situaciones en vista de algún bien social o familiar (II,1,28).

En definitiva, el autor nos recuerda a todos los cristianos la piedra angular de la doctrina moral cristiana de siempre: todo acto moralmente bueno «debe ser enteramente bueno en su objeto (la obra realizada en sí misma), circunstancias y fin. Si cualquiera de estos aspectos es defectuoso, el acto entero se vuelve malo» (II,1,25).

  1. Las TRES LEYES y la OBEDIENCIA del CRISTIANO.- Por otra parte, nuestro autor hace la clásica distinción entre Ley eterna (identificada con Dios mismo), la Ley natural (la ley eterna impresa en las criaturas racionales) (II,2, 36-41) y la ley humana (que de acuerdo a Santo Tomás es  «un precepto de la razón en orden al bien común, promulgada por quien tiene autoridad legítima sobre la comunidad»)(II,2,48). Respecto a la ley humana y a la ley eclesiástica estimará que hay supuestos en los que procede la desobediencia (II,2,52-54); en el primer caso, cuando se transgreda la ley natural o la ley divina. En el segundo, cuando «dañe la claridad o integridad constante de la fe de la Iglesia (lex credendi), de la moral (lex vivendi) o de la liturgia (lex orandi).

La armonía en la vida de un cristiano de esa triple ley es esencial, pero Monseñor Schneider nos recuerda que el fiel católico debe tener suficiente formación y discreción de juicio –sensus fidei, en definitiva- para decir «no» en aquellas ocasiones en las que «enfrentado a una enseñanza inquietante, pero «autorizada» simplemente se remite simplemente a la autoridad superior de las enseñanzas universales, perennes y tradicionales de la Iglesia, rechazando lo que se aparta de ellas». Por descontado, esa actitud no es «desobediencia pecaminosa, desacuerdo con el Magisterio o forma de protestantismo”, ya que el fiel «no se trata a sí mismo como el ultimo criterio de la verdad» (II,4,83). A la cuestión de si el clero o el laicado pueden resistir o amonestar a superiores «incluso al Papa», responde con Roberto Belarmino que «sí», pero dejando a salvo la doctrina de que «no es lícito juzgarlo, castigarlo o destituirlo, ya que estos actos son propios de un superior» (II,4,84).  Ejemplo de esa resistencia legítima lo encontramos en la crisis arriana del siglo IV, cuando el dogma de la divinidad de Cristo fue más preservado por la «Ecclesia docta (laicos) que por la Ecclesia docens (jerarquía)» (II,4,85).

  1. PECADOS CONTRA la FE.- En una amplia sección de pecados contra la fe (por exceso y por defecto), junto a los clásicos de superstición o credulidad imprudente (II,4,94 y ss.), nos enseñará que (1) el bautizado puede pecar «al descuidar el aprendizaje de las verdades que estamos obligados a conocer, y también al no realizar los actos de fe cuando son necesarios. Y, por último, si cae en el indiferentismo religioso (II,4,102). Y (2), el no bautizado peca por incredulidad (San Pablo enseñará en Romanos que la increencia en Dios es inexcusable). Advertirá nuestro autor contra nuevas doctrinas y prácticas que se están imponiendo en nuestro tiempo (gaianismo, culto a la madre tierra, yoga, reiki…), que se engloban en un mal espíritu denominado New Age, que no es otra cosa que el gnosticismo clásico con nuevos ropajes (II,4, 108-112).

Especial atención le dedica Monseñor Schneider a la francmasonería (II,4,114-127). Animo a que se lean detenidamente esos parágrafos, resumidos en una rotunda definición de esa pseudoreligión, realizada por Pio VII en 1829, y que sigue vigente: «es una secta satánica que tiene al diablo como dios» (II,4,120). Inquietante es su afirmación de que «se puede deducir que muchos Estados modernos están impregnados de masonería» (II,4,123), y es más inquietante aún, a mi juicio, que la condena que contemplaba el Código de derecho Canónico de 1917 no se reitere en el actual Código (II,4,125), aunque Juan Pablo II ya la fulminó duramente en un documento de 1983.

  1. Los SIETE PECADOS CAPITALES.- Sobre la sección dedicada a los Siete Pecados Capitales, señalo a continuación lo que me parece más relevante de su catecismo: respecto al Orgullo, advierte sobre un defecto relacionado muy frecuente en los católicos (sobre todo si están en puestos de responsabilidad) el respeto humano: «una consideración excesiva por la opinión pública y un temor al hombre que se contrapone al temor de Dios» y cuyo peligro más grave es «ocultar su fe o descuidar su legítimo deber cristiano» (II,9,268). En relación a la Avaricia, nos avisa de la necesidad de meditar sobre ese vicio, pues «1. Con la muerte hemos de renunciar a todo lo que hay en la tierra. 2. A los amantes de la riqueza les resulta difícil salvarse. 3. El Hijo Eterno se hizo pobre por nosotros (II,9,274). En cuanto a la Lujuria, hará una denuncia profética: «la aceptación social del pecado sexual -especialmente la sodomía, recalcará nuestro autor- es una señal clara de decadencia de una civilización» (II,9,278). Respecto a la Ira, incide en la paradoja de que, en determinadas situaciones puede ser virtuosa, y cita a San Juan Crisóstomo que afirmó que: «el que no se irrita, teniendo motivo, comete pecado porque la paciencia irracional siembra vicios, alimenta la negligencia e invita al mal, no sólo a los malos sino también a los buenos» (II,9,283). En cuanto a la Gula, concreta con gran agudeza psicológica los terribles efectos de ese desorden pecaminoso: «1. Ofusca la mente. 2. Lleva a la negligencia en los deberes religiosos. 3. Fomenta la impureza y la pereza. 4. Produce riñas y disensiones. 5. Destruye la salud y la riqueza y acorta la vida. 6. Promueve el apego a los placeres. 7. Conduce a la prisa y a la voracidad en nuestro modo de comer y en nuestra vida en general» (II,9,294). Sobre la Envidia , tras mostrar el aspecto especialmente dañino de este pecado (no busca el bien propio, sino el mal ajeno), pedirá con San Pablo que nos «Alegremos con los que se alegran y lloremos con los que lloran» (Rm. 12,15)» (II,9,300). Por último, dándole un enfoque elevado, asociará la Pereza a esa especie de tristeza o disgusto por los bienes espirituales (acedia), ligándola a un apego desmedido por el descanso y un abandono de los deberes» (II,9,301). Entre otros remedios contra este pecado capital, propone «la convicción de que no podemos ser salvos sin obras buenas» y «el pensamiento del reposo eterno que espera a quienes trabajan por alcanzar el cielo -atención a lo que sigue-, lo cual sólo es posible con gran esfuerzo personal (Mt. 11,12). (II,9,304). Hay que esforzarse en entrar por la puerta estrecha -advierte el Señor- y esa entrada exige esfuerzo ascético a cada uno de nosotros (I,16,554).  “Pensar que Dios admite a su amistad a gente regalada y sin trabajos es locura”, nos advierte la sabiduría de Santa Teresa de Jesús en su Camino de perfección.

7.- Los DIEZ MANDAMIENTOS.- Cierro mi comentario sobre esta segunda parte del catecismo de Monseñor Schneider, con unos apuntes tomados de la lectura sobre los diez mandamientos de la ley de Dios. Aunque grabados sobre las dos tablas de piedra que YHWH entregó a Moisés, con Cristo esos mandamientos se perfeccionaron «otorgando la gracia que permite al hombre seguir la Ley de Dios en justicia» (II,11,329). Los exponemos brevemente:

1º.- YO SOY EL SEÑOR, tu DIOS. NO TENDRÁS OTROS DIOSES FUERA DE MÍ.- El ofrecimiento del culto público al Señor «es de mayor importancia que la preservación del universo entero» (II,12,346), pero asimismo es inescindible del  culto interior, «sin el cual todos los actos exteriores son un espectáculo vacío» (II,12,342). Defiende, de acuerdo a la Escritura (Hb. 11 o Ap. 6,9) y la Tradición, la veneración de los santos, rechazando en dicha veneración cualquier elemento idolátrico. En nuestro tiempo, la adoración de dioses falsos incluye conductas como «diversas formas de culto a la naturaleza, por ejemplo, las llamadas ceremonias a la Pachamama o a la madre tierra» (II,12,376).  

