SOBRE EL CATECISMO CONTRARREVOLUCIONARIO DE MONS. SCHNEIDER (y IV)

Finalizamos con esta cuarta parte, los artículos publicados por don LUIS LÓPEZ VALPUESTA dedicados al interesante libro del obispo Athanasius Schneider titulado «CREDO. COMPENDIO DE LA FE CATÓLICA», y en concreto a la parte que aborda los Sacramentos y el Culto, titulada: «El culto divino: Ser santo»

Como explica a continuación «los actos de culto incluyen todos los medios de santificación, es decir, todas las formas en que honramos a Dios y nos santificamos» (III,1,2). Esos medios son la oración (entramos en comunión con Dios y suplicamos su Gracia), los sacramentos (que significan y producen esa misma Gracia), y la liturgia o el culto público de la Iglesia (que regula la oración pública y los sacramentos) (III,12,2). Señalaré a continuación algunos puntos importantes o clarificadores:

1º.- ERRORES sobre la GRACIA y la JUSTIFICACIÓN.- Frente al error moderno del naturalismo (exclusión y a veces la negación de todo el orden sobrenatural, lo que implica considerar al hombre y a la naturaleza como autosuficientes, II,1,11-12), Monseñor Schneider afirmará rotundamente la necesidad de la Gracia para elevarnos sobre nuestra condición humana, para disfrutar de la amistad y comunión con Dios y para nuestra salvación. La Gracia es un «don sobrenatural que Dios nos concede gratuitamente -sin que tengamos derecho a ella y sin que Dios esté obligado a concederla- por los méritos de Jesucristo para nuestra salvación o en orden a la realización de alguna tarea» (III,1,5). Aun así, Dios, por su inmensa bondad siempre la concede a todos los hombres para hacer lo necesario en las circunstancias de nuestra vida para alcanzar el cielo, aunque puede «frustrarse si nos resistimos culpablemente a ella» (III,1,23).  «Dios desea que todos los hombres se salven» (1 Tim. 2,4), pero «que correspondamos o no a ese don divino es cuestión de nuestra libre decisión» (III,1,31). Ahora bien, nos advierte Monseñor Schneider que la infidelidad a la gracia puede «disminuir la frecuencia y la fuerza de las gracias que nos dan”. «Acercaos a Dios y Él se acercará a vosotros» (St. 4,8) (III,1,30).

Vinculado con el naturalismo, nuestro autor citará el neopelagianismo«la noción de que el hombre es salvado simplemente por las buenas obras morales, con independencia de su cooperación con la gracia divina y la fe salvadora». Éste es el «error más común acerca de la Gracia en nuestro tiempo» (III,1,15), lo que puede constatarse haciendo una simple encuesta, y no precisamente entre ignorantes de nuestra fe, sino a cristianos que incluso frecuentan los sacramentos. Otro error, opuesto a éste y propio de los protestantes, es la negación de la cooperación humana a la Gracia, pues consideran que «la voluntad libre, sin ayuda de la gracia de Dios sólo puede pecar«. Ese grave yerro de naturaleza antropológica y teológica convierte al hombre en un títere, en un ser indigno sin libertad, y a Dios en un juez injusto que crea a seres humanos para castigarlos eternamente sin relación a sus actos libres pecaminosos. Fue fulminado este dislate en el Concilio de Trento.      

Para describir nuestro paso del estado de pecado al de gracia, se usa el término Justificación (III,2,45). Cada uno de los cristianos debemos ser conscientes (y más aún, llevarlo grabado a fuego en nuestras almas) que «La resurrección del hombre pecador y su paso al estado de gracia divina es un milagro mayor que la resurrección de los muertos a la vida; de hecho, es un milagro mayor que la creación del universo material» (III,1,47).

2º.- LA ORACION CRISTIANA.- La oración «es una elevación de la mente y del corazón a Dios para adorarle, darle gracias, pedirle perdón y solicitar su gracia» (III,3,64).  La importancia de la oración en la vida cristiana radica en el hecho de que «no podemos hacer nada sobrenaturalmente bueno sin ayuda de la gracia de Dios, que debe buscarse mediante la oración» (III,3,75). Por ello Nuestro Señor nos recuerda que «es necesario orar siempre» (Lc. 18,1), «sin cesar»  (1 Tes. 5,17) (III,3,77). Y esta necesidad de oración muestra el orden de la Providencia, pues «Dios da fertilidad a los campos, pero quiere que los labremos y cuidemos; nos da capacidades intelectuales, pero exige que estudiemos; y de manera similar, Dios quiere nuestra salvación, pero con la condición de que nosotros también la queramos, y operemos con su gracia a través de la oración» (III,3,76).

Remito a los espléndidos consejos sobre las circunstancias, características y cualidades de la oración cristiana en (III,3,78-105). Pero quiero destacar especialmente la prelación de bienes que debemos pedir en oración: el primero de todos es «la vida eterna y la caridad sobrenatural que nos conduce a ella». Todos los demás bienes «los deberíamos desear sólo como medios para ganar el cielo» (III,4,88). Por tanto, todas nuestras necesidades temporales de cualquier índole, debemos siempre pedirlas condicionalmente, esto es, si no son obstáculos para nuestra salvación y humildemente, con perfecta sumisión a la voluntad de Dios» (III,4,89). El cristiano debe hacer su oración «en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo (…) pidiendo aquellas bendiciones que Él ha merecido para nosotros y estando profundamente convencidos de que él ora en nosotros» (III,4,92)

Y en relación con este último consejo, un aviso a navegantes de nuestro tiempo. «Cualquier camino de oración que busque la unión con Dios al margen de la sagrada humanidad de Jesucristo, el Verbo encarnado, es incompleto y engañoso: Nadie va al Padre sino por Mí (Jn. 14,6)». (III,4,123). Por lo tanto no debemos practicar formas «cristianizadas» de yoga, zen u otras formas de oración paganas, puesto que «no pueden practicarse de manera segura, ya que están inherentemente vinculadas a una forma falsa de adoración y a los engaños del diablo» (III,4,124). 

3º.- LOS SACRAMENTOS.- «Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios«. Esta cita que nuestro catecismo toma de San León Magno, explica con inmensa simplicidad y belleza que el Señor, tras su vida como hombre, quiso dar continuidad  a esa presencia entre nosotros hasta el fin de los tiempos a través de signos sacramentales. «Éstos son como la humanidad de Nuestro Señor, y las gracias que transmiten son como la Divinidad oculta bajo ella» (III,6,166).  Las razones por las que así lo decidió el Señor las explica magistralmente Santo Tomás, y están recogidas en el catecismo (III,6,167): «1. La condición del hombre, de cuya naturaleza es propio dirigirse a las cosas espirituales e inteligibles mediante las corporales y sensibles. 2. Al pecar el hombre, su afecto quedó sometido a las cosas corporales, y debe aplicarse la medicina donde está la enfermedad. 3. Dado el predominio que en la actividad humana tienen las cosas de orden material, le fueron propuestos al hombre en los sacramentos algunas actividades materiales para que, ejercitándose en ellas provechosamente, evite la superstición como es el culto a los demonios o cualquier otra práctica nociva y peligrosa».

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Son siete los sacramentos, porque «reflejan en el orden espiritual las diversas necesidades de nuestra vida corporal» (III,6,172). Nacemos a la vida sobrenatural por el bautismo; la fortalecemos mediante la confirmación; la alimentamos con la Santa Eucaristía; somos sanados o incluso resucitados si nuestra alma está muerta por el pecado mortal con la penitencia; preparados a la muerte con la extrema unción; gobernados en la sociedad espiritual de la Iglesia con las sagradas órdenes, y fomentamos dicha sociedad mediante el sacramento del matrimonio (III,6,173).

Del capítulo 7 al 13 de esta tercera parte, Monseñor Schneider explicará con detalle cada uno de los siete sacramentos. Me limitaré a recoger aquella parte de su enseñanza que, a mi juicio, más pueden ayudar a disipar los desenfoques y errores actuales sobre cada uno de ellos.

1º.- BAUTISMO.- La importancia del bautismo es tal que «ningún otro sacramento puede recibirse antes del bautismo, no puede repetirse y nadie puede salvarse sin recibir sus efectos santificantes» (III,7,217). Y precisará luego que «aparte de por su signo sacramental ordinario (…) también puede ser recibido (…) mediante el perfecto amor a Dios (el llamado «bautismo de deseo») o el martirio por la verdadera fe (el llamado «bautismo de sangre») (III,7,234). El bautismo nos regenera en Cristo Jesús (III,6,234), borra el pecado original y los pecados actuales (III,7,236) y nos convierte verdaderamente en «una nueva criatura» (2 Cor. 5,17) (III,7,237). 

En una sección de su catecismo se pregunta nuestro autor por el destino de los no bautizados. Es un tema abierto teológicamente, pero del que sí se pueden aventurar algunas conclusiones: 1. Todo caso de salvación extraordinaria sólo y exclusivamente puede tener como causa los méritos de Nuestro Señor Jesucristo (III,7,253). 2. Dios «no consiente, según su suma bondad y clemencia, que nadie sea castigado con etenos suplicios si no es reo de culpa voluntaria» (Pío IX, Quanto Conficiamur) (III,7,250). 3. Ningún no bautizado puede rechazar el pecado mortal y cumplir la voluntad de Dios sin su gracia (III,7,251). 4. Desgraciadamente no podemos asumir que haya muchos casos de salvación extraordinaria entre los no bautizados porque el mismo Señor nos advirtió «¿Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y qué pocos dan con ellos (Mt, 7,14). 5. El hecho de que sea posible que los no bautizados sean salvados, no implica que sea probable, por lo que se nos urge a todos los cristianos evangelizar (III,7,254). 6. En el caso de bebés no bautizados, Monseñor Schneider se acoge a la opinión teológica general: si bien no pueden alcanzar la visión beatífica, quizá sean «acogidos en una eternidad pacífica, una especie de visión indirecta o mediata de Dios» (Santo Tomás De malo q.5, a.5) (III,7,258). Aunque el autor no lo recoge, en nuestros días Benedicto XVI dio un argumento en favor de la salvación integral de esas criaturas (incluidas las abortivas) que sinceramente me convenció. Jesús dijo «Dejad que los niños se acerquen a Mí, no se lo impidáis» (Mt. 19,14).  

En cualquier caso, el error central de muchos es pensar que la naturaleza humana tiene derecho a la visión beatífica. Y concluye Monseñor Schneider: «Podemos pedirle a Dios que conceda a esos niños el milagro de la gracia santificante debido a su infinita misericordia, pero su destino en última instancia sigue siendo un misterio que confiamos a la amorosa Providencia de Dios» (III,7,259).  

2º-CONFIRMACIÓN.-  A través de este sacramento instituido por Cristo (Hch. 1,5), se nos otorga el Espíritu Santo con la abundancia de sus dones y hacernos cristianos perfectos (III,8,260). Por lo tanto, este sacramento «fortalece y completa la gracia del bautismo en nuestras almas» (II,8,261). 

Lo más llamativo de esta parte es el juicio severo que el autor hace al pentecostalismo, al Movimiento Carismático o Renovación Carismática. Lo considera -a mi juicio con bastante agudeza- como «un fenómeno nuevo -en cierto sentido una nueva religión- que se asemeja a herejías como el montanismo y que enfatiza la experiencia religiosa carismática, efusiva, sentimental e irracional». En definitiva, «un verdadero peligro espiritual en nuestro tiempo»(III,8,294).

Criticará -con idéntica lucidez- «el apoyo ocasional de miembros de la jerarquía de la Iglesia, que ven el movimiento como una supuesta «nueva primavera» de la Iglesia o una implementación del «espíritu» del Concilio Vaticano II» (III,8,295.) 

Frente a estos desmanes, propondrá la «sobria ebrietas Spíritus«, la ebriedad sobria del Espíritu Santo, un corazón ardiente unido a una mente guiada por la razón (III,8,300), considerando que la verdadera renovación de la Iglesia sólo se producirá «por un retorno a la auténtica y constante Tradición católica» (III,8,304).  El sentimentalismo tóxico, importado de movimientos ajenos a la tradición católica, pudre los cimientos de la fe.

3º.- EUCARISTÍA.- Monseñor Schneider dedica dos partes a este sublime sacramento, que perpetúa el sacrificio de la cruz (III,9,305): la Eucaristía como SACRAMENTO y la Eucaristía como SACRIFICIO. Probablemente sean, junto con las de la liturgia, las páginas más hermosas de todo su Compendio y eso que simplemente se limita a recoger ordenadamente lo que los católicos hemos creído y creemos sobre ese impresionante milagro de amor, que hace arrodillarse de una vez a las miríadas de ángeles del Cielo. No me es posible exponer tal o cual punto y dejar aparcados los demás, por lo que ruego la atenta lectura de esas imprescindibles páginas. 

De hecho, la dignidad de este sacramento hace que Monseñor Schneider critique algunos aspectos actuales de práctica sacramental, por ejemplo la actual consideración de los diáconos como ministros ordinarios de la comunión según el nuevo Código de Derecho Canónico (en contra de la tradición litúrgica de la Iglesia, que los consideraba extraordinarios), o que los laicos a día de hoy distribuyan la comunión de manera habitual en las iglesias (III,9,344-345). Más duro aún es su juicio sobre la denominada comunión en la mano. «Debemos recibir la Sagrada Comunión de rodillas (si nuestra condición física lo permite) y en la boca» (III,9,363); la «práctica actual de la comunión en la mano es espiritualmente dañina y ajena al patrimonio litúrgico católico (…) esa tradición fue inventada por los calvinistas para manifestar su rechazo a las órdenes sagradas y a la transubstanciación» (III,9,364); «atenta contra los derechos de Cristo (…); debilita la creencia y el testimonio en la encarnación y en la transubstanciación (…); facilita el robo y la profanación de Hostias consagradas” (III,9,365). En definitiva, no debería prolongarse el indulto (ordenado por Pablo VI), ni por «necesidades pastorales» ni por un presunto «derecho de los fieles». El único derecho es el «del Señor a tener la mayor reverencia posible» (III,9,366). 

Por último, enjuiciará duramente la prohibición de los ritos de culto público y los sacramentos debido a las preocupaciones sobre la salud pública. «Es una violación de los derechos de Dios y de los fieles, así como una subordinación de la ley suprema de la Iglesia -salus animarum, salud del alma- al cuidado de los cuerpos» (II,14,440).  Sin duda, tenía presente mientras redactaba esta crítica, la decisión -más cobarde que prudente-, de la jerarquía eclesiástica durante la pandemia del COVID, obedeciendo sin rechistar a las autoridades civiles, y sin tener en cuenta que «una prohibición general del culto católico excedería los límites del poder civil y violaría los derechos divinos y de su Iglesia» (II,15,487).

4º.- PENITENCIA.-  Explicó nuestro papa Francisco en 2015 que el sacramento de la confesión no debe ser una tortura para los católicos ni convertirse en un interrogatorio molesto e invasivo. Pero también criticó a confesores que confunden la misericordia con tener manga ancha. Por lo tanto «ni el confesor de mangas largas ni el confesor rígido son realmente ministros de la misericordia«. El primero porque dice al penitente «no hay pecado; el otro, porque le echa en cara que «la ley es ésta». 

Francisco hablaba aquí como un buen pastor que advertía de los dos peligrosos extremos en los que puede caer un confesor. Pero hay otro grave error, esta vez cometido por el fiel que va a confesarse y es pensar que con una mera mención de sus pecados sin arrepentimiento puede obtener el perdón. En realidad, lo que más deseamos los fieles ante este «incómodo» sacramento es alcanzar, además de los efectos sobrenaturales propios del mismo (el perdón de los pecados), «una paz sensible y una serenidad de conciencia» (III,10,476). Y eso sólo se logra, como explica Monseñor Schneider, mediante una confesión donde estemos verdaderamente compungidos de corazón por los pecados y los expongamos con sinceridad y claridad (en número y especie) (III,10,460); de ahí la necesidad de la contrición: «es absolutamente necesaria para la remisión de los pecados mortales, porque sin ella nos mostramos enemigos de Dios, que no puede mostrarnos su amistad si permanecemos impenitentes y obstinados en el mal  (III,10,479). Como recordó Juan Pablo II, «se reprueba cualquier uso que restrinja la confesión a una acusación genérica o limitada a solo uno o más pecados considerados más significativos» (III,10,466) 

Por otra parte, el sacerdote debe comportarse «como servidor justo y misericordioso, para contribuir al honor divino y a la salvación de las almas» (III,10,468). Por consiguiente debe conocer e identificar claramente «los pecados objetivamente graves del penitente, porque no es misericordia excusar o mentir sobre el pecado, y mucho menos dejar a los penitentes en estado de pecado debido a la negativa de un sacerdote de hablar como un padre autorizado y un médico atento, tareas confiadas por Cristo a cada confesor» (III,10,467). 

Finalmente, la última parte de esta sección se dedica a los sufragios e indulgencias. Llena de esperanza la certeza de saber que a la hora de nuestra muerte podemos obtener una indulgencia plenaria si «recibimos los sacramentos o, al menos, estamos contritos por nuestros pecados; invocamos el santo nombre de Jesús al menos en nuestro corazón, y aceptamos la muerte con sumisión a la voluntad de Dios y en expiación por nuestros pecados» (III,10,554).

5º.- UNCIÓN de ENFERMOS.- Aparte de advertirnos sobre las «grandes Misas de Sanación” como medio habitual de obtener este sacramento (por el peligro de que el fiel descuide el frecuente sacramento de la penitencia) (III,11,570), lo más relevante del mismo son las disposiciones aconsejables para recibirlo. Éstas inciden, una vez más, en la esencia teocéntrica de la fe cristiana, hoy tan aparcada: «1º.- Una gran confianza y esperanza en Dios, apoyándose en su poder, bondad y misericordia; 2º.- Una sumisión perfecta a su santa voluntad, ya que a los que aman a Dios todo le sirve para el bien (Rm. 8,28); 3º.- La disposición a ofrecer nuestras enfermedades y sacrificios a Dios como penitencia por nuestros pecados y ganar méritos» (III,11,573).

6º.- ÓRDENES SAGRADAS.- Frente a los errores protestantes y de una nueva teología «progresista» que pretende (por vía de hecho) equiparar el Orden Sagrado con el Sacerdocio común de los laicos, Monseñor Schneider citará a Pío XII, en una Alocución de 1954: «Es necesario afirmar firmemente que el sacerdocio común a todos los fieles, por elevado y digno que sea, difiere no sólo en grado, sino también en esencia (…)» (III,12,587).  Como destaca nuestro autor, de acuerdo al Concilio de Trento, el Orden Sagrado es un «sacramento instituido por Cristo, que produce una transformación permanente en el alma de un hombre, haciéndolo partícipe del divino sacerdocio de nuestro Señor, dándole el poder espiritual y la gracia para desempeñar dignamente las funciones sagradas» (III,12,585). En efecto, antes de la Última Cena, «los colocó (a los apóstoles) por encima de los demás discípulos; durante la misma «les dio poder para consagrar su Cuerpo y su Sangre» y, por último, tras la resurrección «les dio poder y jurisdicción para perdonar los pecados, predicar, bautizar y realizar todos los demás deberes sacerdotales» (III,12, 586).

Defenderá la diferencia entre órdenes mayores y menores (III,12,590-595); que «sólo el obispo y el sacerdote» pueden actuar «in persona Christi capitis«, y el celibato como «tradición inmemorial y apostólica»  (III,12,596-598). Aunque no los cita, parece aludir a los «sedevacantistas» cuando afirme «la validez de los nuevos ritos de ordenación introducidos por Pablo VI», dado que siguen siendo los mismos que en la ordenación del Rito Romano Tradicional» (III,12,602).

Por supuesto, rechaza rotundamente con toda la tradición de la Iglesia que una mujer pueda ser sacerdote o diácono. «1º.- Contrario a la Escritura como a la Tradición, ya que nunca se hizo en la Antigua Ley ni en el Nueva. 2º.- Inconsistente con el significado esponsal del sacerdocio, por el cual un hombre representa y extiende la presencia de Cristo, esposo de la Iglesia. 3º.- Opuesto al correcto ordenamiento de los sexos según el cual «la cabeza de todo hombre es Cristo, la cabeza de la mujer es el hombre» (1 Cor. 11,3) y ninguna mujer debe «enseñar y tener autoridad sobre el hombre» (1 Tim. 2,12). 4º.- Imposible, dada la enseñanza infalible de la Iglesia de que las mujeres no pueden ser ordenadas (carta Ordinatio Sacerdotalis de Juan Pablo II). (III,12,634 y 638-639 sobre los diáconos). Las cuatro razones -sobre todo la última- son suficientes para cerrar definitivamente el debate, aunque es de prever que a muchos/as no les guste, sobre todo la tercera.  