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Aunque sin duda por pudor Monseñor Schneider calla, yo sí quiero recordar el espectáculo horrendo que se organizó en octubre de 2019 en los jardines del vaticano con ese ídolo repugnante de la  Pachamama recibiendo culto. Afortunadamente, un joven valiente de Austria, arrojaría unos días después esa basura al Tíber, sacándolas de la iglesia de Santa María in Traspontina.

2.- NO TOMARÁS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO.- «Se profana el santo nombre de Dios mediante su uso descuidado, blasfemia, juramentos falsos o injustos votos indiscretos y ruptura de votos» (II,13,393).  Llama la atención que aquí Monseñor Schneider recuerde el llamado «Juramento antimodernista de San Pío X«, vigente hasta 1967, al que juzga como «muy útil y oportuno» (II,13,403). Sin duda porque nadie banaliza el nombre de Dios como el modernista.

3º.- SANTIFICARÁS EL DÍA DEL SEÑOR.-La sustitución del Sabath por el domingo se realizó en virtud de la autoridad de los apóstoles, a causa de que ese día se realizaron las grandes obras de la Santísima Trinidad: «fue el primer día de la creación, el día de la resurrección de Cristo y el día del descenso del Espíritu Santo en Pentecostés» (II,14,413). Fija nuestro autor a continuación una cierta casuística de cosas que podemos o no podemos hacer para santificar el domingo (II,14,418-429), incidiendo en que «como la blasfemia, la profanación del domingo es un ataque directo a la santidad de Dios, que a menudo provoca sus justos castigos» (II,14,417).

4º.- HONRARÁS A TU PADRE y a TU MADRE.- Ese mandamiento se extiende más allá de la relación paterno-filial, pues nos obliga a honrar a «todos aquellos que tienen autoridad legítima sobre nosotros, incluidos padres, maestros, poderes cívicos y pastores de la Iglesia» (II,15,441).  Los preceptos que da en relación a la relación entre padres e hijos son de una gran belleza (II, 15,445-460), pero por razones de espacio remito a su lectura. Como dice Monseñor Schneider, citando el Libro de Ben Sira, a quien practica la piedad filial «le fue prometida una vida larga y feliz». Y a quienes no lo hagan, «se les considerará malditos» (II,15,455).

Los artículos que seguidamente dedica a la educación de los niños dan en el clavo pues hoy verificamos que muchas escuelas nominalmente católicas donde llevamos a nuestros hijos «constituyen un peligro para la fe y la moral de los niños» (II, 5,463). Éstas han acogido lo que Pío XI y Monseñor Schneider denominan «un código moral universal de educación» cuyo fin no es otro que «liberar la educación de la juventud de toda relación de dependencia con la ley divina» (II,15,465). Y además se da una «educación sexual naturalista«, que «expone e invita a los niños a la experiencia sexual, induciendo así directamente al pecado»  (II,15,466),  sin percatarse -como enseña Pío XI en Divini Ilius Magistri de 1929 que «no reconocen la fragilidad de la naturaleza humana» y olvidan que «en la juventud, los pecados contra la castidad son efecto no tanto de la ignorancia intelectual cuanto de la debilidad de una voluntad expuesta a las ocasiones y no sostenida por los medios de la gracia divina».

Siguiendo la citada encíclica, considerará «erróneo y pernicioso (…) el método de la coeducación» (educar juntos a los dos sexos), lo que parece confirmado hoy, no tanto por motivos morales, sino por el diverso desarrollo orgánico del niño y la niña. Así lo apunta el citado documento papal cuando señala que «la naturaleza humana, que diversifica los sexos en su organismo, inclinaciones y aptitudes respectivas, no presenta dato que alguno que justifique la promiscuidad y mucho menos la identidad completa en la educación de los dos sexos» (II,15,469).

Por último, considera que las madres católicas deberían quedarse en el hogar familiar en vez de incorporarse al mercado laboral -a menos que sea necesario para el sustento de la familia-, sobre todo dentro de los primeros seis años de la vida de los hijos, «los más necesarios para nutrirlos y modelar su carácter cristiano» (II,15,462). Desgraciadamente, hemos permitido que se construyera ante nosotros a new word que ha ido desmontando cualquier vestigio de cristiandad y ha hecho prácticamente inviable ese buen consejo, hoy tan impopular.

5º.- NO MATARÁS.- Destruir la vida del cuerpo humano es matar. Pero destruir la vida del alma también lo es, un verdadero asesinato espiritual (II,16,488). Dos ejemplos, el escándalo, por el cual llevamos a una persona a pecar mortalmente, o el suicidio espiritual, cuando cometemos un pecado mortal que destruye la gracia en nosotros (II,16,490). Hay muchas modalidades de homicidio corporal, «el asesinato, el suicidio, el aborto y la eutanasia» (que provocan directamente la muerte). Pero también nuestro autor considera homicidas conductas indirectas como «los actos de violencia injusta contra la salud o la integridad corporal, incluidas la esterilización y la mutilación, y cualquier acto de ira o disensión que conduzca al asesinato» (II,16,489). Por supuesto, «utilizar o matar animales no es asesinato» (II,16,491), a pesar de lo que bramen los fanáticos devotos de la religión animalista.

Citará la Evangelium Vitae de Juan Pablo II (1995), que enseña que, con los anticonceptivos (que veremos en el siguiente punto), hay «productos químicos, dispositivos intrauterinos y vacunas» que «actúan en realidad como abortivos en las primeras fases del desarrollo de la vida del nuevo ser humano«. Y el aborto, ya sea como medio o como fin, es siempre un desorden moral grave. También citará como «asesinato legalizado», la fecundación in vitro, porque su técnica «no evita que se desechen embriones criopreservados (congelados)«. Y, sin duda evocando sus terribles experiencias durante el comunismo, citará la venganza política, implementada con los campos de concentración y las ejecuciones sin juicio (II,16,495).

Los políticos católicos que abogan por cualquier forma de asesinato legalizado deben «ser castigados según el derecho canónico y no admitidos a la Sagrada Comunión» salvo arrepentimiento (II,16,503).

Muy interesante son los artículos dedicados al uso por el católico de productos médicos confeccionados con células madre fetales (II,16,505-510). Aquí Monseñor Schneider va más allá de la doctrina moral eclesiástica que  -dado el origen remoto de ese material orgánico humano-, permite el uso de esos productos. Él considera que su empleo es injustificable para los católicos, ni siquiera por el principio del «doble efecto» (un mal no deseado y un bien intencionado): «Un católico que utiliza tales productos causa escándalo al participar en una especie de «conspiración contra la vida» objetiva» (II,16,508).

Por descontado, Monseñor Schneider defiende la licitud de la pena de muerte (II,16,519-521) frente a la doctrina novedosa introducida por Francisco (nos remitimos a lo ya comentado en nuestro artículo anterior), así como las condiciones para una guerra justa (II,16,523), y la ilicitud sin excepciones de las armas atómicas por el daño indiscriminado que provocan (II,16, 525).

6º.- y 9º.- NO COMETERÁS ADULTERIO y NO DESEARÁS A LA MUJER DEL PRÓJIMO.-Ambos son pecados con el mismo objeto, pero enfocados desde el punto de vista externo y desde el punto de vista interno (II,17,534). Por una parte, «las acciones y caricias lujuriosas, especialmente cualquier uso de las facultades sexuales fuera del matrimonio; las palabras y canciones lujuriosas, y las miradas lujuriosas” (II,17,537). Por otra, «cualquier pensamiento lujurioso, cuando intencionalmente nos detenemos y complacemos en él, y el deseo o determinación de involucrarse más tarde en un pensamiento o acto lujurioso» (II,17,538). Bastan esas reglas generales, y no es necesario entrar en el morbo de una mayor casuística para que cualquier católico bien formado sepa sin la menor duda cuándo peca de lujuria.      

«Nada es bello sino por la pureza, y la pureza de los hombres es la castidad». Con esta preciosa cita de San Francisco de Sales (II,17,532), Monseñor Schneider nos introduce en el mandato de la preservar la castidad (II,17,550, al considerar el autor el vicio de la lujuria (y por encima de los restantes vicios), una poderosa esclavitud, «una forma particularmente poderosa de esclavitud egocéntrica». Lo confirma Nuestro Señor Jesucristo cuando nos enseña que «todo aquél que comete pecado es esclavo» (Jun. 8,14). La gravedad de este pecado queda atestiguada por las Sagradas Escrituras que nos advierten que «nada inmundo entrará (en el Cielo) (Ap. 21,27) o «ni los fornicarios, ni los adúlteros, ni los sodomitas… heredarán el Reino de Dios» (1 Cor. 6,9-10). Es imprescindible, para guardar la castidad en nuestro tiempo acudir a la oración, pues «con gran parte de la civilización contemporánea inundada de inmoralidad sexual  de diversos tipos, la oración es especialmente importante para obtenernos las gracias necesarias para permanecer castos» (II,17,553). El pecado de la lujuria desordena todas las pasiones humanas, haciendo que los actos más abominables y vergonzosos parezcan deseables, como nos confirma San Pablo (Rm. 1, 24-25), y vemos en nuestras sociedades. 

A continuación, se ocupa del pecado de la anticoncepción, pues es «contraria al orden natural e intrínsecamente mala«. Esa verdad moral ha sido expuesta por la Casti Connubii de Pío XI (1930) –acción torpe e intrínsecamente deshonesta– y confirmada por Pablo VI, en su Humanae Vitae (H.V.)(1968) (sin duda de manera heroica y sobrenatural por la presión sufrida) (II,17,540). Es igualmente ilícito el empleo de anticonceptivos dentro del matrimonio con la excusa del mal menor, ni aún por razones gravísimas, por la regla fundamental de que no es lícito hacer un mal para conseguir el bien, como nos enseña el numeral 14 de la H.V. (II,17,541). En más, al tratar del Sacramento del Matrimonio (en la tercera parte de su Catecismo), Monseñor Schneider precisa la norma fijada por Pablo VI en la H.V. de la licitud de la abstención de relaciones durante los periodos fecundos de la esposa, pero nos avisa de que no es lícito abusar de este método de abstinencia temporal, pues «puede convertirse en un modo de ocultar el egoísmo». Y cita la alocución de Pío XII en 1958 que pide «buena disposición para aceptar alegremente y con gratitud esos dones inestimables de Dios -sus hijos- en la cantidad que Él le plazca mandar» (II,17,709). 

Cuando leo estas palabras -en estos tiempos terminales de descomposición de las clases medias y de cultura de la muerte-, pienso que tenía mucha razón San Agustín cuando señalaba que el mérito martirial de los cristianos de los últimos tiempos –que tendrán que vérselas con el Anticristo- sería muy superior a la de la época de los mártires romanos. Sobre todo la de los padres y las madres que quieran vivir la fe católica de siempre y transmitírsela a sus hijos, por la heroicidad que supone hoy traer muchos hijos al mundo y educarlos en el amor y la obediencia incondicional a Cristo.

7º.- y 10º NO ROBARÁS y NO CODICIARÁS LOS BIENES DE TU PRÓJIMO.- El séptimo mandamiento nos impone «no tomar injustamente los bienes de los otros y nos obliga a reparar cualquier daño que hayamos hecho» (II,18,556). El décimo «nos prohíbe tener celos por los bienes del prójimo y todo deseo interior injusto por la propiedad de otro» (II,18,557). 

Monseñor Schneider incluye dentro del Hurto, el trabajo mal remunerado (II,18,569), un pecado muy actual. Yo añadiría, además -de acuerdo con las Sagradas Escrituras- que es de los que claman al Cielo  (St. 5,4).

Frente a los falsos ideales del comunismo -cuyas condenas históricas por Pío XI nos recuerda nuestro autor y hemos analizado en nuestra primera entrada sobre el catecismo-, opone el Principio de Subsidiariedad de la Doctrina Social Católica, que significa una «toma de decisiones a nivel más bajo y local posible», lo que hace factible que «toda acción de la sociedad por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos»  (Pío XI, Quadragesimo Anno (1931). Y criticará como opuestos a este principio, el globalismo y la tecnocracia (principios rectores de nuestra época), donde las decisiones y los derechos y libertades privados, «están controlados por un pequeño número» (II,18,563), de manera opuesta a las sanas reglas de la Doctrina Social Católica.

Interesante -y polémico- es también considerar, lícito el préstamo con interés, pero sólo en función de la pérdida resultante -la depreciación de la moneda- y el riesgo asumido -el peligro de mora- (II,18,574). Por tanto, la usura es «un robo mediante la exigencia de intereses sobre un préstamo sin título legítimo o en exceso de la justa proporción» (la depreciación y el riesgo de mora, según se dijo). Aunque no lo manifiesta expresamente, de estos principios deduzco que Monseñor Schneider sigue la teoría católica clásica que considera que el dinero no es productivo, que no hay razón moral que justifique negociar con él, y que, por tanto, todos los bancos practicaban -y practican hoy- la usura.  Recordemos que la Rerum Novarum de León XIII (1891) hablaba de ella como «usura devoradora…, un demonio condenado por la Iglesia , pero de todos modos practicado de modo engañoso por hombres avarientos». Probablemente, nunca como en este tema el demonio está en los detalles. 

8º.- NO LEVANTARÁS FALSO TESTIMONIO CONTRA TU PRÓJIMO.-  Ese mandamiento postula «el respeto absoluto por la verdad«. Prohíbe «directamente toda mentira» e «indirectamente cualquier cosa que ataque de manera injusta la reputación y la honra de nuestro prójimo» (II,19,590).

Los pecados contra este mandamiento -advierte Monseñor Schneider- se han vuelto muy comunes en nuestro tiempo, pues «especialmente después de la II Guerra Mundial, el uso de los medios de comunicación para distorsionar los hechos, influir en la opinión pública e imponer una percepción falsa de la realidad (por ejemplo, a través de la propaganda) ha atrapado a muchos en pecados habituales contra este mandamiento» (II,19,591). Creo que todos estaremos de acuerdo en que esa percepción se ha ido incrementando con el tiempo en progresión geométrica, de modo que hoy, en la era de la información, encontrar una verdad sin deformar en los medios de comunicación es como encontrar una aguja en un pajar. 

Si Cristo es la Verdad (Jn. 14,6), Satanás es el «padre de la mentira» (Jn. 8,44) (II,19,593). Por lo tanto, según deformemos los hechos claros mediante el lenguaje nos apartaremos más del Señor y nos acercaremos al demonio.  Por ello, ni siquiera para defender nuestra vida podemos mentir, pues caeríamos en el error del consecuencialismo (hacer el mal para que venga el bien -Rm. 3,8-). Pero sí podemos, tal y como nos enseña el Doctor Angélico, «ocultar la verdad prudentemente«, por una causa justa, como en el uso de la reserva mental o el equívoco (S.T. II-II, q. 110 a3, resp.4)(II,19,594).  Por lo tanto, concluye Monseñor Schneider, no está prohibida en ocasiones la reserva mental amplia y los equívocos porque, a la vez que “no decimos falsedad alguna con ellas, permitimos que nuestro oyente se engañe si no tiene derecho a la verdad o si saberla puede ocasionar un daño previsible» (II,19,598). 

Junto a la mentira se destacarán «otros pecados contra la verdad«: falsificación, hipocresía, adulación, jactancia, disimulo o incluso -a sensu contrario- indiscreción, «revelar verdades que deben mantenerse en secreto» (II,19,607).

Finalmente, y para concluir, tras advertir contra el juicio precipitado y de la sospecha temeraria (II,19, 616-617), Monseñor Schneider, con el caudal de su inmensa unción y sabiduría cristiana, nos dirige por el camino más seguro para formarnos una opinión sobre nuestro prójimo: 

«Debemos comenzar por juzgar solo los actos externos de nuestro prójimo, sopesarlos con la verdad y suponer lo mejor de sus acciones, al menos cuando no hay peligro de dañar a tercero. Debemos dejar el juicio de sus intenciones y del estado de su alma a Dios, que es el único que escudriña el corazón» (Rm. 8,27).

LUIS LÓPEZ VALPUESTA

SOBRE EL CATECISMO CONTRARREVOLUCIONARIO DE MONS. SCHNEIDER (II)

Continuamos con el segundo de los artículos publicados por don LUIS LÓPEZ VALPUESTA dedicado al interesante libro del obispo Athanasius Schneider titulado «CREDO. COMPENDIO DE LA FE CATÓLICA»,

I

Monseñor Schneider, en el Prefacio de su Catecismo, justifica su redacción ante el desconcierto de los católicos por el caos doctrinal actualmente reinante:

«Por tanto, me veo obligado a responder a las peticiones de tantos hijos e hijas de la Iglesia que están perplejos ante la extendida confusión doctrinal en la Iglesia en nuestros días. Ofrezco esta obra, Credo: Compendio de la Fe Católica, para fortalecerlos en su fe y servir de guía a la enseñanza inmutable de la Iglesia. Consciente del deber episcopal de ser «promotor de la fe católica y apostólica» (catholicae et apostolicae fidei culturibus), como se establece en el Canon de la Misa, deseo también dar testimonio público de la continuidad e integridad de la doctrina católica y apostólica. Al preparar este texto, mi público objetivo han sido principalmente los «pequeños» de Dios: fieles católicos que están hambrientos del pan de la doctrina verdadera».