Es muy, muy crítico con la inclusión por el papa Francisco en el Código de Derecho Canónico (Canon 230) (2021) de la posibilidad de que mujeres reciban las órdenes menores de lectora y acólita (III,12,645), y lo explica con profundas razones de tradición que todo católico coherente debería meditar (III,12,644). Califica esta novedad como «ruptura grave y manifiesta con la tradición litúrgica ininterrumpida de la Iglesia oriental y occidental» (aunque ya había sido consentida esa práctica por vía de hecho, como también recuerda nuestro obispo, por Pablo VI, Juan Pablo II e incluso Benedicto XVI). Una ruptura, como muchas otras -por ejemplo, la comunión en la mano– que, primero tolerada, con el tiempo alcanza carta de naturaleza. Y añadirá que «en el futuro la Santa Sede sin duda deberá rectificar esa ruptura sin precedentes con la práctica universal de la Iglesia” (III,12,645).   

Cierra esta sección poniendo el ejemplo de la bienaventurada Virgen María quien «a pesar de haber sido la más digna de tal servicio, no hay ningún registro de que la Santísima Virgen María haya hecho (funciones litúrgicas) alguna vez». Y cita a San Epifanio que Chipre, que señala con rotundidad que «no fue del agrado de Dios (que ella fuera sacerdote). Ni siquiera se le confió la administración del bautismo, porque Cristo podría haber sido bautizado por ella y no por Juan» (III,12, 648-649).   

7º.- MATRIMONIO.-  Aunque elevado a sacramento por Cristo, el matrimonio es institución arraigada en el derecho natural que consiste en «la unión conyugal exclusiva, perpetua e indisoluble entre un hombre y una mujer, ordenada a la procreación y a la asistencia mutua entre los cónyuges» (III,13, 650). Como enseña Santo Tomás de Aquino «principalmente es un deber de la naturaleza y fue instituido antes del pecado y no como remedio« (III,13,655). Desgraciadamente, tras el pecado, un San Pablo pesimista propondrá «mejor casarse que abrasarse» (1 Cor. 7,9). 

El fin primero (finis operis) es la procreación y educación de la prole, y el fin secundario (finis operantis) es «la asistencia mutua, el amor mutuo y la cooperación de los cónyuges en el cumplimiento de sus deberes. La experiencia subjetiva de los esposos no cambia ni suplanta el fin objetivo mismo del matrimonio como ha sido declarado por el magisterio constante a lo largo de los siglos” (III,13,656-657).  Triple fin del matrimonio, por lo tanto, es: «1º.- el nacimiento de los hijos y la educación de ellos para la gloria de Dios; 2º.- la fidelidad mutua y 3º.- el matrimonio es un sacramento, o en otras palabras, manifiesta la unión indisoluble de cristo y su Iglesia» (III,13,658).

Es relevante su sección acerca de los «errores sobre el matrimonio»: frente a la novedad de Amoris Laetitia, rebate que «puedan crecer en gracia y caridad aquellos que se han divorciado y luego han contraído un nuevo matrimonio por la ley civil«, pues, dado que nos encontramos en una situación de «adulterio público»«no puede recibir la gracia santificante ni la salvación hasta que se arrepientan y se reconcilien con Dios» (III,13,704); se rechaza el uso de cualquier tipo de anticonceptivos,  incluyendo el abuso del método de la abstinencia temporal (III,13, 705-712); se insiste en la falta de autoridad del poder civil para redefinir la institución matrimonial, así como para introducir el llamado «matrimonio homosexual«, pues se hacen cómplices de «un pecado que clama al cielo  y coloca a la nación en el camino de la destrucción moral o física» (III,13, 714-715). La Iglesia nunca podrá bendecir tales uniones, por contrarias a la ley divina y natural (a pesar de lo que parece pretender Fiducia supplicans) (III,13,716), y ningún católico debe asistir a tales enlaces civiles (III,13,719). 

Finalmente, tratará de los efectos y deberes del matrimonio; de los cónyuges entre sí, de cada uno de ellos y de los padres con sus hijos. El marido es cabeza de familia y debe ejercer una autoridad y liderazgo prudentes, como imagen digna del amor providente y sacrificial de Cristo a su Iglesia (III,13,694). La mujer es el corazón del hogar, debe someterse a su marido como al Señor en las cosas legítimas (Ef. 5,25), mostrándole afecto y amoroso apoyo, desempeñando sus tareas domésticas con devoción y atención, siendo modesta y reservada en su comportamiento y vestimenta» (III,13,695). 

Es evidente que esos deberes propios del matrimonio cristiano son incomprensibles para los no cristianos (y hasta ofensivos dirán algunos), pero también son imposibles e irrealizables para los mismos cristianos sin el auxilio de la gracia. En un matrimonio natural puede existir amor, respeto y fidelidad entre los cónyuges, pero no esa entrega sobrenatural –sometiéndose  unos a otros en el respeto a Cristo (Ef. 5,21)- que lo habilita, por su carácter de sacramento, como un poderoso medio de santificación y futura salvación para ambos. Y además -como señaló León XIII- es un «primer seminario«, «semillero y fundamento mismo de las futuras vocaciones sacerdotales y religiosas» (III,13,722). Por último, la Iglesia, siempre ha elogiado a las familias numerosas, pese a alguna reciente y muy desafortunada comparación zoológica de Francisco (III,13,725). Les animo a leer detenidamente las bellísimas palabras tomadas de Pío XII, con la que cierra este sacramento (III,12,726). 

4º.- LA LITURGIA.- La fuerza de la Tradición católica, que se va desplegando a lo largo de este detallado catecismo, alcanza su cenit ya casi al final  cuando aborda el tema la liturgia. Aquí se pone de manifiesto la innegociable conciencia católica del autor, sabedor de que la liturgia es un misterio que se nos ha dado a los cristianos como un inmenso don. De hecho, para entender adecuadamente su importancia nos debemos remontar hacia su origen, pero ante ese inefable principio inaugural cualquier capacidad humana palidece, y el hombre sólo puede arrodillarse y adorar en silencio: «la liturgia tiene su origen en el eterno intercambio de amor entre las Tres Personas de la Santísima Trinidad, que a su vez, es objeto de incesante adoración en el cielo» (III,15,758).

Esa liturgia celestial -que de manera grandiosa nos describe el Apocalipsis, con adoración, incienso, cánticos y silencio-, fue traída al mundo, bajo la providencia de Dios en la historia, primeramente en el sacrificio mosaico, y luego perfeccionada de manera definitiva por Nuestro Señor Jesucristo en el Sacrificio Eucarístico: «Sumo Sacerdote de la nueva y eterna alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales« (III,15,763).

Sólo siendo conscientes de lo que estamos hablando cuando tratamos de liturgia -y pocos católicos lo son hoy- podemos deducir dos inevitables corolarios:

El primero es que el fin principal de la liturgia «no es la instrucción o edificación del hombre (…) sino la glorificación de Dios». Así nos lo expresa el Apocalipsis: “Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos” (Ap. 513). Por supuesto, es también «fuente de instrucción y santificación para los que participan en ella», pero como aspecto subordinado y secundario (III,15,755).

El segundo es que la liturgia «no puede ser fabricada ni decretada; sólo puede recibirse humildemente, protegerse diligentemente y transmitirse con reverencia. Este es el principio apostólico rector: Tradidi quod accepi. Os transmití lo mismo que yo recibí» (1 Cor. 15,3)» (III,15,767). En consecuencia «sólo los ritos tradiciones gozan de esa santidad inherente; es decir, las formas litúrgicas que han sido recibidas desde la antigüedad y desarrolladas orgánicamente en la Iglesia como un solo cuerpo de acuerdo con el auténtico sensus fidelium y el perennis sensus ecclesiae (sentir perenne de la Iglesia), debidamente confirmado por la jerarquía (III,15,766).  Por lo tanto, la jerarquía eclesiástica (no puede) crear a voluntad nuevas formas litúrgicas, pues (…) «la continuidad litúrgica es un aspecto esencial de la santidad y catolicidad de la Iglesia» (III,15,765). 

Enlazando ambos aspectos, Monseñor Schneider considera con gran perspicacia que “la forma más común del culto centrado en el hombre se introduce en la liturgia con los abusos litúrgicos y las innovaciones”, las cuales, «incluso cuando no contienen ninguna falsedad objetiva, tales innovaciones -celebración de la Misa en un estilo protestante semejante a un banquete, como en un círculo cerrado, con bailes, espectáculos, estilos de organizaciones seculares o religiones paganas etc- socavan la Tradición constante de la Iglesia y vulneran los mismos ritos sagrados» (II,12,382-383). Como escribió Nicolás Gómez Dávila: «quién reforma un rito, hiere a un dios».

La Iglesia Católica fue fiel a esa regla a lo largo de la historia, y queda probado con la feroz condena del Sínodo de Pistoya (1786), perpetrado avant la lettre con la finalidad de simplificar los ritos, introducir el vernáculo y proferir en alto las oraciones: «temeraria, ofensiva a los piadosos oídos, insultante para la Iglesia y que favorece las injurias que profesan los herejes contra ella» (Pío VI, Auctorem fidei, 1794) (III,15,770). Todos los papas sentían temor reverencial ante la hipótesis de «suprimir un rito litúrgico de costumbre inmemorial en la Iglesia» (III,15,771), pues como afirmó Benedicto XVI -el añorado papa teólogo de exquisita sensibilidad litúrgica-, «lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser de improviso totalmente prohibido o incluso perjudicial» (III,15,770). 

Monseñor Schneider, además, enlaza la antigüedad del rito (los ritos tradicionales) con su santidad: «sólo los ritos tradicionales gozan de esa santidad inherente» (III,15,766). ¿Se insinúa un déficit de los actuales por las alteraciones litúrgicas introducidas tras el Concilio Vaticano II, especialmente la Nueva Misa? Es mucho suponer, pero llama la atención su significativo silencio ante la innovación del rito romano moderno (introducido por Pablo VI en 1969), salvo una mención crítica en otra parte del catecismo al Ofertorio moderno (al que aludí en un artículo anterior) (I,16,680). 

En cambio, sí defenderá el Rito Romano tradicional ante las burdas acusaciones de «clerical» (por la exclusión de los laicos del presbiterio) y «oscurantista» (por sus silencios y el aroma a misterio que impregna el rito). «El papel propio de los laicos es ser santificados interiormente por los sacramentos y someter todas las realidades temporales al Reinado de Cristo». Y nosotros no somos quienes para juzgar “los misterios sagrados, ante los cuales los santos y los ángeles cubren su rostro (Job. 40,4)(Is. 6,2)(Ap. 7,11) (III,15,775); misterios que “están apropiadamente velados detrás de un iconostasio visual o sonoro, o velo santo como parte de la reverencia que Dios ha ordenado” (Ex. 33,18-33 y 2 Cor. 3, 7-11) (III,15,775).

En suma, Monseñor Schneider reafirma con rotundidad que «no puede prohibirse de forma legítima el Rito Romano tradicional para toda la Iglesia (…) porque este rito tiene su fuente en la Palabra del Señor y en un uso apostólico y pontificio antiguo, junto con la fuerza canónica de una costumbre inmemorial; nunca podrá ser abrogado ni prohibido« (III,15,772). Y “legítimamente los católicos no estamos obligados a cumplir la prohibición de ritos litúrgicos católicos tradicionales» (II,15,484).  

CONCLUSION

Definitivamente, es imposible pensar y sentir en católico sin decir un rotundo «amén» a cada palabra de Monseñor Schneider en su enseñanza sobre la liturgia. 

Corrijo, en todo su Credo; en la totalidad de su Compendio de la fe católica. Por muchas glosas, notas a pie de página, matices e incluso correcciones que hagamos -ya he leído algunas críticas por internet-, se nos ha entregado un monumento de cimentada solidez y, también, de melancólica belleza sobre el catolicismo que nunca debimos perder. Una religión centrada, por encima de cualquier consideración, en la gloria de Dios, a través de Jesucristo, nuestro Maestro, nuestro Rey, nuestro Señor y nuestro Salvador, al que debemos gratitud y fidelidad hasta la misma cruz: «Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales» (Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium, 83) (III,15,763). 

Esa adoración, que el Cuerpo Místico de Cristo -la Iglesia- hace al Padre especialmente en el Sacrificio de la Misa ratifica nuestra condición de hijos de Dios obtenida en el bautismo, y nos lleva a amar al prójimo con amor sobrenatural (Charitas), y a juzgar el mundo con una lucidez profética, venciendo siempre el desánimo con la virtud de la Esperanza y la certeza inconmovible de la Fe. No hay otro camino, por tanto, que el retorno a ese catolicismo vertical al que nos interpela esta magna obra de Monseñor Schneider, tan alejado del catolicismo horizontal que hoy se destila por casi todas partes. Sólo así podremos comprender con exactitud y vivir con radicalidad esas palabras que escribió San Pablo a los cristianos de Galacia, después de zurrarles de lo lindo precisamente por pervertir el Evangelio de Cristo

«Con Cristo he sido crucificado, y ya no vivo yo, sino que en mí vive Cristo. Y si ahora vivo en carne, vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó por mí» (Gal. 2,20).

LUIS LÓPEZ VALPUESTA

SOBRE EL CATECISMO CONTRARREVOLUCIONARIO DE MONS. SCHNEIDER (III)

Continuamos con el tercero de los artículos publicados por don LUIS LÓPEZ VALPUESTA dedicado al interesante libro del obispo Athanasius Schneider titulado «CREDO. COMPENDIO DE LA FE CATÓLICA»

  1. FE, ESPERANZA y CARIDAD.- Para alcanzar la vida eterna es condición absolutamente necesaria la fe (II,4,86), pero no suficiente, pues también es requisito la esperanza, «confiar en que Dios es un Padre amoroso que cumple sus promesas» (II,5,132), y por último «debemos tener caridad sobrenatural y realizar todo lo que manda la moral cristiana» (II,1,1). 

Muy instructivos son los artículos dedicados a la virtud sobrenatural de la Caridad (II,6 149-192), por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por amor a Él mismo (es decir, no por los inmensos bienes que nos ha dado, nos da y nos dará, que es secundario en relación al deseo de que se cumpla su voluntad en cada uno de nosotros para su Gloria). Y amamos al prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios (amarle porque es «creado a imagen y semejanza de Dios, redimido por la Sangre de Cristo y llamado a la felicidad eterna» (II,6,170). El amor de Caridad es el único que verdaderamente nos salva.

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  1. ACTOS SOBRENATURALES NECESARIOS.-En relación a las normas de comportamiento del cristiano, Monseñor Schneider hace la habitual distinción entre los actos humanos naturales y sobrenaturales, según intervenga o no la gracia. La moral natural, la que abarca los actos buenos ejecutados de conformidad a la recta razón, no es suficiente para alcanzar el fin sobrenatural, pues «No basta realizar obras buenas, sino que es preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario hacerlas  con el único fin de agradar a Dios (San Alfonso María de Ligorio) (II,1,4). Es más, todas y cada una de las acciones del cristiano deben hacerse «para la gloria de Dios», «en nombre de nuestro Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él» (II,1,24). 
  2. ERRORES SOBRE LA MORAL.- Desde muy pronto, esta sección advierte al lector que «han comenzado a aparecer nuevos errores sobre la moralidad» como las teorías teleológicas o proporcionalistas, condenadas por Juan Pablo II, en su extraordinaria encíclica Veritatis Splendor (1993): el suponer que nunca se podrá tener el conocimiento suficiente como para cometer pecado o, al menos, ningún pecado grave,  o creer que una persona que comete pecados graves puede alcanzar el cielo si su intención general en la vida es buena (II,1,28). O el gradualismo, que afirma que las personas pueden tener una relación correcta con Dios y estar en estado de gracia, volviéndose gradualmente más «éticas», incluso mientras continúen conscientemente en pecado mortal (II,1,46). Monseñor Schneider señalará que éste y otros errores sobre la doctrina moral son «insinuados incluso en documentos papales recientes respecto de parejas que viven en adulterio» (numerales 295,298,301 de Amoris Laetitia). En efecto se da a entender en este documento papal que Dios no da suficiente gracia para que una persona realice una buena acción o evite el mal moral, y que Dios puede ordenar males en algunas situaciones en vista de algún bien social o familiar (II,1,28).

En definitiva, el autor nos recuerda a todos los cristianos la piedra angular de la doctrina moral cristiana de siempre: todo acto moralmente bueno «debe ser enteramente bueno en su objeto (la obra realizada en sí misma), circunstancias y fin. Si cualquiera de estos aspectos es defectuoso, el acto entero se vuelve malo» (II,1,25).

  1. Las TRES LEYES y la OBEDIENCIA del CRISTIANO.- Por otra parte, nuestro autor hace la clásica distinción entre Ley eterna (identificada con Dios mismo), la Ley natural (la ley eterna impresa en las criaturas racionales) (II,2, 36-41) y la ley humana (que de acuerdo a Santo Tomás es  «un precepto de la razón en orden al bien común, promulgada por quien tiene autoridad legítima sobre la comunidad»)(II,2,48). Respecto a la ley humana y a la ley eclesiástica estimará que hay supuestos en los que procede la desobediencia (II,2,52-54); en el primer caso, cuando se transgreda la ley natural o la ley divina. En el segundo, cuando «dañe la claridad o integridad constante de la fe de la Iglesia (lex credendi), de la moral (lex vivendi) o de la liturgia (lex orandi).

La armonía en la vida de un cristiano de esa triple ley es esencial, pero Monseñor Schneider nos recuerda que el fiel católico debe tener suficiente formación y discreción de juicio –sensus fidei, en definitiva- para decir «no» en aquellas ocasiones en las que «enfrentado a una enseñanza inquietante, pero «autorizada» simplemente se remite simplemente a la autoridad superior de las enseñanzas universales, perennes y tradicionales de la Iglesia, rechazando lo que se aparta de ellas». Por descontado, esa actitud no es «desobediencia pecaminosa, desacuerdo con el Magisterio o forma de protestantismo”, ya que el fiel «no se trata a sí mismo como el ultimo criterio de la verdad» (II,4,83). A la cuestión de si el clero o el laicado pueden resistir o amonestar a superiores «incluso al Papa», responde con Roberto Belarmino que «sí», pero dejando a salvo la doctrina de que «no es lícito juzgarlo, castigarlo o destituirlo, ya que estos actos son propios de un superior» (II,4,84).  Ejemplo de esa resistencia legítima lo encontramos en la crisis arriana del siglo IV, cuando el dogma de la divinidad de Cristo fue más preservado por la «Ecclesia docta (laicos) que por la Ecclesia docens (jerarquía)» (II,4,85).

  1. PECADOS CONTRA la FE.- En una amplia sección de pecados contra la fe (por exceso y por defecto), junto a los clásicos de superstición o credulidad imprudente (II,4,94 y ss.), nos enseñará que (1) el bautizado puede pecar «al descuidar el aprendizaje de las verdades que estamos obligados a conocer, y también al no realizar los actos de fe cuando son necesarios. Y, por último, si cae en el indiferentismo religioso (II,4,102). Y (2), el no bautizado peca por incredulidad (San Pablo enseñará en Romanos que la increencia en Dios es inexcusable). Advertirá nuestro autor contra nuevas doctrinas y prácticas que se están imponiendo en nuestro tiempo (gaianismo, culto a la madre tierra, yoga, reiki…), que se engloban en un mal espíritu denominado New Age, que no es otra cosa que el gnosticismo clásico con nuevos ropajes (II,4, 108-112).

Especial atención le dedica Monseñor Schneider a la francmasonería (II,4,114-127). Animo a que se lean detenidamente esos parágrafos, resumidos en una rotunda definición de esa pseudoreligión, realizada por Pio VII en 1829, y que sigue vigente: «es una secta satánica que tiene al diablo como dios» (II,4,120). Inquietante es su afirmación de que «se puede deducir que muchos Estados modernos están impregnados de masonería» (II,4,123), y es más inquietante aún, a mi juicio, que la condena que contemplaba el Código de derecho Canónico de 1917 no se reitere en el actual Código (II,4,125), aunque Juan Pablo II ya la fulminó duramente en un documento de 1983.

  1. Los SIETE PECADOS CAPITALES.- Sobre la sección dedicada a los Siete Pecados Capitales, señalo a continuación lo que me parece más relevante de su catecismo: respecto al Orgullo, advierte sobre un defecto relacionado muy frecuente en los católicos (sobre todo si están en puestos de responsabilidad) el respeto humano: «una consideración excesiva por la opinión pública y un temor al hombre que se contrapone al temor de Dios» y cuyo peligro más grave es «ocultar su fe o descuidar su legítimo deber cristiano» (II,9,268). En relación a la Avaricia, nos avisa de la necesidad de meditar sobre ese vicio, pues «1. Con la muerte hemos de renunciar a todo lo que hay en la tierra. 2. A los amantes de la riqueza les resulta difícil salvarse. 3. El Hijo Eterno se hizo pobre por nosotros (II,9,274). En cuanto a la Lujuria, hará una denuncia profética: «la aceptación social del pecado sexual -especialmente la sodomía, recalcará nuestro autor- es una señal clara de decadencia de una civilización» (II,9,278). Respecto a la Ira, incide en la paradoja de que, en determinadas situaciones puede ser virtuosa, y cita a San Juan Crisóstomo que afirmó que: «el que no se irrita, teniendo motivo, comete pecado porque la paciencia irracional siembra vicios, alimenta la negligencia e invita al mal, no sólo a los malos sino también a los buenos» (II,9,283). En cuanto a la Gula, concreta con gran agudeza psicológica los terribles efectos de ese desorden pecaminoso: «1. Ofusca la mente. 2. Lleva a la negligencia en los deberes religiosos. 3. Fomenta la impureza y la pereza. 4. Produce riñas y disensiones. 5. Destruye la salud y la riqueza y acorta la vida. 6. Promueve el apego a los placeres. 7. Conduce a la prisa y a la voracidad en nuestro modo de comer y en nuestra vida en general» (II,9,294). Sobre la Envidia , tras mostrar el aspecto especialmente dañino de este pecado (no busca el bien propio, sino el mal ajeno), pedirá con San Pablo que nos «Alegremos con los que se alegran y lloremos con los que lloran» (Rm. 12,15)» (II,9,300). Por último, dándole un enfoque elevado, asociará la Pereza a esa especie de tristeza o disgusto por los bienes espirituales (acedia), ligándola a un apego desmedido por el descanso y un abandono de los deberes» (II,9,301). Entre otros remedios contra este pecado capital, propone «la convicción de que no podemos ser salvos sin obras buenas» y «el pensamiento del reposo eterno que espera a quienes trabajan por alcanzar el cielo -atención a lo que sigue-, lo cual sólo es posible con gran esfuerzo personal (Mt. 11,12). (II,9,304). Hay que esforzarse en entrar por la puerta estrecha -advierte el Señor- y esa entrada exige esfuerzo ascético a cada uno de nosotros (I,16,554).  “Pensar que Dios admite a su amistad a gente regalada y sin trabajos es locura”, nos advierte la sabiduría de Santa Teresa de Jesús en su Camino de perfección.

7.- Los DIEZ MANDAMIENTOS.- Cierro mi comentario sobre esta segunda parte del catecismo de Monseñor Schneider, con unos apuntes tomados de la lectura sobre los diez mandamientos de la ley de Dios. Aunque grabados sobre las dos tablas de piedra que YHWH entregó a Moisés, con Cristo esos mandamientos se perfeccionaron «otorgando la gracia que permite al hombre seguir la Ley de Dios en justicia» (II,11,329). Los exponemos brevemente:

1º.- YO SOY EL SEÑOR, tu DIOS. NO TENDRÁS OTROS DIOSES FUERA DE MÍ.- El ofrecimiento del culto público al Señor «es de mayor importancia que la preservación del universo entero» (II,12,346), pero asimismo es inescindible del  culto interior, «sin el cual todos los actos exteriores son un espectáculo vacío» (II,12,342). Defiende, de acuerdo a la Escritura (Hb. 11 o Ap. 6,9) y la Tradición, la veneración de los santos, rechazando en dicha veneración cualquier elemento idolátrico. En nuestro tiempo, la adoración de dioses falsos incluye conductas como «diversas formas de culto a la naturaleza, por ejemplo, las llamadas ceremonias a la Pachamama o a la madre tierra» (II,12,376).  

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Aunque sin duda por pudor Monseñor Schneider calla, yo sí quiero recordar el espectáculo horrendo que se organizó en octubre de 2019 en los jardines del vaticano con ese ídolo repugnante de la  Pachamama recibiendo culto. Afortunadamente, un joven valiente de Austria, arrojaría unos días después esa basura al Tíber, sacándolas de la iglesia de Santa María in Traspontina.

2.- NO TOMARÁS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO.- «Se profana el santo nombre de Dios mediante su uso descuidado, blasfemia, juramentos falsos o injustos votos indiscretos y ruptura de votos» (II,13,393).  Llama la atención que aquí Monseñor Schneider recuerde el llamado «Juramento antimodernista de San Pío X«, vigente hasta 1967, al que juzga como «muy útil y oportuno» (II,13,403). Sin duda porque nadie banaliza el nombre de Dios como el modernista.

3º.- SANTIFICARÁS EL DÍA DEL SEÑOR.-La sustitución del Sabath por el domingo se realizó en virtud de la autoridad de los apóstoles, a causa de que ese día se realizaron las grandes obras de la Santísima Trinidad: «fue el primer día de la creación, el día de la resurrección de Cristo y el día del descenso del Espíritu Santo en Pentecostés» (II,14,413). Fija nuestro autor a continuación una cierta casuística de cosas que podemos o no podemos hacer para santificar el domingo (II,14,418-429), incidiendo en que «como la blasfemia, la profanación del domingo es un ataque directo a la santidad de Dios, que a menudo provoca sus justos castigos» (II,14,417).

4º.- HONRARÁS A TU PADRE y a TU MADRE.- Ese mandamiento se extiende más allá de la relación paterno-filial, pues nos obliga a honrar a «todos aquellos que tienen autoridad legítima sobre nosotros, incluidos padres, maestros, poderes cívicos y pastores de la Iglesia» (II,15,441).  Los preceptos que da en relación a la relación entre padres e hijos son de una gran belleza (II, 15,445-460), pero por razones de espacio remito a su lectura. Como dice Monseñor Schneider, citando el Libro de Ben Sira, a quien practica la piedad filial «le fue prometida una vida larga y feliz». Y a quienes no lo hagan, «se les considerará malditos» (II,15,455).

Los artículos que seguidamente dedica a la educación de los niños dan en el clavo pues hoy verificamos que muchas escuelas nominalmente católicas donde llevamos a nuestros hijos «constituyen un peligro para la fe y la moral de los niños» (II, 5,463). Éstas han acogido lo que Pío XI y Monseñor Schneider denominan «un código moral universal de educación» cuyo fin no es otro que «liberar la educación de la juventud de toda relación de dependencia con la ley divina» (II,15,465). Y además se da una «educación sexual naturalista«, que «expone e invita a los niños a la experiencia sexual, induciendo así directamente al pecado»  (II,15,466),  sin percatarse -como enseña Pío XI en Divini Ilius Magistri de 1929 que «no reconocen la fragilidad de la naturaleza humana» y olvidan que «en la juventud, los pecados contra la castidad son efecto no tanto de la ignorancia intelectual cuanto de la debilidad de una voluntad expuesta a las ocasiones y no sostenida por los medios de la gracia divina».

Siguiendo la citada encíclica, considerará «erróneo y pernicioso (…) el método de la coeducación» (educar juntos a los dos sexos), lo que parece confirmado hoy, no tanto por motivos morales, sino por el diverso desarrollo orgánico del niño y la niña. Así lo apunta el citado documento papal cuando señala que «la naturaleza humana, que diversifica los sexos en su organismo, inclinaciones y aptitudes respectivas, no presenta dato que alguno que justifique la promiscuidad y mucho menos la identidad completa en la educación de los dos sexos» (II,15,469).

Por último, considera que las madres católicas deberían quedarse en el hogar familiar en vez de incorporarse al mercado laboral -a menos que sea necesario para el sustento de la familia-, sobre todo dentro de los primeros seis años de la vida de los hijos, «los más necesarios para nutrirlos y modelar su carácter cristiano» (II,15,462). Desgraciadamente, hemos permitido que se construyera ante nosotros a new word que ha ido desmontando cualquier vestigio de cristiandad y ha hecho prácticamente inviable ese buen consejo, hoy tan impopular.

5º.- NO MATARÁS.- Destruir la vida del cuerpo humano es matar. Pero destruir la vida del alma también lo es, un verdadero asesinato espiritual (II,16,488). Dos ejemplos, el escándalo, por el cual llevamos a una persona a pecar mortalmente, o el suicidio espiritual, cuando cometemos un pecado mortal que destruye la gracia en nosotros (II,16,490). Hay muchas modalidades de homicidio corporal, «el asesinato, el suicidio, el aborto y la eutanasia» (que provocan directamente la muerte). Pero también nuestro autor considera homicidas conductas indirectas como «los actos de violencia injusta contra la salud o la integridad corporal, incluidas la esterilización y la mutilación, y cualquier acto de ira o disensión que conduzca al asesinato» (II,16,489). Por supuesto, «utilizar o matar animales no es asesinato» (II,16,491), a pesar de lo que bramen los fanáticos devotos de la religión animalista.

Citará la Evangelium Vitae de Juan Pablo II (1995), que enseña que, con los anticonceptivos (que veremos en el siguiente punto), hay «productos químicos, dispositivos intrauterinos y vacunas» que «actúan en realidad como abortivos en las primeras fases del desarrollo de la vida del nuevo ser humano«. Y el aborto, ya sea como medio o como fin, es siempre un desorden moral grave. También citará como «asesinato legalizado», la fecundación in vitro, porque su técnica «no evita que se desechen embriones criopreservados (congelados)«. Y, sin duda evocando sus terribles experiencias durante el comunismo, citará la venganza política, implementada con los campos de concentración y las ejecuciones sin juicio (II,16,495).

Los políticos católicos que abogan por cualquier forma de asesinato legalizado deben «ser castigados según el derecho canónico y no admitidos a la Sagrada Comunión» salvo arrepentimiento (II,16,503).

Muy interesante son los artículos dedicados al uso por el católico de productos médicos confeccionados con células madre fetales (II,16,505-510). Aquí Monseñor Schneider va más allá de la doctrina moral eclesiástica que  -dado el origen remoto de ese material orgánico humano-, permite el uso de esos productos. Él considera que su empleo es injustificable para los católicos, ni siquiera por el principio del «doble efecto» (un mal no deseado y un bien intencionado): «Un católico que utiliza tales productos causa escándalo al participar en una especie de «conspiración contra la vida» objetiva» (II,16,508).

Por descontado, Monseñor Schneider defiende la licitud de la pena de muerte (II,16,519-521) frente a la doctrina novedosa introducida por Francisco (nos remitimos a lo ya comentado en nuestro artículo anterior), así como las condiciones para una guerra justa (II,16,523), y la ilicitud sin excepciones de las armas atómicas por el daño indiscriminado que provocan (II,16, 525).

6º.- y 9º.- NO COMETERÁS ADULTERIO y NO DESEARÁS A LA MUJER DEL PRÓJIMO.-Ambos son pecados con el mismo objeto, pero enfocados desde el punto de vista externo y desde el punto de vista interno (II,17,534). Por una parte, «las acciones y caricias lujuriosas, especialmente cualquier uso de las facultades sexuales fuera del matrimonio; las palabras y canciones lujuriosas, y las miradas lujuriosas” (II,17,537). Por otra, «cualquier pensamiento lujurioso, cuando intencionalmente nos detenemos y complacemos en él, y el deseo o determinación de involucrarse más tarde en un pensamiento o acto lujurioso» (II,17,538). Bastan esas reglas generales, y no es necesario entrar en el morbo de una mayor casuística para que cualquier católico bien formado sepa sin la menor duda cuándo peca de lujuria.      

«Nada es bello sino por la pureza, y la pureza de los hombres es la castidad». Con esta preciosa cita de San Francisco de Sales (II,17,532), Monseñor Schneider nos introduce en el mandato de la preservar la castidad (II,17,550, al considerar el autor el vicio de la lujuria (y por encima de los restantes vicios), una poderosa esclavitud, «una forma particularmente poderosa de esclavitud egocéntrica». Lo confirma Nuestro Señor Jesucristo cuando nos enseña que «todo aquél que comete pecado es esclavo» (Jun. 8,14). La gravedad de este pecado queda atestiguada por las Sagradas Escrituras que nos advierten que «nada inmundo entrará (en el Cielo) (Ap. 21,27) o «ni los fornicarios, ni los adúlteros, ni los sodomitas… heredarán el Reino de Dios» (1 Cor. 6,9-10). Es imprescindible, para guardar la castidad en nuestro tiempo acudir a la oración, pues «con gran parte de la civilización contemporánea inundada de inmoralidad sexual  de diversos tipos, la oración es especialmente importante para obtenernos las gracias necesarias para permanecer castos» (II,17,553). El pecado de la lujuria desordena todas las pasiones humanas, haciendo que los actos más abominables y vergonzosos parezcan deseables, como nos confirma San Pablo (Rm. 1, 24-25), y vemos en nuestras sociedades. 

A continuación, se ocupa del pecado de la anticoncepción, pues es «contraria al orden natural e intrínsecamente mala«. Esa verdad moral ha sido expuesta por la Casti Connubii de Pío XI (1930) –acción torpe e intrínsecamente deshonesta– y confirmada por Pablo VI, en su Humanae Vitae (H.V.)(1968) (sin duda de manera heroica y sobrenatural por la presión sufrida) (II,17,540). Es igualmente ilícito el empleo de anticonceptivos dentro del matrimonio con la excusa del mal menor, ni aún por razones gravísimas, por la regla fundamental de que no es lícito hacer un mal para conseguir el bien, como nos enseña el numeral 14 de la H.V. (II,17,541). En más, al tratar del Sacramento del Matrimonio (en la tercera parte de su Catecismo), Monseñor Schneider precisa la norma fijada por Pablo VI en la H.V. de la licitud de la abstención de relaciones durante los periodos fecundos de la esposa, pero nos avisa de que no es lícito abusar de este método de abstinencia temporal, pues «puede convertirse en un modo de ocultar el egoísmo». Y cita la alocución de Pío XII en 1958 que pide «buena disposición para aceptar alegremente y con gratitud esos dones inestimables de Dios -sus hijos- en la cantidad que Él le plazca mandar» (II,17,709). 

Cuando leo estas palabras -en estos tiempos terminales de descomposición de las clases medias y de cultura de la muerte-, pienso que tenía mucha razón San Agustín cuando señalaba que el mérito martirial de los cristianos de los últimos tiempos –que tendrán que vérselas con el Anticristo- sería muy superior a la de la época de los mártires romanos. Sobre todo la de los padres y las madres que quieran vivir la fe católica de siempre y transmitírsela a sus hijos, por la heroicidad que supone hoy traer muchos hijos al mundo y educarlos en el amor y la obediencia incondicional a Cristo.

7º.- y 10º NO ROBARÁS y NO CODICIARÁS LOS BIENES DE TU PRÓJIMO.- El séptimo mandamiento nos impone «no tomar injustamente los bienes de los otros y nos obliga a reparar cualquier daño que hayamos hecho» (II,18,556). El décimo «nos prohíbe tener celos por los bienes del prójimo y todo deseo interior injusto por la propiedad de otro» (II,18,557). 

Monseñor Schneider incluye dentro del Hurto, el trabajo mal remunerado (II,18,569), un pecado muy actual. Yo añadiría, además -de acuerdo con las Sagradas Escrituras- que es de los que claman al Cielo  (St. 5,4).

Frente a los falsos ideales del comunismo -cuyas condenas históricas por Pío XI nos recuerda nuestro autor y hemos analizado en nuestra primera entrada sobre el catecismo-, opone el Principio de Subsidiariedad de la Doctrina Social Católica, que significa una «toma de decisiones a nivel más bajo y local posible», lo que hace factible que «toda acción de la sociedad por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos»  (Pío XI, Quadragesimo Anno (1931). Y criticará como opuestos a este principio, el globalismo y la tecnocracia (principios rectores de nuestra época), donde las decisiones y los derechos y libertades privados, «están controlados por un pequeño número» (II,18,563), de manera opuesta a las sanas reglas de la Doctrina Social Católica.

Interesante -y polémico- es también considerar, lícito el préstamo con interés, pero sólo en función de la pérdida resultante -la depreciación de la moneda- y el riesgo asumido -el peligro de mora- (II,18,574). Por tanto, la usura es «un robo mediante la exigencia de intereses sobre un préstamo sin título legítimo o en exceso de la justa proporción» (la depreciación y el riesgo de mora, según se dijo). Aunque no lo manifiesta expresamente, de estos principios deduzco que Monseñor Schneider sigue la teoría católica clásica que considera que el dinero no es productivo, que no hay razón moral que justifique negociar con él, y que, por tanto, todos los bancos practicaban -y practican hoy- la usura.  Recordemos que la Rerum Novarum de León XIII (1891) hablaba de ella como «usura devoradora…, un demonio condenado por la Iglesia , pero de todos modos practicado de modo engañoso por hombres avarientos». Probablemente, nunca como en este tema el demonio está en los detalles. 

8º.- NO LEVANTARÁS FALSO TESTIMONIO CONTRA TU PRÓJIMO.-  Ese mandamiento postula «el respeto absoluto por la verdad«. Prohíbe «directamente toda mentira» e «indirectamente cualquier cosa que ataque de manera injusta la reputación y la honra de nuestro prójimo» (II,19,590).

Los pecados contra este mandamiento -advierte Monseñor Schneider- se han vuelto muy comunes en nuestro tiempo, pues «especialmente después de la II Guerra Mundial, el uso de los medios de comunicación para distorsionar los hechos, influir en la opinión pública e imponer una percepción falsa de la realidad (por ejemplo, a través de la propaganda) ha atrapado a muchos en pecados habituales contra este mandamiento» (II,19,591). Creo que todos estaremos de acuerdo en que esa percepción se ha ido incrementando con el tiempo en progresión geométrica, de modo que hoy, en la era de la información, encontrar una verdad sin deformar en los medios de comunicación es como encontrar una aguja en un pajar. 

Si Cristo es la Verdad (Jn. 14,6), Satanás es el «padre de la mentira» (Jn. 8,44) (II,19,593). Por lo tanto, según deformemos los hechos claros mediante el lenguaje nos apartaremos más del Señor y nos acercaremos al demonio.  Por ello, ni siquiera para defender nuestra vida podemos mentir, pues caeríamos en el error del consecuencialismo (hacer el mal para que venga el bien -Rm. 3,8-). Pero sí podemos, tal y como nos enseña el Doctor Angélico, «ocultar la verdad prudentemente«, por una causa justa, como en el uso de la reserva mental o el equívoco (S.T. II-II, q. 110 a3, resp.4)(II,19,594).  Por lo tanto, concluye Monseñor Schneider, no está prohibida en ocasiones la reserva mental amplia y los equívocos porque, a la vez que “no decimos falsedad alguna con ellas, permitimos que nuestro oyente se engañe si no tiene derecho a la verdad o si saberla puede ocasionar un daño previsible» (II,19,598). 

Junto a la mentira se destacarán «otros pecados contra la verdad«: falsificación, hipocresía, adulación, jactancia, disimulo o incluso -a sensu contrario- indiscreción, «revelar verdades que deben mantenerse en secreto» (II,19,607).

Finalmente, y para concluir, tras advertir contra el juicio precipitado y de la sospecha temeraria (II,19, 616-617), Monseñor Schneider, con el caudal de su inmensa unción y sabiduría cristiana, nos dirige por el camino más seguro para formarnos una opinión sobre nuestro prójimo: 

«Debemos comenzar por juzgar solo los actos externos de nuestro prójimo, sopesarlos con la verdad y suponer lo mejor de sus acciones, al menos cuando no hay peligro de dañar a tercero. Debemos dejar el juicio de sus intenciones y del estado de su alma a Dios, que es el único que escudriña el corazón» (Rm. 8,27).