En realidad, el objetivo de este libro se abre más allá de este loable propósito y ha sido el Cardenal Robert Sarah, en su carta recomendatoria al inicio, el que nos ha puesto sobre esta pista. En efecto, señala el cardenal que este catecismo «invita a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a profundizar (e incluso, cuando sea necesario, a corregir) su conocimiento de la doctrina católica» (subrayado nuestro). Pero no sólo los fieles, pues como recordará el mismo Catecismo, es posible «reformular para mayor claridad, o incluso corregir, las enseñanzas no infalibles y no definitivas, o los mandatos de un Papa o un concilio». Pues «estos actos reformables son especialmente notables, como algunas afirmaciones del Concilio Vaticano II que son en sí ambiguas y pueden conducir a una compresión errónea»  (I,16,660).  

La reflexión de este santo Cardenal va más allá de superar la ignorancia de los católicos en tal o cual punto de doctrina cristiana, porque para solventarla podemos consultar el -en general-, excelente Catecismo de la Iglesia Católica que Juan Pablo II publicó en 1992. O, en última instancia, acudir a los reconocidos teólogos católicos (los grandes y antiguos, no los mediáticos y modernos). Lo que el cardenal Sarah nos quiere decir tiene que ver con lo que muchos católicos creen de buena fe que es la recta doctrina, y no lo es. Hablamos de un ambiente de confusión causado por la dinámica de ambigüedad en tantos puntos de doctrina (sobre todo moral, pero no sólo), que venimos arrastrando desde el Concilio Vaticano II. Ambigüedad introducida deliberadamente por los teólogos redactores de los documentos conciliares (eso hoy no lo discute nadie) con el perverso fin de que en el futuro se colasen doctrinas que, mostradas de golpe, repugnarían a los «católicos sencillos», pero que en pequeñas dosis acabarían siendo asumidas. Lo que acertadamente se ha denominado «bombas de tiempo».  Y así lleva sucediendo desde el final del Concilio, cada vez con mayor intensidad. 

Contemplemos el pontificado de Francisco, donde varias de esas bombas han estallado a la vez, oscureciendo la doctrina moral y sacramental (Amoris Laetitia o Fiducia Supplicans); la liturgia (Tradiciones Custodes o la implementación de ritos chamánicos/amazónicos) y la recta doctrina  (la calificación como inmoral de la pena capital -en contra de la Escritura, la Tradición y la doctrina de los padres-). Se ha negado a la Bienaventurada Virgen María su papel de corredentora -contra el sentir del pueblo cristiano-, y juzgado a las falsas religiones como una riqueza querida por Dios, contradiciendo el dogma «extra ecclesiam nulla salus«.  De ahí la necesidad de “reformular para mayor claridad, o incluso corregir, las de enseñanzas no infalibles y no definitivas, o los mandatos de un Papa o un concilio«, si son “ambiguas y pueden conducir a una compresión errónea» (I,16,660). 

En definitiva no hay ningún católico -consagrado o laico- con dos dedos de frente que no se dé cuenta de este vigente drama, pero la mayoría hoy no tiene la más mínima vocación martirial (en el sentido literal de ser testigos de esa verdad), y no actúan en consecuencia. Por comodidad, por inercia, por cobardía, por no perder el calor de establo…, me da igual. Es cierto que ir contra la dinámica de los tiempos desgasta mucho, pero como nos recordó la sabiduría de Chesterton «sólo el que nada contracorriente sabe que está vivo». 

Monseñor Schneider sí tiene vocación de testigo de la fe y por ello reacciona valientemente contra toda esta impostura en su Compendio. Éste, tras una introducción general sobre la doctrina cristiana, presenta una clásica división tripartita: 1º.- La Fe: lo que creemos verdaderamente. 2º.- La Moral: el buen obrar 3º.- El Culto divino: ser santo. En este segundo artículo (de tres que le dedicaré a esta imprescindible obra) reflexionaré sobre el primer punto -la fe-, dejando los otros dos -la moral y el culto- para un artículo conclusivo.

II

La primera parte del catecismo está dedicada al acto mismo de creer en Dios creador. Aunque el compendio se dirige ante todo a los católicos (a creyentes), la obra muestra la razonabilidad de la existencia de Dios, citando las clásicas vías tomistas y mostrando la poca consistencia del ateísmo. «Cuando no se debe al deseo de estima humana o al beneficio material, el ateísmo puede surgir de la pura ignorancia, del razonamiento defectuoso o de la corrupción del corazón». Y respecto a los científicos ateos señalará «que se han excedido los límites inherentes a toda ciencia natural y han adoptado una filosofía defectuosa» (I,1,26-27). 

Entre las numerosas entradas que dedica esta primera parte del Compendio a la fe, he separado algunos temas importantes donde hay una clara escisión entre lo que han creído los católicos semper, ubique et omnibus, y las novedades que se han ido introduciendo en los últimos años. Son cuestiones cruciales que repugnan al sano sentido de la fe  y que el Cardenal Sarah invita, como hemos visto, a corregir, ayudados de la sólida doctrina de esta obra. Veámoslas: 

A).- La CREACIÓN.- La Creación -esto es, el acto por el cual Dios libremente da origen a seres a partir de la nada (ex nihilo) (I,3,80)- es un acto realizado para su propia gloria, pues «Dios… no tiene necesidad de otros seres; Él ya se dona a sí mismo plenamente en la Trinidad de las Personas divinas. Ni su naturaleza ni su buena voluntad lo obligan a crear de forma necesaria; era totalmente libre de crear o no» (I,3,83), y si decidió crear fue para «mostrar su propia bondad y perfección, a partir de las bendiciones que, en su amor, concede gratuitamente a las criaturas» (I,3,84). 

Por tanto, el último fin de la Creación no es el hombre sino la Gloria de Dios. «Todo viene de Dios «porque de Él y para Él son todas las cosas (Rm. 11,36)» (I,3,95).  La deformación de esta Verdad da origen a un doble error, rabiosamente actual: El primero: «la personificación e incluso la divinización de la naturaleza, a menudo manifestada en formas de idolatría ambiental misticismo ecológico, rituales a la diosa Madre Tierra, animismo y otras formas de adoración pagana» (I,386). El segundo, el transhumanismo, que en definitiva «encarna el pecado original del hombre de querer ser como Dios sin la gracia» (I,3,87). Aquí Monseñor Schneider cita muy oportunamente a San Pío X -motu propio Doctoris angelici (1914): «El error en cuanto a la naturaleza de la creación engendra un falso conocimiento de Dios». 

Recalcar esta verdad teocéntrica es fundamental, porque muy probablemente, la causa primera de la desarticulación en nuestros días de la estructura clásica de la doctrina católica tenga que ver con lo que se ha denominado el «giro antropológico» de la fe cristiana. Su origen histórico podemos rastrearlo en el primer renacimiento, pero su culminación y plenitud llegará con el optimismo antropológico del Concilio Vaticano II. Recordemos algunos asertos significativos de la Gaudium et Spes«Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos» (12) y «El hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma -propter seipsam– (24). 

Monseñor Schneider deja muy claro que «Aunque el hombre nunca debe usarse como un medio para un fin, la noción de que el hombre existe por sí mismo es un error autorreferencial del antropocentrismo, arraigado en la filosofía anticristiana de Inmanuel Kant (1724-1804), y cita a continuación a Santo Tomás: Más bien, «Dios quiere las cosas fuera de si mismo en la medida que están ordenadas a su propia bondad como su fin»  (S.T. I, q. 19 a. 3,c) (I,3,96).  

B).-El ERROR RELIGIOSO.- Desde el principio de esta sección Monseñor Schneider reafirma una verdad católica que, a partir del Concilio Vaticano II, se pone en cuestión (no explícitamente en documentos –véase la Dominus Iesus (2000)– , sino más bien por hechos consumados de obispos y papas): «Sólo la religión establecida por Dios y llevada a su plenitud en Cristo, con su culto divinamente revelado, es sobrenatural, santa y agradable a Dios. Todas las demás religiones son inherentemente falsas y sus formas de culto perniciosas o, en último término, inválidas para la vida eterna» (I,6,200).