LUIS LÓPEZ VALPUESTA

SOBRE EL CATECISMO CONTRARREVOLUCIONARIO DE MONS. SCHNEIDER (II)

Continuamos con el segundo de los artículos publicados por don LUIS LÓPEZ VALPUESTA dedicado al interesante libro del obispo Athanasius Schneider titulado «CREDO. COMPENDIO DE LA FE CATÓLICA»,

I

Monseñor Schneider, en el Prefacio de su Catecismo, justifica su redacción ante el desconcierto de los católicos por el caos doctrinal actualmente reinante:

«Por tanto, me veo obligado a responder a las peticiones de tantos hijos e hijas de la Iglesia que están perplejos ante la extendida confusión doctrinal en la Iglesia en nuestros días. Ofrezco esta obra, Credo: Compendio de la Fe Católica, para fortalecerlos en su fe y servir de guía a la enseñanza inmutable de la Iglesia. Consciente del deber episcopal de ser «promotor de la fe católica y apostólica» (catholicae et apostolicae fidei culturibus), como se establece en el Canon de la Misa, deseo también dar testimonio público de la continuidad e integridad de la doctrina católica y apostólica. Al preparar este texto, mi público objetivo han sido principalmente los «pequeños» de Dios: fieles católicos que están hambrientos del pan de la doctrina verdadera».

En realidad, el objetivo de este libro se abre más allá de este loable propósito y ha sido el Cardenal Robert Sarah, en su carta recomendatoria al inicio, el que nos ha puesto sobre esta pista. En efecto, señala el cardenal que este catecismo «invita a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a profundizar (e incluso, cuando sea necesario, a corregir) su conocimiento de la doctrina católica» (subrayado nuestro). Pero no sólo los fieles, pues como recordará el mismo Catecismo, es posible «reformular para mayor claridad, o incluso corregir, las enseñanzas no infalibles y no definitivas, o los mandatos de un Papa o un concilio». Pues «estos actos reformables son especialmente notables, como algunas afirmaciones del Concilio Vaticano II que son en sí ambiguas y pueden conducir a una compresión errónea»  (I,16,660).  

La reflexión de este santo Cardenal va más allá de superar la ignorancia de los católicos en tal o cual punto de doctrina cristiana, porque para solventarla podemos consultar el -en general-, excelente Catecismo de la Iglesia Católica que Juan Pablo II publicó en 1992. O, en última instancia, acudir a los reconocidos teólogos católicos (los grandes y antiguos, no los mediáticos y modernos). Lo que el cardenal Sarah nos quiere decir tiene que ver con lo que muchos católicos creen de buena fe que es la recta doctrina, y no lo es. Hablamos de un ambiente de confusión causado por la dinámica de ambigüedad en tantos puntos de doctrina (sobre todo moral, pero no sólo), que venimos arrastrando desde el Concilio Vaticano II. Ambigüedad introducida deliberadamente por los teólogos redactores de los documentos conciliares (eso hoy no lo discute nadie) con el perverso fin de que en el futuro se colasen doctrinas que, mostradas de golpe, repugnarían a los «católicos sencillos», pero que en pequeñas dosis acabarían siendo asumidas. Lo que acertadamente se ha denominado «bombas de tiempo».  Y así lleva sucediendo desde el final del Concilio, cada vez con mayor intensidad. 

Contemplemos el pontificado de Francisco, donde varias de esas bombas han estallado a la vez, oscureciendo la doctrina moral y sacramental (Amoris Laetitia o Fiducia Supplicans); la liturgia (Tradiciones Custodes o la implementación de ritos chamánicos/amazónicos) y la recta doctrina  (la calificación como inmoral de la pena capital -en contra de la Escritura, la Tradición y la doctrina de los padres-). Se ha negado a la Bienaventurada Virgen María su papel de corredentora -contra el sentir del pueblo cristiano-, y juzgado a las falsas religiones como una riqueza querida por Dios, contradiciendo el dogma «extra ecclesiam nulla salus«.  De ahí la necesidad de “reformular para mayor claridad, o incluso corregir, las de enseñanzas no infalibles y no definitivas, o los mandatos de un Papa o un concilio«, si son “ambiguas y pueden conducir a una compresión errónea» (I,16,660). 

En definitiva no hay ningún católico -consagrado o laico- con dos dedos de frente que no se dé cuenta de este vigente drama, pero la mayoría hoy no tiene la más mínima vocación martirial (en el sentido literal de ser testigos de esa verdad), y no actúan en consecuencia. Por comodidad, por inercia, por cobardía, por no perder el calor de establo…, me da igual. Es cierto que ir contra la dinámica de los tiempos desgasta mucho, pero como nos recordó la sabiduría de Chesterton «sólo el que nada contracorriente sabe que está vivo». 

Monseñor Schneider sí tiene vocación de testigo de la fe y por ello reacciona valientemente contra toda esta impostura en su Compendio. Éste, tras una introducción general sobre la doctrina cristiana, presenta una clásica división tripartita: 1º.- La Fe: lo que creemos verdaderamente. 2º.- La Moral: el buen obrar 3º.- El Culto divino: ser santo. En este segundo artículo (de tres que le dedicaré a esta imprescindible obra) reflexionaré sobre el primer punto -la fe-, dejando los otros dos -la moral y el culto- para un artículo conclusivo.

II

La primera parte del catecismo está dedicada al acto mismo de creer en Dios creador. Aunque el compendio se dirige ante todo a los católicos (a creyentes), la obra muestra la razonabilidad de la existencia de Dios, citando las clásicas vías tomistas y mostrando la poca consistencia del ateísmo. «Cuando no se debe al deseo de estima humana o al beneficio material, el ateísmo puede surgir de la pura ignorancia, del razonamiento defectuoso o de la corrupción del corazón». Y respecto a los científicos ateos señalará «que se han excedido los límites inherentes a toda ciencia natural y han adoptado una filosofía defectuosa» (I,1,26-27). 

Entre las numerosas entradas que dedica esta primera parte del Compendio a la fe, he separado algunos temas importantes donde hay una clara escisión entre lo que han creído los católicos semper, ubique et omnibus, y las novedades que se han ido introduciendo en los últimos años. Son cuestiones cruciales que repugnan al sano sentido de la fe  y que el Cardenal Sarah invita, como hemos visto, a corregir, ayudados de la sólida doctrina de esta obra. Veámoslas: 

A).- La CREACIÓN.- La Creación -esto es, el acto por el cual Dios libremente da origen a seres a partir de la nada (ex nihilo) (I,3,80)- es un acto realizado para su propia gloria, pues «Dios… no tiene necesidad de otros seres; Él ya se dona a sí mismo plenamente en la Trinidad de las Personas divinas. Ni su naturaleza ni su buena voluntad lo obligan a crear de forma necesaria; era totalmente libre de crear o no» (I,3,83), y si decidió crear fue para «mostrar su propia bondad y perfección, a partir de las bendiciones que, en su amor, concede gratuitamente a las criaturas» (I,3,84). 

Por tanto, el último fin de la Creación no es el hombre sino la Gloria de Dios. «Todo viene de Dios «porque de Él y para Él son todas las cosas (Rm. 11,36)» (I,3,95).  La deformación de esta Verdad da origen a un doble error, rabiosamente actual: El primero: «la personificación e incluso la divinización de la naturaleza, a menudo manifestada en formas de idolatría ambiental misticismo ecológico, rituales a la diosa Madre Tierra, animismo y otras formas de adoración pagana» (I,386). El segundo, el transhumanismo, que en definitiva «encarna el pecado original del hombre de querer ser como Dios sin la gracia» (I,3,87). Aquí Monseñor Schneider cita muy oportunamente a San Pío X -motu propio Doctoris angelici (1914): «El error en cuanto a la naturaleza de la creación engendra un falso conocimiento de Dios». 

Recalcar esta verdad teocéntrica es fundamental, porque muy probablemente, la causa primera de la desarticulación en nuestros días de la estructura clásica de la doctrina católica tenga que ver con lo que se ha denominado el «giro antropológico» de la fe cristiana. Su origen histórico podemos rastrearlo en el primer renacimiento, pero su culminación y plenitud llegará con el optimismo antropológico del Concilio Vaticano II. Recordemos algunos asertos significativos de la Gaudium et Spes«Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos» (12) y «El hombre es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma -propter seipsam– (24). 

Monseñor Schneider deja muy claro que «Aunque el hombre nunca debe usarse como un medio para un fin, la noción de que el hombre existe por sí mismo es un error autorreferencial del antropocentrismo, arraigado en la filosofía anticristiana de Inmanuel Kant (1724-1804), y cita a continuación a Santo Tomás: Más bien, «Dios quiere las cosas fuera de si mismo en la medida que están ordenadas a su propia bondad como su fin»  (S.T. I, q. 19 a. 3,c) (I,3,96).  

B).-El ERROR RELIGIOSO.- Desde el principio de esta sección Monseñor Schneider reafirma una verdad católica que, a partir del Concilio Vaticano II, se pone en cuestión (no explícitamente en documentos –véase la Dominus Iesus (2000)– , sino más bien por hechos consumados de obispos y papas): «Sólo la religión establecida por Dios y llevada a su plenitud en Cristo, con su culto divinamente revelado, es sobrenatural, santa y agradable a Dios. Todas las demás religiones son inherentemente falsas y sus formas de culto perniciosas o, en último término, inválidas para la vida eterna» (I,6,200).

La diversidad de religiones que hay en el mundo -a diferencia de lo que afirma habitualmente Francisco- no puede ser querida por quien es la Sabiduría, pues «Dios no puede ser el autor de errores religiosos ni de ningún otro mal, porque «Dios es veraz» (Jn. 3,33). Las religiones falsas, señalará Monseñor Schneider, evocando la rotunda afirmación de San Agustín, «surgen del engaño del diablo, el pecado y la ignorancia (males que Dios simplemente tolera en nuestro mundo caído) (I,6,214). 

Tampoco son gratas a Dios las otras dos religiones monoteístas. Respecto del judaísmo, explicará que si los judíos no han aceptado a Cristo, han rechazado por ello hasta su Antigua Alianza, pues el Señor dijo «Si creyerais a Moisés, me creeríais a Mí, porque de Mí escribió él» (Jn. 5,46). Por tanto, el judaísmo «no es una fuente de gracia santificante y de salvación para sus adherentes», pues incluso en tiempos de la Antigua Alianza, la salvación requería la fe en el Salvador que vendría»  (I,6,204).  

Respecto del Islam, es errónea -así lo manifiesta sin eufemismos- la apreciación de la Lumen Gentium (16), y recogida en el numeral 841 del CIC: «adoran con nosotros a un único Dios». Basta leer la Sura 112 del Corán -que cita a pie de página- para verificar un rechazo explícito al Dios verdadero, uno y trino; o recordar una de las más importantes oraciones musulmanas, la Al-Ikhlas-Ayat, que niega la revelación cristiana. Recuerda igualmente nuestro autor la impugnación anticipada que la Sagrada Escritura hace de esa falsa religión en la Primera Carta de san Juan: «Todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios» (I,6, 207-210). Y los musulmanes no confiesan a Jesús como Hijo de Dios.  

En relación con las otras comunidades cristianas (I,6,215) nos dice que «El Espíritu Santo no usa las falsas religiones para otorgar la gracia y la salvación al hombre«. Sale así paso de la confusa expresión de la Unitatis Redintegratio (1964) (3) que afirma que «El espíritu Santo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación, cuya plenitud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad de la Iglesia católica». Como señala Monseñor Schneider, Dios puede conceder la gracia a un hombre inculpable de no conocer la religión verdadera, pero «tales gracias de ninguna manera serían «mediadas por o debido a» la religión falsa misma. Más bien, la gracia puede darse a pesar del error del hombre y para sacarlo del error y llevarlo a la fe«.

C).- La FRATERNIDAD HUMANA Y FILIACION DIVINA.- Todas las personas tienen una dignidad ontológica por el sólo hecho de ser una criatura de Dios. Pero sólo alcanzan la dignidad sobrenatural por la semejanza divina los bautizados y la conservan mientras no pequen mortalmente (I,6,224). Por lo tanto, sólo son «hijos de Dios» los cristianos. «Sólo se llega a ser hijo de Dios por la fe en Jesucristo, Verbo Encarnado e Hijo de Dios, renaciendo en Dios por el sacramento del bautismo» (I,6,226).

Frente a la afirmación del CIC de que «Esa sabiduría (popular) es un humanismo cristiano que afirma radicalmente la dignidad de toda persona humana como hijo de Dios, establece una fraternidad fundamental…» (1676), afirmará que es el sacramento del bautismo el que establece esa fraternidad de Hijos de Dios. Se confirma en la declaración dogmática del Concilio Vaticano I. «Si alguno dijere que la condición de los fieles y de aquellos que todavía no han llegado a la única fe verdadera es igual, sea anatema» (Constitución Dei Filius. Cap.3, can. 6).

D).- La VIRGEN MARÍA CORREDENTORA y MEDIADORA.-  Aunque no reconocidas como dogma (todavía), el sentir del pueblo cristiano afirma sin vacilar esas dos verdades de nuestra fe católica, pero lamentablemente nuestro actual Santo Padre se empeña en negarlas una y otra vez (con evidente imprudencia, porque un sucesor suyo puede -y debe- creer en tales verdades y -ojalá- formular el quinto dogma mariano). Siguiendo ese sentir, Monseñor Schneider citará la preciosa reflexión de San Bernardo de Claraval: «Por esa plenitud de gracia y de vida sobrenatural, estaba (María) particularmente predispuesta a la cooperación con Cristo, único Mediador de la salvación humana. Y tal cooperación es precisamente esta mediación subordinada a la mediación de Cristo. En el caso de María se trata de una mediación especial y excepcional» (I,9,328).

E).- La MISION de la IGLESIA.- La misión de la Iglesia no es «mejorar el bienestar del hombre, como si el Hijo de Dios se hubiera encarnado para establecer una organización de servicios humanitarios a fin de combatir la pobreza, las enfermedades o la contaminación ambiental» (I,16, 531). Tampoco -y aquí cita algunas palabras y expresiones de Fratelli Tutti, encíclica de Francisco de 2020)- para buscar «una nueva humanidad», en la que «una paz real y duradera sólo será posible sobre la base de una ética global de solidaridad y (…) responsabilidad compartida por toda la familia humana«. Es el error del llamado cristianismo secundario, que «juzga la religión por sus efectos subordinados en orden a la civilización, haciéndolos prevalecer y sobreponiéndolos a los sobrenaturales que la caracterizan (Romano Amerio. Iota Unum).

La Iglesia, en definitiva,  no está para «trabajar por el avance de la humanidad y la fraternidad universal», sino que tiene «la autoridad divina y el mandato de enseñar, gobernar y santificar a todos los hombres en Jesucristo hasta que Él vuelva en su gloria» (I,16,530). O como decimos sencillamente los católicos: «La Iglesia está para ayudar a los hombres a alcanzar el Cielo». Para otra cosa ya tenemos los políticos demagogos. 

Y por supuesto, la Iglesia es necesaria para la salvación, de modo que «no podrán salvarse aquellos que, sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria, con todo no hayan querido entrar o perseverar en ella» (I,16,544). Son muy instructivos los artículos que dedica el autor a la posibilidad de salvación de los no católicos, pero exceden la extensión de un mero artículo, por lo que remito a su lectura atenta (I,16, 545-557).

F).- La AUTORIDAD del ROMANO PONTIFICE.- Con unas hermosas palabras que el autor recoge de la Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I (1870), sintetizará el Primado del Papa en materia doctrinal: «El Papa es el principal maestro, guardián y defensor de las verdades reveladas. Le corresponde a él: 1. Defender lo que Dios ha revelado para ser creído, obrar y evitado. 2. Condenar los errores contrarios a la divina Revelación, contenida en la doctrina apostólica que ha recibido y 3. Ser signo visible y principio de la unidad de la fe y comunión del episcopado y de los fieles”. (I,16,671). 

Pero ese poder, como añade el citado documento del Concilio Vaticano I, no le permite introducir nuevas enseñanzas, sino «guardar santamente y exponer fielmente la Revelación transmitida por los apóstoles, es decir, el Depósito de la fe»  (Cap. 4). Es más, como dice el Compendio: «Sin embargo, como cualquier obispo, un Papa puede resistirse a la gracia de su cargo y enseñar errores doctrinales en sus afirmaciones diarias, ordinarias y no definitivas, es decir, fuera de los pronunciamientos ex cathedra» (I,16,678). Y sin complejos mostrará algunos cambios doctrinales de nuestro papa Francisco, como manifestar que la pluralidad de religiones es expresión de una sabia disposición divina con la que Dios creó a los seres humanos (2019) o que la pena de muerte es per se contraria al Evangelio (2017), novedad ésta que lamentablemente se ha trasladado al CIC (numeral 2267) (I,16,679).

Se pregunta Monseñor Schneider si ha habido casos de Papas que hayan promovido oraciones doctrinalmente ambiguas en la Liturgia de la Misa o promovido prácticas sacramentales que son doctrinalmente erróneas y moralmente problemáticas (I,16,680-681). Lamentablemente la respuesta es afirmativa y vinculada a nuestro tiempo en ambos casos: el cambio del Ofertorio de la Nueva Misa por Pablo VI (1969) oscurece la naturaleza propiciatoria del sacrificio, siendo esas oraciones cercanas a la concepción protestante de la Santa Misa como mero banquete. O la posibilidad de comunión a los adúlteros y la negación de la eternidad de las penas del infierno (ideas sostenidas por nuestro actual papa (I,19,808), pues Francisco aprobó las normas de los obispos de Buenos Aires que concedían la comunión a los adúlteros públicos impenitentes. Y, en la cuestión del infierno, Francisco afirma en Amoris Laetitia que «nadie puede ser condenado eternamente, porque esa no es la lógica del Evangelio» (297). Sin embargo, como advierte Monseñor Schneider lo cierto es que los que rechazan la gracia del arrepentimiento del pecado mortal se encuentran en un estado de condenación eterna  después de la muerte.  Y nos exhorta a evitar el infierno, meditando sobre él como han hecho muchos santos que nos precedieron y trascribiéndonos la estremecedora experiencia de Lucía de Fátima en 1917. 

G).- La COLEGIALIDAD y la SINODALIDAD.- Aunque es loable la colaboración entre los obispos (I,16,709), Monseñor Schneider nos avisa de que «una falta de comprensión de la colegialidad puede llevar a ver el gobierno de la Iglesia como un parlamento democrático o igualitario, en lugar de la jerarquía monárquica establecida por Cristo Rey. Disminuiría la autoridad suprema del Papa sobre toda la Iglesia y la autoridad local de cada obispo en su propia sede» (I,16,710). Respecto a la sinodalidad nos dice algo de puro sentido común (teniendo sin duda presente el inminente Sínodo): «ha consumido mucho tiempo y recursos que podrían emplearse mejor en la oración y la predicación, como aconsejaba San Pedro (Hch. 6,4)».

III

Los últimos puntos que quiero tratar de esta primera parte (de las tres partes de que consta este catecismo) son especialmente polémicos y por eso deseo examinarlos en un apartado diferente. En esos asuntos la diferencia entre lo que han creído los católicos que nos precedieron y lo que creen hoy es absoluta, sin matices.  Hasta tal punto que la lectura de esta parte del Compendio puede producir un inmenso vértigo a las conciencias de nuestra cómoda generación católica, educada en valores tan aparentemente magníficos como el respeto a las opiniones ajenas (sean cuales sean), la tolerancia sin límites (salvo a los católicos carcas, como propugnaba el tolerante John Locke), o la democracia como la forma sacrosanta de regir una sociedad, el desvelado Santo Grial de la política actual.

Estos puntos controvertidos son el Poder espiritual y poder temporal de la Iglesia (I,16,714 a I,16,745), el liberalismo (I,16,740-745) y la Libertad religiosa (I, 16, 746-758). ¿Creíamos de veras que «ese «Contra-Syllabus» que era la «Gaudium et Spes» (Benedicto XVI) había enterrado para siempre las combativas encíclicas de Gregorio XVI, Pío IX o León XIII? Veremos a continuación que no, gracias al Catecismo que comentamos:

H).- PODER ESPIRITUAL y PODER TEMPORAL de la IGLESIA.-  Cuando uno estudia objetivamente la historia de la Iglesia en las naciones católicas, casi puede contar con los dedos de la mano los momentos históricos en los que la relación Iglesia-Estado fue como miel sobre hojuelas. Todos los Papas y los príncipes católicos conocían los principios tradicionales que vinculaban ambos ámbitos de poder y que en este Compendio se recogen con gran fidelidad (I,16,728-745). Pero llevarlos a la práctica era harina de otro costal. Seguramente porque no haya un aspecto en la historia humana donde el demonio posea tanta influencia para tentar (y vencer) como en el asunto del poder (político y religioso, sin excepciones). Aunque el demonio miente como un bellaco, no creo que desbarrase mucho cuando en el desierto le espetó a Nuestro Señor con arrogancia que «la gloria de los reinos me ha sido entregada y yo se le doy a quien quiero» (Lc. 4,6).