La diversidad de religiones que hay en el mundo -a diferencia de lo que afirma habitualmente Francisco- no puede ser querida por quien es la Sabiduría, pues «Dios no puede ser el autor de errores religiosos ni de ningún otro mal, porque «Dios es veraz» (Jn. 3,33). Las religiones falsas, señalará Monseñor Schneider, evocando la rotunda afirmación de San Agustín, «surgen del engaño del diablo, el pecado y la ignorancia (males que Dios simplemente tolera en nuestro mundo caído) (I,6,214). 

Tampoco son gratas a Dios las otras dos religiones monoteístas. Respecto del judaísmo, explicará que si los judíos no han aceptado a Cristo, han rechazado por ello hasta su Antigua Alianza, pues el Señor dijo «Si creyerais a Moisés, me creeríais a Mí, porque de Mí escribió él» (Jn. 5,46). Por tanto, el judaísmo «no es una fuente de gracia santificante y de salvación para sus adherentes», pues incluso en tiempos de la Antigua Alianza, la salvación requería la fe en el Salvador que vendría»  (I,6,204).  

Respecto del Islam, es errónea -así lo manifiesta sin eufemismos- la apreciación de la Lumen Gentium (16), y recogida en el numeral 841 del CIC: «adoran con nosotros a un único Dios». Basta leer la Sura 112 del Corán -que cita a pie de página- para verificar un rechazo explícito al Dios verdadero, uno y trino; o recordar una de las más importantes oraciones musulmanas, la Al-Ikhlas-Ayat, que niega la revelación cristiana. Recuerda igualmente nuestro autor la impugnación anticipada que la Sagrada Escritura hace de esa falsa religión en la Primera Carta de san Juan: «Todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios» (I,6, 207-210). Y los musulmanes no confiesan a Jesús como Hijo de Dios.  

En relación con las otras comunidades cristianas (I,6,215) nos dice que «El Espíritu Santo no usa las falsas religiones para otorgar la gracia y la salvación al hombre«. Sale así paso de la confusa expresión de la Unitatis Redintegratio (1964) (3) que afirma que «El espíritu Santo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación, cuya plenitud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad de la Iglesia católica». Como señala Monseñor Schneider, Dios puede conceder la gracia a un hombre inculpable de no conocer la religión verdadera, pero «tales gracias de ninguna manera serían «mediadas por o debido a» la religión falsa misma. Más bien, la gracia puede darse a pesar del error del hombre y para sacarlo del error y llevarlo a la fe«.

C).- La FRATERNIDAD HUMANA Y FILIACION DIVINA.- Todas las personas tienen una dignidad ontológica por el sólo hecho de ser una criatura de Dios. Pero sólo alcanzan la dignidad sobrenatural por la semejanza divina los bautizados y la conservan mientras no pequen mortalmente (I,6,224). Por lo tanto, sólo son «hijos de Dios» los cristianos. «Sólo se llega a ser hijo de Dios por la fe en Jesucristo, Verbo Encarnado e Hijo de Dios, renaciendo en Dios por el sacramento del bautismo» (I,6,226).

Frente a la afirmación del CIC de que «Esa sabiduría (popular) es un humanismo cristiano que afirma radicalmente la dignidad de toda persona humana como hijo de Dios, establece una fraternidad fundamental…» (1676), afirmará que es el sacramento del bautismo el que establece esa fraternidad de Hijos de Dios. Se confirma en la declaración dogmática del Concilio Vaticano I. «Si alguno dijere que la condición de los fieles y de aquellos que todavía no han llegado a la única fe verdadera es igual, sea anatema» (Constitución Dei Filius. Cap.3, can. 6).

D).- La VIRGEN MARÍA CORREDENTORA y MEDIADORA.-  Aunque no reconocidas como dogma (todavía), el sentir del pueblo cristiano afirma sin vacilar esas dos verdades de nuestra fe católica, pero lamentablemente nuestro actual Santo Padre se empeña en negarlas una y otra vez (con evidente imprudencia, porque un sucesor suyo puede -y debe- creer en tales verdades y -ojalá- formular el quinto dogma mariano). Siguiendo ese sentir, Monseñor Schneider citará la preciosa reflexión de San Bernardo de Claraval: «Por esa plenitud de gracia y de vida sobrenatural, estaba (María) particularmente predispuesta a la cooperación con Cristo, único Mediador de la salvación humana. Y tal cooperación es precisamente esta mediación subordinada a la mediación de Cristo. En el caso de María se trata de una mediación especial y excepcional» (I,9,328).

E).- La MISION de la IGLESIA.- La misión de la Iglesia no es «mejorar el bienestar del hombre, como si el Hijo de Dios se hubiera encarnado para establecer una organización de servicios humanitarios a fin de combatir la pobreza, las enfermedades o la contaminación ambiental» (I,16, 531). Tampoco -y aquí cita algunas palabras y expresiones de Fratelli Tutti, encíclica de Francisco de 2020)- para buscar «una nueva humanidad», en la que «una paz real y duradera sólo será posible sobre la base de una ética global de solidaridad y (…) responsabilidad compartida por toda la familia humana«. Es el error del llamado cristianismo secundario, que «juzga la religión por sus efectos subordinados en orden a la civilización, haciéndolos prevalecer y sobreponiéndolos a los sobrenaturales que la caracterizan (Romano Amerio. Iota Unum).

La Iglesia, en definitiva,  no está para «trabajar por el avance de la humanidad y la fraternidad universal», sino que tiene «la autoridad divina y el mandato de enseñar, gobernar y santificar a todos los hombres en Jesucristo hasta que Él vuelva en su gloria» (I,16,530). O como decimos sencillamente los católicos: «La Iglesia está para ayudar a los hombres a alcanzar el Cielo». Para otra cosa ya tenemos los políticos demagogos. 

Y por supuesto, la Iglesia es necesaria para la salvación, de modo que «no podrán salvarse aquellos que, sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria, con todo no hayan querido entrar o perseverar en ella» (I,16,544). Son muy instructivos los artículos que dedica el autor a la posibilidad de salvación de los no católicos, pero exceden la extensión de un mero artículo, por lo que remito a su lectura atenta (I,16, 545-557).

F).- La AUTORIDAD del ROMANO PONTIFICE.- Con unas hermosas palabras que el autor recoge de la Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I (1870), sintetizará el Primado del Papa en materia doctrinal: «El Papa es el principal maestro, guardián y defensor de las verdades reveladas. Le corresponde a él: 1. Defender lo que Dios ha revelado para ser creído, obrar y evitado. 2. Condenar los errores contrarios a la divina Revelación, contenida en la doctrina apostólica que ha recibido y 3. Ser signo visible y principio de la unidad de la fe y comunión del episcopado y de los fieles”. (I,16,671). 

Pero ese poder, como añade el citado documento del Concilio Vaticano I, no le permite introducir nuevas enseñanzas, sino «guardar santamente y exponer fielmente la Revelación transmitida por los apóstoles, es decir, el Depósito de la fe»  (Cap. 4). Es más, como dice el Compendio: «Sin embargo, como cualquier obispo, un Papa puede resistirse a la gracia de su cargo y enseñar errores doctrinales en sus afirmaciones diarias, ordinarias y no definitivas, es decir, fuera de los pronunciamientos ex cathedra» (I,16,678). Y sin complejos mostrará algunos cambios doctrinales de nuestro papa Francisco, como manifestar que la pluralidad de religiones es expresión de una sabia disposición divina con la que Dios creó a los seres humanos (2019) o que la pena de muerte es per se contraria al Evangelio (2017), novedad ésta que lamentablemente se ha trasladado al CIC (numeral 2267) (I,16,679).

Se pregunta Monseñor Schneider si ha habido casos de Papas que hayan promovido oraciones doctrinalmente ambiguas en la Liturgia de la Misa o promovido prácticas sacramentales que son doctrinalmente erróneas y moralmente problemáticas (I,16,680-681). Lamentablemente la respuesta es afirmativa y vinculada a nuestro tiempo en ambos casos: el cambio del Ofertorio de la Nueva Misa por Pablo VI (1969) oscurece la naturaleza propiciatoria del sacrificio, siendo esas oraciones cercanas a la concepción protestante de la Santa Misa como mero banquete. O la posibilidad de comunión a los adúlteros y la negación de la eternidad de las penas del infierno (ideas sostenidas por nuestro actual papa (I,19,808), pues Francisco aprobó las normas de los obispos de Buenos Aires que concedían la comunión a los adúlteros públicos impenitentes. Y, en la cuestión del infierno, Francisco afirma en Amoris Laetitia que «nadie puede ser condenado eternamente, porque esa no es la lógica del Evangelio» (297). Sin embargo, como advierte Monseñor Schneider lo cierto es que los que rechazan la gracia del arrepentimiento del pecado mortal se encuentran en un estado de condenación eterna  después de la muerte.  Y nos exhorta a evitar el infierno, meditando sobre él como han hecho muchos santos que nos precedieron y trascribiéndonos la estremecedora experiencia de Lucía de Fátima en 1917. 

G).- La COLEGIALIDAD y la SINODALIDAD.- Aunque es loable la colaboración entre los obispos (I,16,709), Monseñor Schneider nos avisa de que «una falta de comprensión de la colegialidad puede llevar a ver el gobierno de la Iglesia como un parlamento democrático o igualitario, en lugar de la jerarquía monárquica establecida por Cristo Rey. Disminuiría la autoridad suprema del Papa sobre toda la Iglesia y la autoridad local de cada obispo en su propia sede» (I,16,710). Respecto a la sinodalidad nos dice algo de puro sentido común (teniendo sin duda presente el inminente Sínodo): «ha consumido mucho tiempo y recursos que podrían emplearse mejor en la oración y la predicación, como aconsejaba San Pedro (Hch. 6,4)».

III

Los últimos puntos que quiero tratar de esta primera parte (de las tres partes de que consta este catecismo) son especialmente polémicos y por eso deseo examinarlos en un apartado diferente. En esos asuntos la diferencia entre lo que han creído los católicos que nos precedieron y lo que creen hoy es absoluta, sin matices.  Hasta tal punto que la lectura de esta parte del Compendio puede producir un inmenso vértigo a las conciencias de nuestra cómoda generación católica, educada en valores tan aparentemente magníficos como el respeto a las opiniones ajenas (sean cuales sean), la tolerancia sin límites (salvo a los católicos carcas, como propugnaba el tolerante John Locke), o la democracia como la forma sacrosanta de regir una sociedad, el desvelado Santo Grial de la política actual.

Estos puntos controvertidos son el Poder espiritual y poder temporal de la Iglesia (I,16,714 a I,16,745), el liberalismo (I,16,740-745) y la Libertad religiosa (I, 16, 746-758). ¿Creíamos de veras que «ese «Contra-Syllabus» que era la «Gaudium et Spes» (Benedicto XVI) había enterrado para siempre las combativas encíclicas de Gregorio XVI, Pío IX o León XIII? Veremos a continuación que no, gracias al Catecismo que comentamos:

H).- PODER ESPIRITUAL y PODER TEMPORAL de la IGLESIA.-  Cuando uno estudia objetivamente la historia de la Iglesia en las naciones católicas, casi puede contar con los dedos de la mano los momentos históricos en los que la relación Iglesia-Estado fue como miel sobre hojuelas. Todos los Papas y los príncipes católicos conocían los principios tradicionales que vinculaban ambos ámbitos de poder y que en este Compendio se recogen con gran fidelidad (I,16,728-745). Pero llevarlos a la práctica era harina de otro costal. Seguramente porque no haya un aspecto en la historia humana donde el demonio posea tanta influencia para tentar (y vencer) como en el asunto del poder (político y religioso, sin excepciones). Aunque el demonio miente como un bellaco, no creo que desbarrase mucho cuando en el desierto le espetó a Nuestro Señor con arrogancia que «la gloria de los reinos me ha sido entregada y yo se le doy a quien quiero» (Lc. 4,6).

Con este proemio, quiero incidir en la idea de que los principios objetivos de la relación Iglesia-Poder Civil por muy buenos que sean (y los católicos tradicionales lo son), pueden resultar desastrosos si se aplican con soberbia, mala fe o imprudencia (por cualquiera de las partes). Ejemplos históricos los hay a espuertas.

Entrando ya en el Compendio, Monseñor Schneider toma el toro por los cuernos y afirma claramente que «el poder espiritual y el temporal (…) están destinados por Dios a actuar en perfecta concordia y armonía (I,16.729). Y cita a San Pío X, que en su encíclica «Vehementer nos» (1906) nos instruye así: «Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva (…), así como el orden de la vida presente está todo él ordenado a la consecución de aquel sumo y absoluto bien, así también es verdad evidente que el Estado no sólo no debe ser obstáculo para esta consecución, sino que, además, debe necesariamente favorecerla en todo lo posible». A continuación expondrá la superioridad del poder espiritual sobre el temporal (I,16,730) y, por lo tanto, la subordinación del segundo al primero (en todo aquello que se refiere al orden espiritual) (I,16,731); la exigencia a los Estados de ayudar a la Iglesia en el cumplimiento de su misión (I,16,732-733), e incluso la obligación de los Estados de venerar públicamente al Dios verdadero y proteger la verdadera religión que es la Religión Católica (I,16,734), lo que implica también trabajar por reprimir la herejía y el cisma (I,16.736). Por supuesto eso no significa que el poder civil -o el religioso- obligue a los ciudadanos a hacerse católicos (pues nadie cree sino queriendo) y, además, hay ocasiones en la que deben los Estados tolerar a las religiones no católicas cuando la prudencia prevé un daño mayor en su prohibición (I,16,737). 

Nos guste más o menos, esa era la doctrina tradicional sólidamente reafirmada por sucesivos pronunciamientos papales, y bajo sus auspicios se desarrollaba la vida política diaria de las naciones con mayoría de la población católica, y generalmente funcionaba bien. A partir de la Revolución Francesa se introdujo una idea impía (condenada por León XIII en Libertas Praetantissimus de 1888), pero que acabaría triunfando en las naciones y en misma Iglesia tras el Concilio Vaticano II: la laicidad de los Estados. Los Papas del siglo XIX y XX lucharon denodadamente contra ella, sinceramente convencidos de que «el bien común de toda nación requiere especialmente que los representantes de la autoridad civil profesen públicamente y veneren la verdadera fe católica» (Pío XII, Mystici Corporis Christi, 47) (1943) (I,16,735). Veinte años después de esta enseñanza del último papa preconciliar, el Concilio Vaticano II tiraría literalmente a la basura esta doctrina (que se contenía en los Trabajos Preliminares, desechados al inicio de las sesiones), y las funestas consecuencias de tal decisión para las naciones antaño católicas están a la vista para el que quiera verlo. Aunque soy muy pesimista en cuando a la rehabilitación de la doctrina tradicional  -exigiría poco menos que un milagro-, hay que destacar el mérito de Monseñor Schneider de recordarnos a los católicos que no nos conformemos con meramente sobrevivir en sociedades laicas como las actuales, donde el diablo domina en todos los ámbitos. Las sociedades católicas tradicionales no eran desde luego perfectas (la hipocresía era un vicio muy frecuente), pero sí inmensamente más sanas que las actuales. Merece la pena luchar por ellas, aunque nuestro principal obstáculo sea a día de hoy las rocosas posiciones liberales de nuestra querida Iglesia Católica.  

I).- LIBERALISMO.- Como afirma sin titubeos Monseñor Schneider, afirmar como principio la separación de la Iglesia y el Estado es un error que se denomina liberalismo (I,16,740-745). La razón por la que un católico debería rechazar de plano esta doctrina la expone perfectamente en (I,16,742): «1. Afirma una libertad personal ilimitada como un derecho irrestricto, lo cual es contrario a la ley natural y a la Revelación divina. 2. Niega la legítima subordinación del Estado a la Iglesia; 3. Desprecia el reinado social de Cristo y rechaza los beneficios que de ello se derivan; 4. Inculca el indiferentismo ante la ley moral y conduce a una anarquía hedonista».  

Monseñor Schneider es, además, de los pocos prelados actuales que se atreven a proponer públicamente la excomunión de los católicos con cargos públicos que actúan contrariamente a las enseñanzas de la Iglesia: «Si continúan con tales actos, deben ser amonestados públicamente por la salvación de sus almas y, si continúan en su obstinación y sin arrepentirse, deben ser excluidos de la recepción de los sacramentos» (I,16,745).            

J).- LIBERTAD RELIGIOSA.- Los artículos que dedica Monseñor Schneider a la libertad religiosa postulan el retorno a la doctrina tradicional, especialmente tratada en el siglo XIX con el Syllabus y la Quanta Cura de Pío IX, o la Libertas Praestantissimum y la Inmortale Dei de León XIII. Aunque muchos teólogos se han esforzado -y siguen devanándose los sesos- en hacer encajes de bolillos para demostrar una continuidad entre la doctrina antigua (que incidía en la libertad de las conciencias)  y la moderna (que se fundamenta en la libertad de conciencia a secas), la realidad es que, salvo que abandonemos el principio de no contradicción, esa conciliación no es posible. Y que conste que he leído a muchos autores muy inteligentes que se han estrujado sus meninges infructuosamente para cuadrar el círculo.