Con este proemio, quiero incidir en la idea de que los principios objetivos de la relación Iglesia-Poder Civil por muy buenos que sean (y los católicos tradicionales lo son), pueden resultar desastrosos si se aplican con soberbia, mala fe o imprudencia (por cualquiera de las partes). Ejemplos históricos los hay a espuertas.

Entrando ya en el Compendio, Monseñor Schneider toma el toro por los cuernos y afirma claramente que «el poder espiritual y el temporal (…) están destinados por Dios a actuar en perfecta concordia y armonía (I,16.729). Y cita a San Pío X, que en su encíclica «Vehementer nos» (1906) nos instruye así: «Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva (…), así como el orden de la vida presente está todo él ordenado a la consecución de aquel sumo y absoluto bien, así también es verdad evidente que el Estado no sólo no debe ser obstáculo para esta consecución, sino que, además, debe necesariamente favorecerla en todo lo posible». A continuación expondrá la superioridad del poder espiritual sobre el temporal (I,16,730) y, por lo tanto, la subordinación del segundo al primero (en todo aquello que se refiere al orden espiritual) (I,16,731); la exigencia a los Estados de ayudar a la Iglesia en el cumplimiento de su misión (I,16,732-733), e incluso la obligación de los Estados de venerar públicamente al Dios verdadero y proteger la verdadera religión que es la Religión Católica (I,16,734), lo que implica también trabajar por reprimir la herejía y el cisma (I,16.736). Por supuesto eso no significa que el poder civil -o el religioso- obligue a los ciudadanos a hacerse católicos (pues nadie cree sino queriendo) y, además, hay ocasiones en la que deben los Estados tolerar a las religiones no católicas cuando la prudencia prevé un daño mayor en su prohibición (I,16,737). 

Nos guste más o menos, esa era la doctrina tradicional sólidamente reafirmada por sucesivos pronunciamientos papales, y bajo sus auspicios se desarrollaba la vida política diaria de las naciones con mayoría de la población católica, y generalmente funcionaba bien. A partir de la Revolución Francesa se introdujo una idea impía (condenada por León XIII en Libertas Praetantissimus de 1888), pero que acabaría triunfando en las naciones y en misma Iglesia tras el Concilio Vaticano II: la laicidad de los Estados. Los Papas del siglo XIX y XX lucharon denodadamente contra ella, sinceramente convencidos de que «el bien común de toda nación requiere especialmente que los representantes de la autoridad civil profesen públicamente y veneren la verdadera fe católica» (Pío XII, Mystici Corporis Christi, 47) (1943) (I,16,735). Veinte años después de esta enseñanza del último papa preconciliar, el Concilio Vaticano II tiraría literalmente a la basura esta doctrina (que se contenía en los Trabajos Preliminares, desechados al inicio de las sesiones), y las funestas consecuencias de tal decisión para las naciones antaño católicas están a la vista para el que quiera verlo. Aunque soy muy pesimista en cuando a la rehabilitación de la doctrina tradicional  -exigiría poco menos que un milagro-, hay que destacar el mérito de Monseñor Schneider de recordarnos a los católicos que no nos conformemos con meramente sobrevivir en sociedades laicas como las actuales, donde el diablo domina en todos los ámbitos. Las sociedades católicas tradicionales no eran desde luego perfectas (la hipocresía era un vicio muy frecuente), pero sí inmensamente más sanas que las actuales. Merece la pena luchar por ellas, aunque nuestro principal obstáculo sea a día de hoy las rocosas posiciones liberales de nuestra querida Iglesia Católica.  

I).- LIBERALISMO.- Como afirma sin titubeos Monseñor Schneider, afirmar como principio la separación de la Iglesia y el Estado es un error que se denomina liberalismo (I,16,740-745). La razón por la que un católico debería rechazar de plano esta doctrina la expone perfectamente en (I,16,742): «1. Afirma una libertad personal ilimitada como un derecho irrestricto, lo cual es contrario a la ley natural y a la Revelación divina. 2. Niega la legítima subordinación del Estado a la Iglesia; 3. Desprecia el reinado social de Cristo y rechaza los beneficios que de ello se derivan; 4. Inculca el indiferentismo ante la ley moral y conduce a una anarquía hedonista».  

Monseñor Schneider es, además, de los pocos prelados actuales que se atreven a proponer públicamente la excomunión de los católicos con cargos públicos que actúan contrariamente a las enseñanzas de la Iglesia: «Si continúan con tales actos, deben ser amonestados públicamente por la salvación de sus almas y, si continúan en su obstinación y sin arrepentirse, deben ser excluidos de la recepción de los sacramentos» (I,16,745).            

J).- LIBERTAD RELIGIOSA.- Los artículos que dedica Monseñor Schneider a la libertad religiosa postulan el retorno a la doctrina tradicional, especialmente tratada en el siglo XIX con el Syllabus y la Quanta Cura de Pío IX, o la Libertas Praestantissimum y la Inmortale Dei de León XIII. Aunque muchos teólogos se han esforzado -y siguen devanándose los sesos- en hacer encajes de bolillos para demostrar una continuidad entre la doctrina antigua (que incidía en la libertad de las conciencias)  y la moderna (que se fundamenta en la libertad de conciencia a secas), la realidad es que, salvo que abandonemos el principio de no contradicción, esa conciliación no es posible. Y que conste que he leído a muchos autores muy inteligentes que se han estrujado sus meninges infructuosamente para cuadrar el círculo.

La cuestión de fondo es que, como se afirma en el Compendio sintetizando la doctrina tradicional: «nadie tiene un derecho universal, positivo y natural a difundir una religión falsa» (I,16,748). La Dignitatis Humanae (D.H.) del Concilio Vaticano II (7-12-65), por una parte asume verdades tradicionales como «Todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla» (1) o «en materia religiosa no se obligue a nadie a ir contra su conciencia» (2). Hasta aquí. Porque por otro lado, contradice el principio tradicional expuesto al principio al afirmar un derecho a la libertad religiosa más allá de la religión verdadera y revelada, de modo que «ni se le impida a nadie a que actúe conforme a ella, en privado o en público, solo o asociado a otros, dentro de los límites debidos» (2). Es más, ese derecho -según la  D.H.- «ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de modo que llegue a convertirse en un derecho civil». Como bien apunta Monseñor Schneider, ese reconocimiento, aparte de violar la ley divina y fomentar el indiferentismo religioso, allana el camino para religiones falsas -sobre todo las nuevas religiones laicas– que contradicen la ley natural y generan daños graves para la misma sociedad. Ni siquiera -sigue explicando nuestro autor- “una conciencia invenciblemente errónea establece un derecho legítimo, puesto que si bien una conciencia invenciblemente errónea excusa del pecado cuando uno viola la ley divina como consecuencia de ese error, nunca puede establecer un derecho a tales violaciones» (I,16,751). Pues «el derecho es una facultad moral que (…) no podemos suponer concedida por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la virtud y al vicio» , de tal modo que «las opiniones falsas, que son la máxima plaga mortal del entendimiento humano, y los vicios corruptores del espíritu y de la moral pública deben ser reprimidos por el poder público para impedir su paulatina propagación, dañosa en extremo para la misma sociedad» (I,16,750). Dicho en plata, el error no tiene derechos, ni en privado ni en público.

Aunque la D.H. anota que «deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (1), es obvio que no es así. Sencillamente porque, como razonaron los griegos hace ya casi veinticinco siglos, «una proposición no puede ser ella misma y la contraria al mismo tiempo y en el mismo sentido».  

Por muy duro que se nos haga a nuestros oídos modernos, la realidad es que los católicos debemos creer, como siempre lo hemos hecho, que el catolicismo es la única religión divinamente revelada, lo que implica que las demás son falsas, sin excepción. Y si son falsas, no tienen derechos, ni naturales ni civiles. Ser católicos y no aceptar esta verdad es una incongruencia que puede obedecer a diversas razones, aunque en última instancia se resumen en el miedo a que nos tachen de intolerantes, o en respetos humanos (pensamos que hacemos una injusticia a alguien por restringir, en una nación católica, el culto público de su falsa religión, cuando es todo lo contrario). En cualquier caso, si somos coherentes, debemos reivindicar el principio tradicional sin mácula ni reserva mental, porque un católico sin tradición es un dislate, un oxímoron, y por ello, resultan mucho más coherentes los artículos del Compendio de Schneider que los párrafos de la D.H. (un documento francamente contrario a la doctrina tradicional de la Iglesia). 

Por supuesto no se trata de imponer nada a nadie (esa es la zafia impugnación que hacen los liberales). Además, ya no se puede volver atrás para detener la catástrofe histórica de que numerosísimas comunidades católicas se hayan desbaratado en tantos países de Europa (indiferentismo) e Hispanoamérica (sectas protestantes), precisamente a partir de la incorporación de la nueva concepción de la libertad religiosa de la D.H. en sus Ordenamientos jurídicos. Pero al menos, los católicos actuales -el resto fiel que todavía queda-, si anhelamos en serio reconstruir una sociedad católica y un país con leyes cristianas, debemos interiorizar como primer principio operativo que con las normas del Catecismo de Schneider había sociedades católicas y que con las de la D.H. se disolvieron: «Por sus frutos los conoceréis». Cuando la mayoría de los católicos del mundo se convenza de esa verdad e inicie “el buen combate” por ella, el milagro será posible.

LUIS LÓPEZ VALPUESTA

SOBRE EL CATECISMO CONTRARREVOLUCIONARIO DE MONS. SCHNEIDER (INTRODUCCIÓN)

Comenzamos este curso 2024/25, publicando en varias partes una serie de interesantes artículos que don LUIS LÓPEZ VALPUESTA, abogado y escritor, ha dedicado al libro publicado recientemente por el obispo Athanasius Schneider titulado «CREDO. COMPENDIO DE LA FE CATÓLICA», el cual recomendamos su lectura y estudio. Esta serie de artículos han visto la luz en el blog del autor:https://noliteconformari.blogspot.com/ y en el que tiene alojado en la web de Infovaticana: https://infovaticana.com/blogs/nolite-conformari/


I

Para entender bien la grandeza y, sobre todo, osadía de este Catecismo, es imprescindible con carácter preliminar conocer a fondo la persona de su autor, el obispo auxiliar de la lejana localidad de Astana, en Kazajistán.  Pero como aquí no se pretende hacer sino un humilde artículo sobre la impresión que esta obra ha dejado en el alma de quien esto escribe, me limitaré a recordar unos pocos datos de su biografía familiar. Datos que, a mi juicio, no sólo explican la solidez de la fe tradicional de este obispo, sino también nos pone sobre la pista de la razón por la que Occidente entero ha diluido dicha fe entre las miasmas del progresismo mundial. 

En la larga entrevista que concedió a Diane Montagna, recogida en el libro «Christus Vincit» (2019), Monseñor Atanasius Schneider nos narra los orígenes de su familia ruso-alemana. Fue sobre los años 1809 o1810 -casi un siglo antes de la diabólica revolución comunista de 1917-, cuando muchos alemanes emigraron a las orillas del Mar Negro. Eran russlanddeutsche, procedentes de la región de Alsacia y Lorena, territorios de permanente disputa entre Francia y Alemania hasta el final de la II guerra mundial.  Fervorosamente cristianos, trabajaban como agricultores, y dada la amplia presencia de una comunidad católica en esa región, el papa erigió en ese siglo XIX una diócesis que se denominó Tiraspol, con un obispo que era elegido entre la propia comunidad (como tradicionalmente hacían los cristianos). La irrupción del comunismo fue una catástrofe, pues la mayoría de los doscientos sacerdotes con los que contaba esa comunidad fueron asesinados o encarcelados. Monseñor Schneider recordará que su abuelo paterno -Sebastián Schneider-  fue depurado en la época de delirio de las grandes purgas estalinistas de los años 30, dejando huérfanos dos hijos, uno de siete años y que sería su padre. La tragedia también afectará a la rama materna de su familia, pues su abuelo materno murió durante un bombardeo alemán durante la Operación Barbarroja. Sin embargo la intensísima fe de las dos abuelas salvó la transmisión de la verdad católica entre sus hijos y nietos, a pesar de que los eventos que vivieron fueron especialmente duros. Los nazis ocuparon Crimea y trasladaron a los alemanes allí residentes a localidades cerca de Berlín, incluidos los abuelos de Mons. Schneider con sus hijos. Cuando el ejército rojo ocupó el este de Alemania deportó a los alemanes nacidos en Rusia, los dispersó por Siberia y Kazajistán, y otros los envió a los Montes Urales. Allí llegaron -con catorce y dieciséis años respectivamente- la madre y el padre de Monseñor, una región donde en invierno había temperaturas de cuarenta grados Celcius, lo que provocó la muerte de muchos rusos-alemanes por congelación. Pese a ese ambiente desolador, su padre le contaba que los católicos rezaban el rosario en voz alta y los luteranos se unían al rezo, e incluso invocaban juntos a Nuestra Señora. 

Sus padres se casaron en 1954, y el 07 de abril de 1961 nació Atanasio, siendo bautizado por su madre (ante la ausencia de sacerdote), con el nombre de pila de Antonius (por San Antonio de Padua). Un año después un sacerdote le bautizó por prudencia ante la duda de que no lo hubiera sido correctamente  por una seglar. En 1969 la familia se traslada a Estonia (entonces bajo las garras de la URSS), porque el padre de Atanasio deseaba estar lo más cerca de Alemania y no quería que sus hijos acabasen cooptados por el comunismo. En la casa nunca hablaban en ruso, sino en alemán. La única iglesia católica que toleraban los comunistas estaba a unos 100 km., y los domingos se levantaban muy temprano para coger el tren que les llevaría a esa localidad. En 1973 lograron emigrar a Alemania, y recuerda especialmente Monseñor Schneider la sorpresa -y el horror- de él y de su familia al escuchar a un sacerdote que en algunas iglesias germanas  -estamos en 1973- se daba la comunión en la mano. Fue acolitando en  Alemania, cuando recibió la vocación al sacerdocio. Ingresó en la Orden de los Canónigos Regulares de la Santa Cruz (de origen portugués), por lo que hizo el noviciado en Portugal entre 1982-1983. En ese año fue a Roma, donde estudió en el Angelicum y posteriormente se trasladó a Brasil, donde fue consagrado sacerdote el 25 de marzo de 1990, en Anápolis, por el obispo Monseñor Pestana. Por recomendación de su superior cambió su nombre por Atanasio, significativamente el campeón de la fe nicena. Tras doctorarse en Roma, y pese a su deseo de volver a Brasil, en 2001 el obispo de Karagandá (en Kazajistán) le reclamó como director espiritual de los seminaristas, y tras autorizarlo Juan Pablo II, marchó a esa república surgida de la descomposición de aquella podredumbre económica, política y moral llamada Unión Soviética o comunismo. En el año 2006, Benedicto XVI lo nombró Obispo Auxiliar de Karagandá, y desde 2011 es obispo auxiliar de la Archidiócesis de Astana, en la misma Kazajistán. 

II

Decía al principio que la lectura de la biografía familiar de Monseñor Atanasio Schneider nos permite entender las razones de la solidez de su fe católica. El hecho de vivir su infancia hasta su comenzada adolescencia en una dictadura marxista (que tanto daño pretendió hacer a la religión cristiana) marcó su firme convicción de la naturaleza del enemigo y el modo de combatirlo. La fe católica sobrevivió porque su familia, junto con muchas otras, juzgó acertadamente la esencia del comunismo como un contra-Dios, ante el cual no cabía otra arma que aferrarse con fuerza a “la fe recibida de una vez para siempre “(Jd. 3) y perseverar hasta la muerte para que sus hijos (y los hijos de éstos) «mantuvieran las tradiciones que se han transmitido» (1 Cor. 11,2). Todos tenían conciencia que se enfrentaban no a hombres sino a un diablo con tal poder devastador que no podía ser derrotado por fuerzas humanas, sino sólo por el único que «sentado a la diestra de Dios, pondría a sus enemigos como estrado de sus pies» (Sal. 110,1), es decir, Jesucristo. La adhesión a Cristo hasta el martirio, a su Palabra eterna e inmaculada y a la Tradición doctrinal, litúrgica y hasta devocional (mostrada por ejemplo en el fervoroso rezo del rosario de su madre y sus abuelas), era la garantía de ese triunfo. Y, en efecto, la providencia de Dios regaló al mundo una colosal figura espiritual, un Vicario de Cristo -Juan Pablo II- que, a inicios de los años 90 del siglo pasado, contribuiría, sin armas de fuego pero con una espada de doble filo, con la Palabra de Dios (Hb. 4,12), al derrumbe de esa mentira global que apresaba a media Europa. El fin del comunismo como sistema político en Europa, en definitiva, fue posible por la firmeza del papa polaco, pero también merced a tantas almas -como la familia de Schneider- que combatieron el mal, perseverando con el rosario en la mano y el corazón siempre enamorado de Cristo y de la Tradición católica.  No en vano su Catecismo nos volverá a recordarnos la prohibición de Pío XII a los católicos de colaborar con el comunismo, a fin de «salvar la civilización cristiana» (II, 18, 561), y considerará como «apóstatas de la fe católica» y puestos bajo pena de excomunión, a quienes «profesen, defiendan o propaguen la doctrina materialista y anticristiana del comunismo» (II, 18, 562).

Pero la biografía de Monseñor Schneider nos permite comprender igualmente por qué la Europa occidental, antaño cristiana, ha vuelto a las andadas del paganismo, de tal modo que pareciera que el único culto que rinden hoy la mayoría de las naciones europeas -en el altar de sus leyes ideológicas-, es al diablo. En realidad, los cristianos orientales veían tan cerca al ser oscuro en ese sistema político y económico en el que se movían, que pudieron combatirlo, aferrándose las tradiciones que recibieron de sus antepasados; así hicieron tantas familias como la de Monseñor. Sin embargo, la Europa occidental -campo de batalla principal de la guerra mundial-, tras su reconstrucción y su intensísimo crecimiento durante dos décadas, fue reblandeciendo la tensión religiosa gracias a la acción de zapa del modernismo religioso. Y los huecos que se iban dejando, fueron progresivamente rellenados por el demonio con una sustancia nociva parecida a aquella con la que quiso pervertir a los países orientales: hablamos del marxismo, pero no del político o económico, sino cultural.    

El demonio no se presentó a Occidente invocando a la unión del proletariado o el odio a los ricos (Europa ya había verificado el desastre a qué llevó tal demagogia), sino que astutamente trocó ese principio que nos marcó Cristo de «La verdad os haría libres» , por el más tentador de «la libertad os hará verdaderos«. De este modo se haría añicos el pasado (el sueño húmedo del marxismo, como lo celebra su himno más famoso), sin tener que acudir a los brutales métodos usados antaño -y hoy tan desprestigiados- como el gulag o las matanzas por hambrunas. La Verdad plena -la más noble aspiración del intelecto- se sustituía por la Libertad definitiva -la más deseada meta de la voluntad-. Pero aspirar a todas las posibilidades de libertad sin reconocer los límites derivados de nuestra naturaleza y de nuestra condición moral como criaturas creadas por Dios -es decir, sin admitir la Verdad–  llevaba a entrar en el mismo terreno del non serviam, primeramente recorrido por el demonio. Esa libertad, fuera de la naturaleza de las cosas, implicaba progresar no hacia la Verdad objetiva sino hacia mentiras cosidas con retazos de verdad porque mi voluntad lo quiere, porque yo lo quiero. Las consecuencias, personales y sociales, serían atroces como lo comprobamos en nuestros días, sólo mirando la estadística de abortos o de suicidios de jóvenes. 

Ese es el entenebrecido mundo de hoy, al que Monseñor Schneider opone como un sol su Compendio, su Catecismo, y se lo enseña sin contemplaciones a los católicos que han sucumbido a los cantos de sirena del infierno y a los que están a punto de caer. Católicos «perplejos -como dice abiertamente el autor en el Prefacio de su obra- ante la extendida confusión doctrinal en la Iglesia en nuestros días».