La cuestión de fondo es que, como se afirma en el Compendio sintetizando la doctrina tradicional: «nadie tiene un derecho universal, positivo y natural a difundir una religión falsa» (I,16,748). La Dignitatis Humanae (D.H.) del Concilio Vaticano II (7-12-65), por una parte asume verdades tradicionales como «Todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla» (1) o «en materia religiosa no se obligue a nadie a ir contra su conciencia» (2). Hasta aquí. Porque por otro lado, contradice el principio tradicional expuesto al principio al afirmar un derecho a la libertad religiosa más allá de la religión verdadera y revelada, de modo que «ni se le impida a nadie a que actúe conforme a ella, en privado o en público, solo o asociado a otros, dentro de los límites debidos» (2). Es más, ese derecho -según la  D.H.- «ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de modo que llegue a convertirse en un derecho civil». Como bien apunta Monseñor Schneider, ese reconocimiento, aparte de violar la ley divina y fomentar el indiferentismo religioso, allana el camino para religiones falsas -sobre todo las nuevas religiones laicas– que contradicen la ley natural y generan daños graves para la misma sociedad. Ni siquiera -sigue explicando nuestro autor- “una conciencia invenciblemente errónea establece un derecho legítimo, puesto que si bien una conciencia invenciblemente errónea excusa del pecado cuando uno viola la ley divina como consecuencia de ese error, nunca puede establecer un derecho a tales violaciones» (I,16,751). Pues «el derecho es una facultad moral que (…) no podemos suponer concedida por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la virtud y al vicio» , de tal modo que «las opiniones falsas, que son la máxima plaga mortal del entendimiento humano, y los vicios corruptores del espíritu y de la moral pública deben ser reprimidos por el poder público para impedir su paulatina propagación, dañosa en extremo para la misma sociedad» (I,16,750). Dicho en plata, el error no tiene derechos, ni en privado ni en público.

Aunque la D.H. anota que «deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (1), es obvio que no es así. Sencillamente porque, como razonaron los griegos hace ya casi veinticinco siglos, «una proposición no puede ser ella misma y la contraria al mismo tiempo y en el mismo sentido».  

Por muy duro que se nos haga a nuestros oídos modernos, la realidad es que los católicos debemos creer, como siempre lo hemos hecho, que el catolicismo es la única religión divinamente revelada, lo que implica que las demás son falsas, sin excepción. Y si son falsas, no tienen derechos, ni naturales ni civiles. Ser católicos y no aceptar esta verdad es una incongruencia que puede obedecer a diversas razones, aunque en última instancia se resumen en el miedo a que nos tachen de intolerantes, o en respetos humanos (pensamos que hacemos una injusticia a alguien por restringir, en una nación católica, el culto público de su falsa religión, cuando es todo lo contrario). En cualquier caso, si somos coherentes, debemos reivindicar el principio tradicional sin mácula ni reserva mental, porque un católico sin tradición es un dislate, un oxímoron, y por ello, resultan mucho más coherentes los artículos del Compendio de Schneider que los párrafos de la D.H. (un documento francamente contrario a la doctrina tradicional de la Iglesia). 

Por supuesto no se trata de imponer nada a nadie (esa es la zafia impugnación que hacen los liberales). Además, ya no se puede volver atrás para detener la catástrofe histórica de que numerosísimas comunidades católicas se hayan desbaratado en tantos países de Europa (indiferentismo) e Hispanoamérica (sectas protestantes), precisamente a partir de la incorporación de la nueva concepción de la libertad religiosa de la D.H. en sus Ordenamientos jurídicos. Pero al menos, los católicos actuales -el resto fiel que todavía queda-, si anhelamos en serio reconstruir una sociedad católica y un país con leyes cristianas, debemos interiorizar como primer principio operativo que con las normas del Catecismo de Schneider había sociedades católicas y que con las de la D.H. se disolvieron: «Por sus frutos los conoceréis». Cuando la mayoría de los católicos del mundo se convenza de esa verdad e inicie “el buen combate” por ella, el milagro será posible.

LUIS LÓPEZ VALPUESTA

SOBRE EL CATECISMO CONTRARREVOLUCIONARIO DE MONS. SCHNEIDER (INTRODUCCIÓN)

Comenzamos este curso 2024/25, publicando en varias partes una serie de interesantes artículos que don LUIS LÓPEZ VALPUESTA, abogado y escritor, ha dedicado al libro publicado recientemente por el obispo Athanasius Schneider titulado «CREDO. COMPENDIO DE LA FE CATÓLICA», el cual recomendamos su lectura y estudio. Esta serie de artículos han visto la luz en el blog del autor:https://noliteconformari.blogspot.com/ y en el que tiene alojado en la web de Infovaticana: https://infovaticana.com/blogs/nolite-conformari/


I

Para entender bien la grandeza y, sobre todo, osadía de este Catecismo, es imprescindible con carácter preliminar conocer a fondo la persona de su autor, el obispo auxiliar de la lejana localidad de Astana, en Kazajistán.  Pero como aquí no se pretende hacer sino un humilde artículo sobre la impresión que esta obra ha dejado en el alma de quien esto escribe, me limitaré a recordar unos pocos datos de su biografía familiar. Datos que, a mi juicio, no sólo explican la solidez de la fe tradicional de este obispo, sino también nos pone sobre la pista de la razón por la que Occidente entero ha diluido dicha fe entre las miasmas del progresismo mundial. 

En la larga entrevista que concedió a Diane Montagna, recogida en el libro «Christus Vincit» (2019), Monseñor Atanasius Schneider nos narra los orígenes de su familia ruso-alemana. Fue sobre los años 1809 o1810 -casi un siglo antes de la diabólica revolución comunista de 1917-, cuando muchos alemanes emigraron a las orillas del Mar Negro. Eran russlanddeutsche, procedentes de la región de Alsacia y Lorena, territorios de permanente disputa entre Francia y Alemania hasta el final de la II guerra mundial.  Fervorosamente cristianos, trabajaban como agricultores, y dada la amplia presencia de una comunidad católica en esa región, el papa erigió en ese siglo XIX una diócesis que se denominó Tiraspol, con un obispo que era elegido entre la propia comunidad (como tradicionalmente hacían los cristianos). La irrupción del comunismo fue una catástrofe, pues la mayoría de los doscientos sacerdotes con los que contaba esa comunidad fueron asesinados o encarcelados. Monseñor Schneider recordará que su abuelo paterno -Sebastián Schneider-  fue depurado en la época de delirio de las grandes purgas estalinistas de los años 30, dejando huérfanos dos hijos, uno de siete años y que sería su padre. La tragedia también afectará a la rama materna de su familia, pues su abuelo materno murió durante un bombardeo alemán durante la Operación Barbarroja. Sin embargo la intensísima fe de las dos abuelas salvó la transmisión de la verdad católica entre sus hijos y nietos, a pesar de que los eventos que vivieron fueron especialmente duros. Los nazis ocuparon Crimea y trasladaron a los alemanes allí residentes a localidades cerca de Berlín, incluidos los abuelos de Mons. Schneider con sus hijos. Cuando el ejército rojo ocupó el este de Alemania deportó a los alemanes nacidos en Rusia, los dispersó por Siberia y Kazajistán, y otros los envió a los Montes Urales. Allí llegaron -con catorce y dieciséis años respectivamente- la madre y el padre de Monseñor, una región donde en invierno había temperaturas de cuarenta grados Celcius, lo que provocó la muerte de muchos rusos-alemanes por congelación. Pese a ese ambiente desolador, su padre le contaba que los católicos rezaban el rosario en voz alta y los luteranos se unían al rezo, e incluso invocaban juntos a Nuestra Señora. 