En definitiva, lo que no logró el marxismo político en Rusia lo está consiguiendo el marxismo cultural en nuestra Europa, pues la principal arma para cohonestarlo -la tradición– es objeto de abierta persecución en la Iglesia, siendo la liturgia el principal caballo de batalla (por ejemplo, acabo de leer en Infovaticana que, mientras se sigue restringiendo la celebración de la Misa Tradicional, a fines de 2024 entrará ad experimentum el «rito amazónico»). Monseñor Schneider conoce, por haberlo vivido in situ, que las armas que desde fuera se emplean contra la religión verdadera  -como hizo el marxismo político- son inútiles si desde dentro se lucha por el «buen combate de la fe» (1 Tim. 6,12). Sin embargo, cuando los ejércitos del enemigo han entrado en el templo de Dios -como profetizó Pablo VI en 1972-, cuando el aroma de marxismo cultural se cuela a veces en documentos de la Iglesia y en las homilías de muchísimos sacerdotes, la victoria se vuelve casi imposible, pues «ningún reino dividido prevalece» (Mc. 3,24).  De ahí, la necesitad dramática de este catecismo, que sorprenderá a muchos por recuperar las viejas verdades que nunca debieron sustituirse por novedades, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II (libertad religiosa, ecumenismo, reforma litúrgica y de los sacramentos…). Pero aunque sorprenda a algunos -e incluso les produzca una soterrada indignación la lectura de determinados puntos-, muchos creemos firmemente que  ese es el camino. No hay otro. Y se llama -en mayúsculas-Tradición Católica. Este Compendio es la Tradición Viva de la Iglesia, -del Cuerpo Místico de Cristo-, el mismo, ayer, hoy y siempre (Hb. 13,8).   

Luís López Valpuesta

CARTA AL PAPA DE PERSONALIDADES DEL MUNDO ANGLOSAJÓN EN DEFENSA DE LA MISA TRADICIONAL

En una carta al Times of London, publicada el pasado julio, más de 40 firmantes, católicos y no católicos -entre ellos el creador de «Downton Abbey», Julian Fellowes, la activista de derechos humanos Bianca Jagger y la cantante de ópera Kiri Te Kanawa- lamentan «las preocupantes noticias procedentes de Roma de que la Misa tradicional va a ser desterrada de casi todas las iglesias católicas».

La carta se hace eco explícitamente de un llamamiento de artistas y escritores publicado por el Times de Londres en julio de 1971. Los firmantes de la carta anterior, entre los que se encontraban la escritora de novelas de misterio Agatha Christie, el novelista Graham Greene y el violinista Yehudi Menuhin, expresaron su alarma ante las noticias de «un plan para borrar» la Misa anterior al Concilio Vaticano II.

El llamamiento llegó hasta el Papa Pablo VI, de quien se dice que exclamó «¡Ah, Agatha Christie!» al leer la lista de firmantes. El Pontífice italiano era un lector habitual de las novelas de la escritora británica. El Papa firmó un documento que permitía a los obispos de Inglaterra y Gales conceder permiso para que se ofrecieran misas en latín tradicional en ocasiones especiales, lo que hoy se conoce como el «indulto Agatha Christie».

La nueva carta cita el argumento del llamamiento de 1971 de que la Misa Tradicional en latín pertenece a la «cultura universal», porque ha «inspirado una multitud de logros inestimables en las artes – no sólo obras místicas, sino obras de poetas, filósofos, músicos, arquitectos, pintores y escultores de todos los países y épocas.»

A continuación, una traducción al español de la carta:

Misa en Latín en riesgo

Sir, el 6 de Julio de 1971, The Times publicó un llamamiento al Papa Paulo VI en defensa de la Misa en Latín firmado por artistas y escritores católicos y no católicos, entre ellos Agatha Christie, Graham Greene y Yehudi Menuhin. Esto se conoció como la “carta de Agatha Christie”, porque supuestamente fue su nombre el que llevó al Papa a emitir un indulto o permiso para la celebración de la Misa en Latín en Inglaterra y Gales. La carta sostenía que “el rito en cuestión, en su magnífico texto en latín, también ha inspirado logros invaluables… de poetas, filósofos, músicos, arquitectos, pintores y escultores en todos los países y épocas. Por tanto, pertenece a la cultura universal”.

Recientemente ha habido preocupantes reportes desde Roma de que la Misa en Latín será desterrada de casi todas las iglesias Católicas. Esta es una perspectiva dolorosa y confusa, especialmente para el creciente número de jóvenes católicos cuya fe se ha nutrido de ella. La liturgia tradicional es una “catedral” de texto y gesto, que se desarrolló como lo hicieron esos venerables edificios durante muchos siglos. No todo el mundo aprecia su valor y eso está bien; pero destruirla parece un acto innecesario e insensible en un mundo donde la historia puede fácilmente caer en el olvido. La capacidad del antiguo rito para fomentar el silencio y la contemplación es un tesoro que no es fácil de replicar y, cuando desaparece, es imposible de reconstruir. Este llamamiento, como su predecesor, es “completamente ecuménico y apolítico”. Entre los firmantes hay Católicos y no Católicos, creyentes y no creyentes. Imploramos a la Santa Sede que reconsiderar cualquier restricción adicional de acceso a este magnífico patrimonio espiritual y cultural.

Robert Agostinelli; Lord Alton de Liverpool; Lord Bailey de Paddington; Lord Bamford; Lord Berkeley de Knighton; Sophie Bevan; Ian Bostridge; Nina Campbell; Meghan Cassidy; Sir Nicolás Coleridge; Dama Imogen Cooper; Lord Fellowes de West Stafford; Sir Rocco Forte; Lady Antonia Fraser; Martín Fuller; Lady Getty; Juan Gilhooly; Dama Jane Glover; Michael Gove; Susan Hampshire; Lord Hesketh; Tom Holland; Sir Stephen Hough; Tristram Hunt; Steven Isserlis; Bianca Jagger; Ígor Levit; Lord Lloyd-Webber; Julian Lloyd Webber; Dame Felicity Lott; Sir James MacMillan; Princesa Michael de Kent; Baronesa Monckton de Dallington Forest; Lord Moore de Etchingham; Fraser Nelson; Álex Polizzi; Mishka Rushdie Momen; Sir András Schiff; Lord Skidelsky; Lord Smith de Finsbury; Sir Paul Smith; Rory Stewart; Lord Stirrup; Dame Kiri Te Kanawa; Dame Mitsuko Uchida; Ryan Wigglesworth; AN Wilson; Adam Zamoyski

UNA VOCE SEVILLA PARTICIPARÁ EN LA IV PEREGRINACIÓN TRADICIONAL OVIEDO A COVADONGA (27 – 29 julio)

El Capítulo Ntra. Sra. de la Antigua de Una Voce Sevilla participará por cuarto año consecutivo en la Peregrinación tradicional Oviedo-Covadonga, organizada por la asociación Nuestra Señora de la Cristiandad – España durante los próximos días 27 al 29 de julio, y que en la pasada edición alcanzó el millar y medio de participantes.

Se trata de una peregrinación anual desde la Catedral de Oviedo al santuario de Nuestra Señora de Covadonga (Asturias) organizada por un grupo de fieles católicos laicos, principalmente jóvenes, devotos de la celebración de la Santa Misa según el rito Romano tradicional, a semejanza a la peregrinación internacional París-Chartres. Tiene lugar en el fin de semana más cercano a la festividad del apóstol Santiago, patrón de las Españas (25 de julio). La distancia total a recorrer a pie en los 3 días es de aproximadamente 100 km a través de idílicos paisajes asturianos.

Este año estará la Peregrinación cuenta con 26 capítulos procedentes de toda España y 8 del extranjero (Méjico, Francia, Países Bajos, Portugal, Reino Unido y Estados Unidos).

La participación en la peregrinación puede hacerse también en familia (con niños de todas las edades y un recorrido más corto) o como voluntario que presta determinados servicios antes, durante y después de la Peregrinación (Liturgia, cantos, sanitarios, transporte, montajes, cocina, avituallamiento…etc.). Para más información: Nuestra Señora de la Cristiandad | España (nscristiandad.es).

También es recomendable, si no se puede participar de las formas anteriormente citadas, asistir a la Misas tradicionales que en esos días se celebran al aire libre y en la Basílica de Covadonga a la llegada de la peregrinación.

En estos tres últimos años, ha sido muchas las personas, principalmente jóvenes, que sin pertenecer a la comunidad de Una Voce Sevilla y su Grupo Joven Sursum Corda, nos han acompañado en tan profunda vivencia espiritual y de hermandad en torno al apostolado de la Tradición Católica. Por eso, os animamos de nuevo a participar en la Peregrinación y, si lo deseas, a hacerlo en nuestro Capítulo de Ntra. Sra. de la Antigua. Para ello, debes inscribirte en la siguiente dirección web: Inscripción | Nuestra Señora de la Cristiandad (nscristiandad.es) 

Más información sobre el Capítulo de Una Voce Sevilla: asociacion@unavocesevilla.info

Recuerda que el 1º plazo de inscripción finaliza el próximo 30 de junio. Pasado este plazo y hasta el 15 de julio, el precio se incrementará un 50%.

¡Peregrina a Covadonga, la Santina te espera!

UNA VOCE SEVILLA

VÍDEOS: LA MISA TRADICIONAL EN LA PEREGRINACIÓN PARÍS – CHARTRES 2024

1º- SANTA MISA DE INICIO DE LA PEREGRINACIÓN EN LA IGLESIA DE ST. SULPICE DE PARÍS (SÁBADO 18 DE MAYO)

2º- SANTA MISA SOLEMNE DE PENTECOSTÉS DURANTE LA PEREGRINACIÓN (DOMINGO 19 DE MAYO)

3º- SANTA MISA PONTIFICAL DE CLAUSURA DE LA PEREGRINACIÓN CELEBRADA POR EL CARDENAL MÜLLER EN LA CATEDRAL DE CHARTRES (LUNES 20 DE MAYO)

ARTÍCULO: «IGLESIA DE PAGANOS». Por Joseph Ratzinger (1958)

El joven sacerdote Joseph Ratzinger, más tarde Papa Benedicto XVI, recién habilitado como profesor ordinario de teología, publicó en octubre de 1958 en la revista Hochland un interesante artículo sobre la situación y el futuro inmediato de la iglesia (http://kath.net/news/43699)

A continuación, el texto del artículo.

Los Nuevos Paganos y la Iglesia
La des-identificación del mundo (en alemán: Entweltlichung) que le toca hacer a la iglesia en la vieja Europa plantea también la pregunta de ¿qué pasa con los nuevos paganos? Por Joseph Ratzinger

Según las estadísticas de afiliación religiosa, la vieja Europa todavía es un continente casi exclusivamente cristiano. Sin embargo, probablemente no habrá otro caso donde todo el mundo sabe que las estadísticas son engañosas. Esta Europa, por nombre cristiana, se convirtió desde hace unos cuatrocientos años en la cuna de un nuevo paganismo que crece inexorablemente en el corazón de la iglesia, y que amenaza con socavarla desde dentro. El fenómeno de la iglesia de los tiempos modernos es determinado esencialmente por el hecho de que, de una manera completamente nueva, llegó a ser una iglesia de paganos, un proceso que va aumentando siempre más: no como antes, una iglesia desde los paganos que se hicieron cristianos, sino una iglesia de paganos que todavía se llaman cristianos, pero que, en realidad, se hicieron paganos. Hoy en día, el paganismo está en la misma iglesia, y justamente esto es el distintivo tanto de la iglesia de nuestros días como también del paganismo nuevo: que se trata de un paganismo en la iglesia, y de una iglesia en cuyo corazón vive el paganismo. Por lo tanto, en el caso normal, el hombre de hoy puede suponer la falta de fe de su prójimo.
Cuando nació la iglesia, se fundamentaba en la decisión espiritual del individuo de aceptar la fe, en el acto de conversión. Aunque al comienzo se esperaba que ya aquí en la tierra se edificaría de estos convertidos una comunidad de santos, una «iglesia sin mancha ni falta», por muchas luchas tenían que llegar a reconocer que también el convertido, el cristiano, sigue siendo pecador, y que incluso las faltas más graves serían posibles en la comunidad cristiana. Aunque el cristiano no era moralmente perfecto y, en este sentido, la comunidad de los santos siempre seguía siendo inacabada, sin embargo había un fundamento en común. La iglesia era una comunidad de gente convencida, de hombres que habían asumido una determinada decisión espiritual, y que, por lo tanto, se distinguían de todos los demás que se habían negado a tomar esta decisión. Ya en la edad media cambió esto en el sentido de que la iglesia y el mundo se identificaron y que, por lo tanto, el ser cristiano ya no era una decisión personal, sino un presupuesto político-cultural.

Tres niveles de des-identificación del mundo
Hoy en día queda sólo una identificación aparente de la iglesia y el mundo; sin embargo, se ha perdido la convicción de que en este hecho – en la pertenencia no intencionada a la iglesia – se esconde un favor especial divino, una salvación en el más allá. Casi nadie quiere creer que la salvación eterna depende de esta «iglesia» como un supuesto político cultural. De ahí se desprende que hoy en día se plantea muchas veces con insistencia la pregunta si no tendríamos que convertir de nuevo la iglesia en una comunidad de convencidos, para devolverle de esta manera su gran seriedad. Eso significaría una renuncia rigurosa a todas las posiciones mundanas que todavía quedan, para desmantelar una posesión aparente que resulta ser más y más peligrosa porque, en el fondo, es un obstáculo para la verdad.
A la larga, a la iglesia no le queda más remedio que tener que desmantelar poco a poco la apariencia de su identificación con el mundo, y volver a ser lo que es: una comunidad de creyentes. De hecho, estas pérdidas exteriores aumentarán su fuerza misionera: sólo cuando deja de ser un sencillo asunto sobreentendido, sólo cuando comienza a presentarse como la que es, su mensaje logrará alcanzar los oídos de los nuevos paganos que, hasta ahora, pueden complacerse en la ilusión de que no son tales.
Por supuesto, el abandono de las posiciones externas traerá también la pérdida de unas ventajas valiosas que resultan sin duda de la combinación de la iglesia con la vida pública. Se trata de un proceso que se dará con o sin el consentimiento de la iglesia y con el que, por lo tanto, tiene que sintonizar. Total, en este proceso necesario de la iglesia de des-identificarse del mundo hay que distinguir nítidamente tres niveles: el nivel sacramental, el de la proclamación de la fe, y el de la relación personal humana entre creyentes y no creyentes.
El nivel sacramental, antiguamente delimitado por la discipĺina arcana, es la esencia interior propiamente dicha de la iglesia. Hay que volver a dejar claro que los sacramentos sin fe no tienen sentido, y la iglesia, con mucho tacto y delicadeza, tendrá que renunciar a un radio de acción que, en último caso, conlleva a un auto-engaño y un engaño a la gente.
Cuanto más la iglesia pone en práctica este distanciamiento, la discreción de lo cristiano, posiblemente en dirección al pequeño rebaño, de manera tanto más realista podrá y deberá reconocer su tarea en el segundo nivel, el del anuncio de la fe. Si el sacramento es aquel punto donde la iglesia se cierra, y debe cerrarse, contra la no-iglesia, entonces la palabra es la manera de extender el gesto abierto de invitación al banquete divino.
En el nivel de las relaciones personales sería totalmente equivocado sacar de la auto-limitación que exige el nivel sacramental, la consecuencia de un aislamiento del cristiano creyente de los demás hombres que no son creyentes. Por supuesto, habrá que volver a construir entre los creyentes algo como una fraternidad de gente que se comunica que por la pertenencia común a la mesa eucarística se sientan unidos también en su vida privada y que en las necesidades puedan contar unos con otros, en fin, que sean una comunidad de familia. Pero esto no debe llevar a un aislamiento como de una secta, sino que el cristiano pueda ser un hombre alegre entre hombres, simplemente otro hombre donde no puede ser otro cristiano.
Resumiendo podemos anotar como resultado de este primer aspecto: primeramente, la iglesia sufrió un cambio estructural creciendo desde el pequeño rebaño a la iglesia mundial; en el viejo mundo se identifica desde la edad media con el mundo. Hoy en día, esta identificación sólo queda como apariencia que opaca la verdadera esencia de la iglesia y del mundo, y que, en parte, le impide a la iglesia su necesaria actividad misionera. Así que, después del cambio estructural interno, se consumará tarde o temprano un cambio externo para llegar a ser el rebaño pequeño; y eso pasará tanto si la Iglesia consiente como también si se niega a este cambio.

¿Otro camino de salvación?
Pero aparte del cambio estructural de la iglesia, descrito brevemente aquí, se percibe también un cambio de consciencia del creyente que es el resultado del hecho del paganismo dentro de la iglesia. El cristiano de hoy no puede imaginarse que el cristianismo o, más precisamente, la iglesia católica, sea la única vía de salvación. Con eso, desde dentro se hicieron cuestionables lo absoluto de la iglesia, junto con la grave seriedad de su deseo misionero y de todas sus exigencias. No podemos creer que el hombre de al lado, que es maravilloso, dado a ayudar y bondadoso, va al infierno por no ser católico practicante. Para el cristiano promedio, la idea de que todos los hombres buenos se salvarán, es tan aceptada como en tiempos anteriores lo contrario.
Un poco confundido, el creyente se pregunta: ¿por qué se les hace tan fácil a los de fuera, mientras que a nosotros se nos hace tan difícil? Llega a percibir la fe como una carga y no como una gracia. En todo caso le queda la impresión de que, en último termino, hay dos caminos de salvación: para los que se encuentran fuera de la iglesia, a través de una simple moral juzgada muy subjetiva, y el otro a través de la iglesia. No logra tener la impresión de que le haya tocado el camino más agradable; en todo caso, su fe sufre mucho por la existencia de otro camino de salvación paralelo al de la iglesia. Está claro que el impulso misionero de la iglesia sufre enormemente por esta inseguridad interior.

Traducción: VISIÓN CONTEMPLATIVA (visioncontemplativa.blogspot.com)

CAMPAÑA INTERNACIONAL POR LA PLENA LIBERTAD DE LA LITURGIA TRADICIONAL

Ser católico en 2024 no es fácil. La descristianización masiva continúa en Occidente hasta tal punto que el catolicismo parece estar desapareciendo de la escena pública. En otros lugares, el número de cristianos perseguidos por su fe sigue creciendo. Además, la Iglesia parece sumida en una crisis interna, que se refleja en una disminución de la práctica religiosa, un descenso de las vocaciones sacerdotales y religiosas, una menor práctica sacramental e incluso disensiones entre sacerdotes, obispos y cardenales impensables en el pasado. Sin embargo, entre los elementos que pueden contribuir al renacimiento interno de la Iglesia y a la reanudación de su desarrollo misionero, está en primer lugar la celebración digna y santa de su liturgia, para lo que el ejemplo y la presencia de la liturgia romana tradicional pueden ser una poderosa ayuda.

    A pesar de todos los intentos que se han hecho para acabar con ella, especialmente durante el actual pontificado, sigue viviendo, difundiéndose, santificando al pueblo cristiano que tiene acceso a ella. Produce frutos evidentes de piedad, vocaciones y conversiones. Atrae a los jóvenes, es la fuente del florecimiento de muchas obras, sobre todo en las escuelas, y va acompañada de una sólida enseñanza catequética. Nadie puede negar que es un vehículo para preservar y transmitir la doctrina católica y la práctica religiosa en medio de un debilitamiento de la fe y una hemorragia de creyentes. Entre las demás fuerzas vivas que siguen actuando en la Iglesia, la que representa el culto es particularmente relevante por la estructuración que le confiere una lex orandi continua.

    Ciertamente, se le han concedido, o más bien tolerado, algunos ámbitos de la vida eclesial, pero con demasiada frecuencia se le ha retirado con una mano lo que se le había concedido con la otra. Sin conseguir nunca hacerla desaparecer.

Desde la gran crisis inmediatamente posterior al Concilio, se ha intentado de todo en numerosas ocasiones para reavivar la práctica religiosa, aumentar el número de vocaciones sacerdotales y consagradas e intentar preservar la fe del pueblo cristiano. Se ha intentado todo, excepto permitir la «experiencia de la tradición», dar una oportunidad a la llamada liturgia tridentina. Sin embargo, el sentido común exige hoy con urgencia que se permita vivir y prosperar a todas las fuerzas vivas de la Iglesia, especialmente a aquella que goza de un derecho que se remonta a más de mil años.

    Que no haya malentendidos: este llamamiento no es una petición de nueva tolerancia, como en 1984 o 1988, ni siquiera de que se restablezca el estatuto concedido en 2007 por el motu proprio Summorum Pontificum, que en principio reconocía un derecho, pero de hecho lo reducía a un sistema de permisos concedidos con reticencia.