Sus padres se casaron en 1954, y el 07 de abril de 1961 nació Atanasio, siendo bautizado por su madre (ante la ausencia de sacerdote), con el nombre de pila de Antonius (por San Antonio de Padua). Un año después un sacerdote le bautizó por prudencia ante la duda de que no lo hubiera sido correctamente  por una seglar. En 1969 la familia se traslada a Estonia (entonces bajo las garras de la URSS), porque el padre de Atanasio deseaba estar lo más cerca de Alemania y no quería que sus hijos acabasen cooptados por el comunismo. En la casa nunca hablaban en ruso, sino en alemán. La única iglesia católica que toleraban los comunistas estaba a unos 100 km., y los domingos se levantaban muy temprano para coger el tren que les llevaría a esa localidad. En 1973 lograron emigrar a Alemania, y recuerda especialmente Monseñor Schneider la sorpresa -y el horror- de él y de su familia al escuchar a un sacerdote que en algunas iglesias germanas  -estamos en 1973- se daba la comunión en la mano. Fue acolitando en  Alemania, cuando recibió la vocación al sacerdocio. Ingresó en la Orden de los Canónigos Regulares de la Santa Cruz (de origen portugués), por lo que hizo el noviciado en Portugal entre 1982-1983. En ese año fue a Roma, donde estudió en el Angelicum y posteriormente se trasladó a Brasil, donde fue consagrado sacerdote el 25 de marzo de 1990, en Anápolis, por el obispo Monseñor Pestana. Por recomendación de su superior cambió su nombre por Atanasio, significativamente el campeón de la fe nicena. Tras doctorarse en Roma, y pese a su deseo de volver a Brasil, en 2001 el obispo de Karagandá (en Kazajistán) le reclamó como director espiritual de los seminaristas, y tras autorizarlo Juan Pablo II, marchó a esa república surgida de la descomposición de aquella podredumbre económica, política y moral llamada Unión Soviética o comunismo. En el año 2006, Benedicto XVI lo nombró Obispo Auxiliar de Karagandá, y desde 2011 es obispo auxiliar de la Archidiócesis de Astana, en la misma Kazajistán. 

II

Decía al principio que la lectura de la biografía familiar de Monseñor Atanasio Schneider nos permite entender las razones de la solidez de su fe católica. El hecho de vivir su infancia hasta su comenzada adolescencia en una dictadura marxista (que tanto daño pretendió hacer a la religión cristiana) marcó su firme convicción de la naturaleza del enemigo y el modo de combatirlo. La fe católica sobrevivió porque su familia, junto con muchas otras, juzgó acertadamente la esencia del comunismo como un contra-Dios, ante el cual no cabía otra arma que aferrarse con fuerza a “la fe recibida de una vez para siempre “(Jd. 3) y perseverar hasta la muerte para que sus hijos (y los hijos de éstos) «mantuvieran las tradiciones que se han transmitido» (1 Cor. 11,2). Todos tenían conciencia que se enfrentaban no a hombres sino a un diablo con tal poder devastador que no podía ser derrotado por fuerzas humanas, sino sólo por el único que «sentado a la diestra de Dios, pondría a sus enemigos como estrado de sus pies» (Sal. 110,1), es decir, Jesucristo. La adhesión a Cristo hasta el martirio, a su Palabra eterna e inmaculada y a la Tradición doctrinal, litúrgica y hasta devocional (mostrada por ejemplo en el fervoroso rezo del rosario de su madre y sus abuelas), era la garantía de ese triunfo. Y, en efecto, la providencia de Dios regaló al mundo una colosal figura espiritual, un Vicario de Cristo -Juan Pablo II- que, a inicios de los años 90 del siglo pasado, contribuiría, sin armas de fuego pero con una espada de doble filo, con la Palabra de Dios (Hb. 4,12), al derrumbe de esa mentira global que apresaba a media Europa. El fin del comunismo como sistema político en Europa, en definitiva, fue posible por la firmeza del papa polaco, pero también merced a tantas almas -como la familia de Schneider- que combatieron el mal, perseverando con el rosario en la mano y el corazón siempre enamorado de Cristo y de la Tradición católica.  No en vano su Catecismo nos volverá a recordarnos la prohibición de Pío XII a los católicos de colaborar con el comunismo, a fin de «salvar la civilización cristiana» (II, 18, 561), y considerará como «apóstatas de la fe católica» y puestos bajo pena de excomunión, a quienes «profesen, defiendan o propaguen la doctrina materialista y anticristiana del comunismo» (II, 18, 562).

Pero la biografía de Monseñor Schneider nos permite comprender igualmente por qué la Europa occidental, antaño cristiana, ha vuelto a las andadas del paganismo, de tal modo que pareciera que el único culto que rinden hoy la mayoría de las naciones europeas -en el altar de sus leyes ideológicas-, es al diablo. En realidad, los cristianos orientales veían tan cerca al ser oscuro en ese sistema político y económico en el que se movían, que pudieron combatirlo, aferrándose las tradiciones que recibieron de sus antepasados; así hicieron tantas familias como la de Monseñor. Sin embargo, la Europa occidental -campo de batalla principal de la guerra mundial-, tras su reconstrucción y su intensísimo crecimiento durante dos décadas, fue reblandeciendo la tensión religiosa gracias a la acción de zapa del modernismo religioso. Y los huecos que se iban dejando, fueron progresivamente rellenados por el demonio con una sustancia nociva parecida a aquella con la que quiso pervertir a los países orientales: hablamos del marxismo, pero no del político o económico, sino cultural.    

El demonio no se presentó a Occidente invocando a la unión del proletariado o el odio a los ricos (Europa ya había verificado el desastre a qué llevó tal demagogia), sino que astutamente trocó ese principio que nos marcó Cristo de «La verdad os haría libres» , por el más tentador de «la libertad os hará verdaderos«. De este modo se haría añicos el pasado (el sueño húmedo del marxismo, como lo celebra su himno más famoso), sin tener que acudir a los brutales métodos usados antaño -y hoy tan desprestigiados- como el gulag o las matanzas por hambrunas. La Verdad plena -la más noble aspiración del intelecto- se sustituía por la Libertad definitiva -la más deseada meta de la voluntad-. Pero aspirar a todas las posibilidades de libertad sin reconocer los límites derivados de nuestra naturaleza y de nuestra condición moral como criaturas creadas por Dios -es decir, sin admitir la Verdad–  llevaba a entrar en el mismo terreno del non serviam, primeramente recorrido por el demonio. Esa libertad, fuera de la naturaleza de las cosas, implicaba progresar no hacia la Verdad objetiva sino hacia mentiras cosidas con retazos de verdad porque mi voluntad lo quiere, porque yo lo quiero. Las consecuencias, personales y sociales, serían atroces como lo comprobamos en nuestros días, sólo mirando la estadística de abortos o de suicidios de jóvenes. 

Ese es el entenebrecido mundo de hoy, al que Monseñor Schneider opone como un sol su Compendio, su Catecismo, y se lo enseña sin contemplaciones a los católicos que han sucumbido a los cantos de sirena del infierno y a los que están a punto de caer. Católicos «perplejos -como dice abiertamente el autor en el Prefacio de su obra- ante la extendida confusión doctrinal en la Iglesia en nuestros días».

En definitiva, lo que no logró el marxismo político en Rusia lo está consiguiendo el marxismo cultural en nuestra Europa, pues la principal arma para cohonestarlo -la tradición– es objeto de abierta persecución en la Iglesia, siendo la liturgia el principal caballo de batalla (por ejemplo, acabo de leer en Infovaticana que, mientras se sigue restringiendo la celebración de la Misa Tradicional, a fines de 2024 entrará ad experimentum el «rito amazónico»). Monseñor Schneider conoce, por haberlo vivido in situ, que las armas que desde fuera se emplean contra la religión verdadera  -como hizo el marxismo político- son inútiles si desde dentro se lucha por el «buen combate de la fe» (1 Tim. 6,12). Sin embargo, cuando los ejércitos del enemigo han entrado en el templo de Dios -como profetizó Pablo VI en 1972-, cuando el aroma de marxismo cultural se cuela a veces en documentos de la Iglesia y en las homilías de muchísimos sacerdotes, la victoria se vuelve casi imposible, pues «ningún reino dividido prevalece» (Mc. 3,24).  De ahí, la necesitad dramática de este catecismo, que sorprenderá a muchos por recuperar las viejas verdades que nunca debieron sustituirse por novedades, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II (libertad religiosa, ecumenismo, reforma litúrgica y de los sacramentos…). Pero aunque sorprenda a algunos -e incluso les produzca una soterrada indignación la lectura de determinados puntos-, muchos creemos firmemente que  ese es el camino. No hay otro. Y se llama -en mayúsculas-Tradición Católica. Este Compendio es la Tradición Viva de la Iglesia, -del Cuerpo Místico de Cristo-, el mismo, ayer, hoy y siempre (Hb. 13,8).   

Luís López Valpuesta