    Como laicos, no nos corresponde juzgar el Concilio Vaticano II, su continuidad o discontinuidad con la doctrina anterior de la Iglesia, la validez o no de las reformas que de él se derivaron, etcétera. En cambio, nos corresponde defender y transmitir los medios que la Providencia ha utilizado para que un número creciente de católicos conserve la fe, crezca en ella o la descubra. La liturgia tradicional ocupa un lugar esencial en este proceso, por su trascendencia, su belleza, su intemporalidad y su certeza doctrinal.

    Por eso simplemente pedimos, en nombre de la verdadera libertad de los hijos de Dios en la Iglesia, que se reconozca la plena y total libertad de la liturgia tradicional, con el libre uso de todos sus libros, para que, sin trabas, en el rito latino, todos los fieles puedan beneficiarse de ella y todos los clérigos puedan celebrarla.

Jean-Pierre Maugendre, Presidente de Renaissance Catholique, París

El presente llamamiento no es una petición para ser firmada, sino un mensaje para ser difundido y retomado bajo cualquier forma que parezca oportuna, y para ser presentado y explicado a los cardenales, obispos y prelados de la Iglesia universal.

Si Renaissance catholique ha tomado la iniciativa de esta campaña, es únicamente para hablar en nombre del amplio deseo que se expresa en todo el mundo católico. Esta campaña no es suya, sino de todos aquellos que participarán en ella, la retransmitirán y la amplificarán, cada uno a su manera.

[Es importante que todos difundamos, en la medida de los posible, este pedido, sobre todo entre nuestros obispos y sacerdotes. Pueden bajar el archivo PDF para hacerlo desde aquí]

¡FELIZ Y SANTA PASCUA FLORIDA!

Una Voce Sevilla les desea una feliz y santa Pascua Florida «Pascha nostrum immolatus est Christus. Alleluia, Alleluia» (Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado, Aleluya, Aleluya)

LA SUPREMA VICTORIA DE CRISTO SOBRE EL PECADO Y LA MISA. Por R. Garrigou-Lagrange

«Que cada uno piense cuán diferentes serían la historia de la humanidad y su propia vida sin no humanidad y su propia vida si no hubiese habido Redención y Resurrección.

Es totalmente evidente que la victoria de Cristo sobre el pecado es muy superior a la victoria sobre la muerte. La primera es la esencia misma del misterio de la Redención; la segunda no es más que un signo sensible de ese misterio sobrenatural invisible en sí. El signo toma su valor de la grandeza de lo significado. La hora del Consummatum est fue la más grande y la más gloriosa de toda la historia de la humanidad; pero esa victoria, tan oculta, que escapó a la mayoría de los Apóstoles; por eso debió ser manifestada mediante una señal sensible incontestable. Lo fue por el triunfo de Cristo sobre la muerte, consecuencia del pecado. De aquí que nosotros celebremos el día de Pascua con gran magnificencia, para reconocer la gran victoria lograda por el Salvador el Viernes Santo. El acto de amor del Viernes Santo, conmemorado en cada Misa, supera con mucho la resurrección corpórea que lo manifiesta.»

(«EL SALVADOR». Reginald Garrigou-Lagrange. págs. 431-432. Editorial Patmos)

P. Gerald Murray: «Fiducia Supplicans: Un desastre manifiesto que debe ser revocado»

Publicamos en esta ocasión, en aras de traer luz a la oscuridad y confusión doctrinal producida en el orbe católico por la Declaración Fiducia supplicans del Dicasterio para la Doctrina de la Fe sobre las bendiciones a parejas en situación irregular o del mismo sexo, una entrevista en First Things realizada por Diane Montagna al P. Gerald Murray, doctor en Derecho Canónico, quien aparece en el canal EWTN -en inglés – los Jueves analizando el acontecer de la Iglesia en el programa: The World Over”.

P. Murray

Padre Murray, ¿qué es una bendición? ¿Qué relación tiene una bendición sacerdotal con el sacerdocio de Cristo? ¿Y puede una bendición sacerdotal alguna vez ser “extralitúrgica”, es decir, no tener relación con la liturgia?

El Responsum de la Congregación para la Doctrina de la Fe, citando el Ritual Romano, afirma que “al género de los sacramentales pertenecen las bendiciones, con las cuales la Iglesia «invita a los hombres a alabar a Dios, los anima a pedir su protección, los exhorta a hacerse dignos, con la santidad de vida»”. El Responsum también afirma que los sacramentales están “entre las acciones litúrgicas de la Iglesia”. Las bendiciones son, pues, acciones litúrgicas por su propia naturaleza. El Responsum cita además el Ritual Romano, que afirma que los sacramentales han sido “creados según el modelo de los sacramentos”. Las bendiciones “signos sagrados por medio de los cuales se expresan efectos, sobre todo de carácter espiritual, obtenidos por la intercesión de la Iglesia”. Una bendición sacerdotal es un acto ministerial mediante el cual el representante ordenado de Dios busca el favor divino sobre lo que se está bendiciendo, comunicando así que todo lo que se está bendiciendo es digno de recibir dicha bendición. Cualquier relación que sea bendecida primero debe ser juzgada digna a los ojos de Dios para recibir el favor de Dios. Las relaciones pecaminosas obviamente no son dignas a los ojos de Dios y no pueden ser bendecidas. El Responsum nos recuerda que Dios “no bendice ni puede bendecir el pecado”.

Se bendice la gente, el aceite y el agua son bendecidos, los campos y los hogares son bendecidos, pero los sindicatos del crimen, los dispositivos de tortura y los anticonceptivos no. ¿Por qué algunas cosas pueden ser objeto de bendición y otras no?

Se puede conferir bendiciones sobre objetos inanimados, sobre animales (como la bendición de los corderos en la fiesta de Santa Inés), sobre las personas y sobre sus relaciones. El sacerdote, como ministro ordenado de Cristo, pide a Dios que vea con buenos ojos lo que se está bendiciendo, es decir, significando que lo que se está bendiciendo es merecedor del favor de Dios. El Responsum es claro respecto a la bendición de las relaciones humanas:

En consecuencia, para ser coherentes con la naturaleza de los sacramentales, cuando se invoca una bendición sobre algunas relaciones humanas se necesita —más allá de la recta intención de aquellos que participan— que aquello que se bendice esté objetiva y positivamente ordenado a recibir y expresar la gracia, en función de los designios de Dios inscritos en la Creación y revelados plenamente por Cristo Señor. Por tanto, son compatibles con la esencia de la bendición impartida por la Iglesia solo aquellas realidades que están de por sí ordenadas a servir a estos designios. Por este motivo, no es lícito impartir una bendición a relaciones, o a parejas incluso estables, que implican una praxis sexual fuera del matrimonio (es decir, fuera de la unión indisoluble de un hombre y una mujer abierta, por sí misma, a la transmisión de la vida), como es el caso de las uniones entre personas del mismo sexo.

La Iglesia tiene bendiciones especiales para las parejas. A través del ritual de compromiso, el compromiso de un hombre y una mujer, es decir, una pareja, es bendecido por la Iglesia. Y la bendición que el sacerdote parroquial regala a una pareja casada en su boda se da “para sancionar su unión en nombre de la Iglesia e invocar sobre ellos más abundantemente la bendición de Dios”. La afirmación central de Fiducia Supplicans (FS) es que es posible bendecir —con una bendición “pastoral”— “a parejas en situación irregular y a parejas del mismo sexo”. ¿Cómo es posible bendecir a una “pareja” sin bendecir su [cualidad de] “pareja”?

Es imposible bendecir a una pareja sin bendecir la relación que constituye a las dos personas como pareja. El cardenal Fernández ha afirmado en repetidas ocasiones que la bendición es de la pareja, no de la unión que los convierte en pareja. Eso es imposible. Afirmar lo contrario es un ejercicio de doble discurso. La Iglesia siempre ha reconocido que un hombre y una mujer que están saliendo más que casualmente, o que están comprometidos o casados, son pareja. La Iglesia nunca ha considerado parejas a los adúlteros y a los homosexuales que conviven. Sin embargo, en FS se reconocen como parejas a dos personas que practican el adulterio y dos personas que practican la sodomía.

“Pareja” es una palabra que la Iglesia sólo ha aplicado, hasta ahora, a un hombre y una mujer que están casados o están pensando en casarse. Por ejemplo, las diecisiete veces que se utiliza la palabra pareja en el Catecismo de la Iglesia Católica se refiere a una pareja casada. Descartar esa especificación es un error fundamental de FS. La inmoralidad sexual, contemplada o realizada, no puede convertir a dos personas en pareja, creando un vínculo similar al creado por una unión marital contemplada o real. Dos adúlteros y dos homosexuales que cohabitan no son parejas porque no pueden casarse entre sí. Al menos una persona en unión adúltera ya forma parte de una pareja, y por tanto no es libre de establecer una nueva relación de pareja.

Las palabras “pareja” y “cópula” derivan de la misma raíz latina —“copulare”— que significa unir, unir juntos. Un hombre y una mujer se convierten en pareja cuando demuestran con sus acciones que han establecido una relación probablemente encaminada al intercambio de votos matrimoniales, cuyo objeto es consumar su matrimonio mediante la unión física de la cópula. Dos hombres que practican sodomía no copulan, por lo que nunca podrán ser pareja. La sodomía es una simulación degradada de la cópula. No es una unión sexual querida por el Creador, que tenga fines unitivos y procreativos. Más bien, es un mal uso antinatural del cuerpo. El adulterio es una forma de cópula prohibida y no matrimonial que atenta contra los vínculos matrimoniales existentes. En la lógica de FS, la inmoralidad sexual del adulterio y la sodomía son retratadas como productoras del bien humano de dos personas que forman una pareja. Esa noción es herética.

FS utiliza la palabra “pareja” en un sentido puramente sociológico para hablar de dos personas que, aunque no están casadas, están unidas en un tipo de relación sexual que es un subconjunto de la categoría general de relaciones que involucran actos sexuales. El arquetipo de esta categoría sociológica general, al menos tradicionalmente, es la unión marital de un hombre y una mujer. La Iglesia enseña que otras uniones sexuales son parodias inmorales del matrimonio. Estas incluyen uniones adúlteras, uniones homosexuales, uniones incestuosas, uniones polígamas y uniones poliamorosas.

La Iglesia no puede emplear, y mucho menos respaldar, una descripción puramente sociológica del comportamiento sexual humano y al mismo tiempo permanecer fiel a las enseñanzas de Cristo. FS se equivoca gravemente al hacer precisamente eso al describir como parejas a quienes cometen adulterio o sodomía. Este error pone el fundamento para la afirmación herética de FS de que la Iglesia puede y debe bendecir a las “parejas” adúlteras y homosexuales.

FS afirma que las bendiciones a las que se refiere el Responsum eran “bendiciones litúrgicas” y afirma ofrecer un nuevo tipo de bendición —llamada “bendición pastoral”— que, según dice, se puede dar a “parejas en situaciones irregulares y parejas del mismo sexo”.

La categoría de “bendiciones pastorales” es desconocida en la Iglesia. Esta categoría se describe en FS como una “contribución innovadora” y un “real desarrollo de lo que se ha dicho sobre las bendiciones en el Magisterio y los textos oficiales de la Iglesia”. FS afirma que las bendiciones pastorales encajan en la categoría de “piedad popular” como se describe en el documento de 2002 de la Congregación para el Culto Divino, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. No hay evidencia de que la Iglesia haya contemplado alguna vez las bendiciones sacerdotales como actos de piedad popular. La piedad popular se refiere a las devociones y oraciones públicas que practican los fieles laicos, no a los actos ministeriales sacerdotales de bendición de personas y objetos.

El cardenal Fernández ha insistido en que Fiducia Supplicans no cambia la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio.

Esta insistencia es curiosa y reveladora. ¿Por qué él tendría miedo de que alguien pensara que bendecir a una “pareja” del mismo sexo podría implicar “cambiar de alguna manera la enseñanza perenne de la Iglesia sobre el matrimonio”? Quizás porque muchas “parejas” del mismo sexo afirman que están casadas, celebran ceremonias de matrimonio civil donde eso es legal y quieren que la Iglesia trate su relación comprometida como igual a un matrimonio católico. Es por eso que quieren que un sacerdote bendiga su “matrimonio”. En pocas palabras, bendecir a una “pareja” del mismo sexo que está casada por lo civil se parece mucho a bendecir a una pareja heterosexual que se casa por la Iglesia. Lo que parece una bendición matrimonial será visto por muchos como una relajación de la Iglesia en su oposición al matrimonio entre personas del mismo sexo, o al menos como una relajación de la prohibición de la sodomía por parte de la Iglesia, si no un respaldo absoluto a la sodomía como algo bueno.

Muchos han argumentado que FS propone bendecir a “individuos” y no a “parejas”. ¿Cuál es su opinión sobre este debate y cómo lee el documento?

La afirmación de que dos personas en una relación adúltera u homosexual están siendo bendecidas como individuos y no como pareja no puede sostenerse lógicamente dado el título de la Parte III (párrafos 31-41) de FS: Las bendiciones de parejas en situaciones irregulares y de parejas del mismo sexo. Adicionalmente, como usted señaló en una publicación en X (anteriormente Twitter), la traducción al inglés del original italiano de FS utiliza erróneamente la palabra “individuos” para el italiano costoro, que significa “ellos” (“En una breve oración que precede a esta bendición espontánea, el ministro ordenado podría pedir que los individuos tengan paz…” FS 38). Las versiones en otros idiomas publicadas por la Santa Sede traducen costoro con precisión. La bendición se les da a ellos, no a individuos. Cualquiera que sea la razón de este error obvio, esta traducción evidentemente errónea no puede ser la base de ninguna afirmación plausible de que el autor de FS no tenía la intención de autorizar la bendición de parejas, sólo de individuos.

El Responsum afirmó que su propia respuesta “negativa” sobre si la Iglesia tiene el poder de dar una bendición a una unión de personas del mismo sexo “no excluye que se impartan bendiciones a las personas individuales con inclinaciones homosexuales, que manifiesten la voluntad de vivir en fidelidad a los designios revelados por Dios así como los propuestos por la enseñanza eclesial”. El cardenal Fernández escribió en su introducción a FS que el documento era una reacción de “caridad fraterna” hacia quienes “no compartían” la “respuesta negativa” del Responsum, emitido durante el gobierno de su predecesor, el cardenal Luis Ladaria. Si FS sólo propusiera la bendición de individuos y no autorizara la bendición de “parejas” homosexuales, ¿por qué sería necesario el documento y por qué quienes no comparten la respuesta del Responsum deberían ver esta Declaración como un acto de “caridad fraterna”?

Esta es otra de las inconsistencias lógicas de FS. El Cardenal Fernández escribe: “Dicho Responsum ha suscitado no pocas y diferentes reacciones: algunos han acogido con beneplácito la claridad de este documento y su coherencia con la constante enseñanza de la Iglesia; otros no han compartido la respuesta negativa a la pregunta o no la han considerado suficientemente clara en su formulación o en las motivaciones expuestas en la Nota explicativa adjunta. Para salir al encuentro, con caridad fraterna, a estos últimos, parece oportuno retomar el tema y ofrecer una visión que componga con coherencia los aspectos doctrinales con aquellos pastorales…”

El cardenal Fernández afirma que FS es un acto de “caridad fraterna” hacia quienes “no han compartido la respuesta negativa [del Responsum]” o no encontraron la “formulación de su respuesta… ser lo suficientemente clara”. La expresión “no han compartido” es un eufemismo transparente para “no aceptaron”. Quienes no aceptan la respuesta creen que es errónea, lo que significa que, al menos, no tienen dudas sobre su significado. La afirmación de que otros pensaron que la respuesta y la explicación que la acompañaba no eran lo suficientemente claras es difícil de tomar en serio. Evidentemente, la cuestión no es la supuesta falta de claridad del Responsum, sino más bien el rechazo de la respuesta y su explicación.

El cardenal Fernández escribe en su introducción que “algunos han acogido con beneplácito la claridad de este documento y su coherencia con la constante enseñanza de la Iglesia”. No se refiere a la “supuesta” claridad del documento, ni a “lo que algunos afirmaron que era la claridad del documento”. Según el cardenal Fernández, el Responsum es claro y coherente con la enseñanza católica. Siendo así, la reacción más fraternalmente caritativa hacia aquellos que no están de acuerdo con la evaluación del cardenal Fernández sería no dar la más mínima impresión de que esta declaración clara y consistente de la enseñanza perenne de la Iglesia ahora puede ser dejada de lado con seguridad sin ofender a Dios.

Dado que la misión del DDF es sostener y defender la enseñanza perenne de la Iglesia, ¿por qué el Cardenal Fernández emitiría una Declaración que contradice claramente el Responsum, aún afirmando que no hay contradicción, sino simplemente un desarrollo innovador de la doctrina? Además, ¿por qué el cardenal Fernández pensaría que aquellos que “no han compartido” el rechazo del Responsum a la posibilidad de que la Iglesia bendiga las uniones entre personas del mismo sexo se contentarían con una Declaración que repite esa prohibición en el párrafo 5 (“ la Iglesia no tiene el poder de impartir la bendición a uniones entre personas del mismo sexo”). La respuesta es: la reformulación de la prohibición de bendecir las uniones homosexuales en el párrafo 5 pierde sentido por la autorización de FS, en los párrafos 31-41, de bendecir parejas adúlteras y homosexuales. FS al principio repite la prohibición, luego subsecuentemente autoriza lo que está prohibido, alegando que puede hacerlo porque una pareja y su unión son dos cosas separables. No se está bendeciendo la unión, sólo la pareja.

Lo que usted está describiendo se parece mucho al Modernismo, que afirma las enseñanzas de la Iglesia para luego socavarlas.

Este es un juego de palabras engañoso diseñado para satisfacer a aquellos que “no compartían” el rechazo del Responsum a tales bendiciones. Es toda una farsa. Las “parejas” adúlteras y homosexuales no creen que su unión no esté siendo bendecida cuando ellos son bendecidos como pareja. Ni tampoco nadie más, excepto aquellos que están dispuestos a decir: “Si el cardenal Fernández dice que hay una diferencia entre una pareja y su unión, tal que se puede bendecir a la pareja sin bendecir su unión, debe ser así”.

Este intento fallido de ingeniería verbal busca imponer un cambio en la doctrina y en la práctica de la Iglesia sin que parezca que lo hace. Es una táctica que cuenta con la predisposición de los fieles católicos a aceptar todo lo que provenga de un dicasterio romano. En este caso, tal predisposición debe ser desplazada por el deber primordial de rechazar todo lo contrario a la fe transmitida por los Apóstoles.

FS ofrece la pretensión de defender la “enseñanza perenne de la Iglesia” y afirma erróneamente que representa un “acto de caridad fraternal” hacia aquellos que quieren que su unión como “pareja” del mismo sexo sea bendecida. De hecho, las enseñanzas de la Iglesia son rechazadas, no defendidas, y no se muestra ninguna caridad cristiana cuando a dos personas involucradas en una relación gravemente inmoral no se les dice que pongan fin a esa relación, sino que se les instruye a presentarse para ser bendecidas como “pareja” por un sacerdote.

Veamos más de cerca varios pasajes del documento mismo, comenzando con la Parte I, titulada: “La Bendición en el Sacramento del Matrimonio”. FS 5 habla del “deber de la Iglesia “de evitar cualquier tipo de rito” que pueda crear confusión sobre el matrimonio y afirma que este es el significado del Responsum, “donde se afirma que la Iglesia no tiene el poder de impartir la bendición a uniones entre personas del mismo sexo”.

El Responsum no prohíbe simplemente una “forma ritual” de bendición de tales uniones, sino que prohíbe cualquier bendición, cuando dice: “No es lícito impartir una bendición a relaciones, o a parejas incluso estables, que implican una praxis sexual fuera del matrimonio (es decir, fuera de la unión indisoluble de un hombre y una mujer abierta, por sí misma, a la transmisión de la vida), como es el caso de las uniones entre personas del mismo sexo”. El Responsum también “declara ilícita toda forma de bendición que tienda a reconocer sus uniones. En este caso, de hecho, la bendición manifestaría no tanto la intención de confiar a la protección y a la ayuda de Dios algunas personas individuales, en el sentido anterior, sino de aprobar y fomentar una praxis de vida que no puede ser reconocida como objetivamente ordenada a los designios revelados por Dios”.

Una bendición es una oración dirigida a Dios buscando su favor. FS 4 establece que “son inadmisibles ritos y oraciones que puedan crear confusión entre lo que es constitutivo del matrimonio, como «unión exclusiva, estable e indisoluble entre un varón y una mujer, naturalmente abierta a engendrar hijos», y lo que lo contradice”.

Por lo tanto, según los propios términos confusos de FS, no sólo los ritos sino también las oraciones “que podrían causar confusión” no pueden usarse con “parejas” homosexuales y aquellos que viven en segundas uniones adúlteras. ¿No califica como causa potencial de confusión cualquier acción de un sacerdote que ore y bendiga a dos personas que se consideran pareja en virtud de su compromiso mutuo, lo cual puede incluir estar casados civilmente? Por supuesto que sí.

Según usted, los gestos a menudo hablan más que las palabras. Se podría imaginar un escenario en el que dos individuos del mismo sexo se presentan como pareja ante un sacerdote y le piden una bendición. Incluso si el sacerdote bendijera a cada individuo mientras están juntos ante el sacerdote como una “pareja”, esto podría ser fácilmente interpretado por los espectadores, o incluso por las personas que reciben la bendición, como que la Iglesia bendice la relación. ¿Cuál es su punto de vista?

Quienes prestan atención a lo que sucede en este escenario saben lo que está sucediendo: se está bendiciendo a una supuesta pareja. La intención de los dos homosexuales en una relación de “pareja” es que su relación sea bendecida. El sacerdote que da la bendición escandaliza a la “pareja” y a los espectadores conscientes al comunicar que esta relación es digna del favor de Dios y por esa razón imparte una bendición.

Pasemos a la Parte II, titulada “El sentido de las distintas bendiciones”. FS 11 afirma: “[El] Responsum recuerda que cuando, con un rito litúrgico adecuado, se invoca una bendición sobre algunas relaciones humanas, lo que se bendice debe poder corresponder a los designios de Dios inscritos en la Creación y plenamente revelados por Cristo el Señor. Por ello, dado que la Iglesia siempre ha considerado moralmente lícitas sólo las relaciones sexuales que se viven dentro del matrimonio, no tiene potestad para conferir su bendición litúrgica cuando ésta, de alguna manera, puede ofrecer una forma de legitimidad moral a una unión que presume de ser un matrimonio o a una práctica sexual extramatrimonial”.

Esta es una flagrantemente errónea caracterización del Responsum. Las palabras “con un rito litúrgico adecuado” no se encuentran en el Responsum, que dice: “Cuando se invoca una bendición sobre algunas relaciones humanas se necesita —más allá de la recta intención de aquellos que participan— que aquello que se bendice esté objetiva y positivamente ordenado a recibir y expresar la gracia, en función de los designios de Dios inscritos en la Creación y revelados plenamente por Cristo Señor. Por tanto, son compatibles con la esencia de la bendición impartida por la Iglesia solo aquellas realidades que están de por sí ordenadas a servir a estos designios”. Esta tergiversación del Responsum puede dejar la impresión de que se dejó una puerta abierta a la posibilidad de conferir una bendición que no implique “un rito litúrgico adecuado”. No existe tal puerta. Y como se indicó anteriormente, las bendiciones son actos litúrgicos en virtud de ser sacramentales y, por lo tanto, no existe tal cosa como una bendición pastoral no litúrgica, ni es posible crear tal categoría de bendiciones sacerdotales.

En una subsección de la Parte II titulada “Una comprensión teológico-pastoral de las bendiciones”, FS 25 afirma: “La Iglesia, también, debe evitar el apoyar su praxis pastoral en la rigidez de algunos esquemas doctrinales o disciplinares, sobre todo cuando dan «lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar» (Evangelium Gaudium, n. 94)”.

¿Qué es un esquema doctrinal o disciplinario? ¿El magisterio de la Iglesia propone esquemas? ¿Es la doctrina católica un esquema? ¿Son las normas disciplinarias eclesiásticas un esquema? ¿Qué distingue la doctrina católica de un esquema doctrinal? ¿Cómo entra en esto el elitismo narcisista y autoritario? ¿Es FS en sí misma un esquema doctrinal o disciplinario? Si es así, entonces FS se debe “evitar” según FS. ¿Por qué el “análisis y clasificación” de las personas se opone a la evangelización? ¿No analizó y clasificó Nuestro Señor el comportamiento de varios grupos de personas como los fariseos y los saduceos? ¿No son las Bienaventuranzas una clasificación de los comportamientos que deben tener los creyentes? La parábola de las ovejas y las cabras es claramente un ejercicio de análisis y clasificación.

FS 25 también afirma: “Cuando las personas invocan una bendición no se debería someter a un análisis moral exhaustivo como condición previa para poderla conferir. No se les debe pedir una perfección moral previa”.

¿Cuándo ha enseñado la Iglesia semejante norma para bendecir a las personas? ¿Qué persona en el planeta posee la perfección moral? ¿Está permitido realizar un análisis moral no exhaustivo? ¿Está permitido algún análisis? ¿Se aplica esta norma a parejas además de a personas individuales? Si esto se aplica a las parejas, entonces la Iglesia estaría señalando que a Ella no le importa la naturaleza inmoral de las relaciones de “parejas” adúlteras y homosexuales que manifiestamente buscan el sello de aprobación de la Iglesia sobre sus relaciones sexuales mediante la impartición de una bendición sacerdotal.

Pasemos a la Parte III, que se titula: “Las bendiciones de parejas en situaciones irregulares y de parejas del mismo sexo”. FS 31 afirma: “En el horizonte aquí delineado se coloca la posibilidad de bendiciones de parejas en situaciones irregulares y de parejas del mismo sexo. . . En estos casos, se imparte una bendición que… [tiene] también la invocación de una bendición descendente del mismo Dios sobre aquellos que, reconociéndose desamparados y necesitados de su ayuda, no pretenden la legitimidad de su propio status, sino que ruegan que todo lo que hay de verdadero, bueno y humanamente válido en sus vidas y relaciones, sea investido, santificado y elevado por la presencia del Espíritu Santo”. ¿Cuál es su reacción?

¿Qué significa la “legitimidad de su propio status”? ¿Estar en una relación entre personas del mismo sexo confiere un nuevo estatus a las dos personas en esa relación? Aparentemente sí. ¿Qué significa “sino que ruegan que todo lo que hay de verdadero, bueno y humanamente válido en sus vidas y relaciones, sea investido, santificado y elevado por la presencia del Espíritu Santo”?

Una relación basada en la promesa mutua de cometer sodomía no puede “enriquecerse”. La herida mortal en el alma de las dos personas que cometen sodomía entre sí sólo puede “curarse” terminando la relación. Permanecer en tal relación es una ocasión cercana de pecado mortal. No puede ser “elevada por la presencia del Espíritu Santo”, ya que el Espíritu Santo condena y prohíbe tal relación. Las “relaciones humanas” basadas en la sodomía no pueden “madurar y crecer en fidelidad al Evangelio”, como se afirma más adelante en esa sección, y no pueden “liberarse de sus imperfecciones y debilidades”. Sólo cuando la relación deja de existir, las dos personas anteriormente involucradas en un comportamiento tan gravemente inmoral obtienen la posibilidad, por la gracia de Dios, de “madurar y crecer en fidelidad al Evangelio” y “ser libres de sus imperfecciones y debilidades” como personas que buscar perdón por sus pecados.

En 2003 la Congregación para la Doctrina de la Fe afirmó así sobre las uniones homosexuales en su documento Consideraciones Acerca de los Proyectos de Reconocimiento Legal de las Uniones Entre Personas homosexuales: “Las uniones homosexuales no cumplen ni siquiera en sentido analógico remoto las tareas por las cuales el matrimonio y la familia merecen un reconocimiento específico y cualificado. Por el contrario, hay suficientes razones para afirmar que tales uniones son nocivas para el recto desarrollo de la sociedad humana, sobre todo si aumentase su incidencia efectiva en el tejido social” (Énfasis añadido). Lo que es perjudicial, tanto personal como socialmente, no puede “madurar y crecer en fidelidad al Evangelio”.

La misma Congregación lo dijo en 1986 en su Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre el Atención Pastoral a las Personas Homosexuales: “Optar por una actividad sexual con una persona del mismo sexo equivale a anular el rico simbolismo y el significado, para no hablar de los fines, del designio del Creador en relación con la realidad sexual. La actividad homosexual no expresa una unión complementaria, capaz de transmitir la vida, y por lo tanto contradice la vocación a una existencia vivida en esa forma de auto-donación que, según el Evangelio, es la esencia misma de la vida cristiana. Esto no significa que las personas homosexuales no sean a menudo generosas y no se donen a sí mismas, pero cuando se empeñan en una actividad homosexual refuerzan dentro de ellas una inclinación sexual desordenada, en sí misma caracterizada por la auto-complacencia. Como sucede en cualquier otro desorden moral, la actividad homosexual impide la propia realización y felicidad porque es contraria a la sabiduría creadora de Dios. La Iglesia, cuando rechaza las doctrinas erróneas en relación con la homosexualidad, no limita sino que más bien defiende la libertad y la dignidad de la persona, entendidas de modo realístico y auténtico”.

Si bien las personas humanas pueden participar en actos virtuosos que son “verdaderos, buenos y humanamente válidos”, una relación homosexual no es la causa de un comportamiento tan loable. Es una contradicción del Evangelio y un obstáculo para vivir una vida de virtud y santidad.

Varios párrafos después, FS 33 afirma: “La petición de una bendición expresa y alimenta la apertura a la trascendencia, la piedad y la cercanía a Dios en mil circunstancias concretas de la vida, y esto no es poca cosa en el mundo en el que vivimos. Es una semilla del Espíritu Santo que hay que cuidar, no obstaculizar”.

Se afirma que es la gracia del Espíritu Santo, aquí llamada semilla, la que supuestamente impulsa a dos homosexuales en una relación a pedir la bendición de Dios como “pareja”. ¿Cómo puede ser esto? Dios Espíritu Santo no prohíbe al mismo tiempo a los hombres practicar actividades homosexuales, como lo revela la palabra inspirada de la Sagrada Escritura, y al mismo tiempo impulsa a quienes practican tales conductas inmorales a buscar una bendición como “pareja”, cuya solicitud indica claramente su intención de permanecer en esta asociación gravemente inmoral. Su relación es inherentemente peligrosa ya que constituye una ocasión cercana de pecado mortal.

La gracia del Espíritu Santo en cambio llevará al sacerdote a rechazar tal bendición. Dos personas que se involucran en la sodomía y que saben que la Iglesia enseña que Dios prohíbe tal comportamiento inmoral, y sin embargo se niegan a desistir de tal estilo de vida, se vuelven resistentes e incapaces de recibir la misma gracia que supuestamente buscan bajo el impulso del Espíritu Santo. Cualquier semilla de la gracia del Espíritu Santo no sería alimentada, sino más bien obstaculizada, al conceder una bendición sacerdotal a su asociación gravemente inmoral. El sacerdote los estaría confirmando en el pecado, no en la virtud.

El Papa Francisco, según FS 36, ve las “bendiciones no ritualizadas” como “simple gesto que proporciona un medio eficaz para hacer crecer la confianza en Dios en las personas que la piden” y como “un gesto de gran valor en la piedad popular”.

No hay piedad popular que encuentre gran valosr en el gesto de bendecir las “parejas” homosexuales. Una bendición no ritualizada es una contradicción, ya que cualquier bendición que utilice una oración, la señal de la cruz y el nombre de la Santísima Trinidad utiliza una forma ritual que se encuentra en la sagrada liturgia.

FS 38 afirma que “no se debe ni promover ni prever un ritual para las bendiciones de parejas en una situación irregular”, luego especifica que la acción “no ritualizada” incluye “una oración breve que puede preceder esta bendición espontanea” y sugiere por cuáles dones específicos se debe orar por Dios: “El ministro ordenado podría pedir para ellos la paz, la salud, un espíritu de paciencia, diálogo y ayuda mutuos, pero también la luz y la fuerza de Dios para poder cumplir plenamente su voluntad”.

Aquí tenemos una descripción de una llamada acción sacerdotal “no ritualizada”: se dice una breve oración de bendición, seguida de la bendición supuestamente “espontánea”, lo que claramente implica el uso de algunos gestos externos de bendición, como las manos del sacerdote extendidas sobre la “pareja” seguida de la señal de la cruz. ¿No parece esto una bendición ritual? Sí, se parece a la Bendición Solemne que se da al final de la Misa: el sacerdote pide a Dios ciertos favores y luego hace la señal de la cruz, diciendo: “Que la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, y Hijo, y Santo Espíritu descienda sobre vosotros y permanezca con vosotros para siempre”. Los actos de bendición “no ritualizados” y actos rituales son lo mismo, ciertamente en naturaleza y en gran medida en apariencia.

FS 39 plantea que cuando “parejas” en lo que eufemísticamente llama “situaciones irregulares” y “parejas del mismo sexo” soliciten una bendición, podría surgir “confusión y escándalo” si la bendición “se realizará al mismo tiempo que los ritos civiles de unión, ni tampoco en conexión con ellos”.

Es curioso que el documento mencione las uniones civiles, pero no los matrimonios civiles, que ahora están ampliamente disponibles en el mundo desarrollado. ¿La ocurrencia contemporánea de una bendición pastoral no ritualizada y la celebración de la ceremonia de matrimonio civil de una pareja divorciada, o de una ceremonia de matrimonio/unión civil entre personas del mismo sexo, sería la verdadera causa de confusión y escándalo entre los fieles? ¿No es la bendición misma, independientemente de cuándo y dónde tenga lugar, lo que causa “escándalo y confusión”? La bendición de una “pareja” del mismo sexo o de una “pareja” situada irregularmente se centra principalmente en la relación continuada, y no en la breve ceremonia del intercambio de votos. Entonces, programar una bendición, por ejemplo, el día después del matrimonio civil no cambia nada importante sobre el significado de la bendición para quienes la buscan y para cualquiera al que inviten a estar presente para observarla.

La cuestión no es principalmente el momento de la bendición. La confusión y el escándalo surgirán precisamente porque las personas que han contraído un matrimonio civil adúltero o un matrimonio civil entre personas del mismo sexo se consideran casadas y quieren que la Iglesia las trate como casadas. Específicamente, quieren que la Iglesia bendiga la unión establecida por sus matrimonios civiles del mismo modo que la Iglesia bendice a quienes se unen en matrimonio en una boda por la Iglesia. Grupos de defensa y varios activistas quieren que la Iglesia cambie su enseñanza y reconozca los segundos matrimonios y los matrimonios entre personas del mismo sexo.

Por el momento, están muy contentos con lo que se considera una concesión de primer paso, como se muestra en esta recopilación de reacciones por la Liga Católica por los Derechos Civiles y Religiosos [The Catholic League for Religious and Civil Rights, original en inglés, N de T].

FS 39 estipula además: “Ni siquiera con las vestimentas, gestos o palabras propias de un matrimonio”.

Las palabras propias de una boda incluyen la bendición hablada por un sacerdote o diácono, de dos personas que se comprometen mutuamente a entrar en una relación conyugal y una vida en común con una promesa de fidelidad mutua y un compromiso de amarse y servirse mutuamente. ¿Está prohibida alguna referencia a esos conceptos (excluyendo la palabra conyugal, por supuesto) para la bendición pastoral espontánea de “parejas” del mismo sexo e irregulares? ¿Están prohibidos los esmoquin y los vestidos de novia? ¿Qué tal los anillos de boda? ¿Puede la “pareja” tomarse de la mano, mirarse, abrazarse y besarse? Todos estos son gestos propios de una boda. ¿Tiene prohibido que el padrino y la dama de honor estén presentes en la bendición? ¿La “pareja” puede tener ramos de flores? ¿Se permiten padrinos de boda y damas de honor? ¿Qué tal las chicas con las flores y los portadores de anillos?

Más allá del momento de la “bendición espontánea”, ¿se le permite a la “pareja” tener una fiesta celebrando su nueva vida como “pareja” bendecida? ¿Puede la “pareja” viajar en limusina a la fiesta después de la bendición espontánea? ¿Puede la “pareja” cortar un pastel y alimentarse mutuamente? Esto también es propio de una boda, al menos en las culturas occidentales.

FS 40 afirma que “mediante estas bendiciones. . . No se pretende legitimar nada, sino sólo abrir la propia vida a Dios, pedir su ayuda para vivir mejor e invocar también al Espíritu Santo para que se vivan con mayor fidelidad los valores del Evangelio”.

Un sacerdote no puede saber con certeza que “no hay intención de legitimar nada” por parte de la “pareja”, ya que, afirma el documento, “no se debería someter a un análisis moral exhaustivo como condición previa para poderla conferir” la bendición (FS 25 ). ¿No constituiría una “condición previa” prohibida derivada de un “análisis moral” inaceptable preguntar sobre la probable “intención” de la “pareja” de legitimar su relación?

La palabra “legitimar” significa legitimar. “Legítimo” significa lícito en sentido estricto. De manera más amplia significa permitido, sancionado, aprobado, admisible, permitido o admisible. Este sello de aprobación es exactamente lo que cualquier “pareja” homosexual o “pareja” adúltera buscaría al pedir una bendición. El mero hecho de bendecir a “parejas” del mismo sexo significa que la Iglesia ahora considera que las “parejas” del mismo sexo son capaces de ser bendecidas como pareja. Ahora se considera sin importancia que esta “pareja” haya abrazado un simulacro de matrimonio mediante el compromiso mutuo de practicar la sodomía, acto que es una forma falsa de unión sexual conyugal.

La clara intención de la Santa Sede en esta Declaración es legitimar algo, concretamente la concesión de bendiciones a las “parejas” adúlteras y a las “parejas” homosexuales que rechazan públicamente las enseñanzas de la Iglesia sobre el uso adecuado de la facultad sexual dentro de una relación permanente de por vida. Vínculo matrimonial, que sólo pueden contraer un hombre y una mujer. Esas bendiciones ahora están “permitidas, sancionadas, aprobadas, admisibles, permitidas”. No cabe duda de que prácticamente todas las “parejas” del mismo sexo o irregulares que piden tal bendición lo hacen con el propósito de demostrarse a sí mismos, a sus familias y al resto del mundo que la Iglesia, al bendecir su relación, ya no rechaza su comportamiento como gravemente pecaminoso y ya no se opone a que continúen viviendo en esa relación.

Que cualquiera pretenda, como lo hace FS, que nadie debería concluir que impartir tales bendiciones sacerdotales confiere algún tipo de legitimidad a lo que la Iglesia siempre ha enseñado que son estilos de vida gravemente inmorales es sólo eso, una pretensión.

Me pregunto cómo respondería el cardenal Fernández, a la luz de FS, a esta pregunta: “¿Es cierto que la Iglesia sólo instruye a sus sacerdotes a bendecir a las parejas en relaciones que la Iglesia considera legítimamente bendecibles porque son buenas?” Si está de acuerdo, entonces debe creer que las relaciones adúlteras y sodomitas no ofenden a Dios. Si no está de acuerdo, entonces debe creer que el pecado es bendecible. Cualquiera de las respuestas es contraria a la Doctrina de la Fe.

FS es un desastre manifiesto que debería ser revocado y retirado por la Santa Sede. Hasta que eso suceda, todos los obispos, sacerdotes y diáconos deberían ignorarla.

Traducción: SECRETUM MEUM MIHI

ARTÍCULO: «FIDUCIA SUPPLICANS Y EL SENSUS FIDEI»

Fray Emmanuel Perrier, OP, dominico del Convento de Santo Tomás de Aquino de Toulouse, Francia, ha publicado un artículo en «La Revue Thomiste» sobre Fiducia Supplicans. El teólogo desmonta las tesis principales del documento del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, así como la aclaración posterior del cardenal Victor Manuel Fernández. Fr. Perrier muestra que dicho documento atenta conta el sensus fidei y contra la fe católica.

A continuación, el artículo, publicado en Infocatólica:

«Como hijos de la Iglesia fundada sobre los apóstoles, no podemos sino alarmarnos ante el revuelo que ha causado entre el pueblo cristiano un texto procedente del entorno del Santo Padre [1]. Es insoportable ver a los fieles de Cristo perder la confianza en la palabra del pastor universal, ver a los sacerdotes desgarrados entre su apego filial y las consecuencias prácticas que este texto les obligará a afrontar, ver a los obispos divididos.

Este fenómeno de gran alcance que estamos presenciando es indicativo de una reacción en el sensus fidei. El «sentido de la fe (sensus fidei)» es la adhesión del pueblo cristiano a las verdades de fe y de moral [2]. Esta adhesión común, «universal» e «indefectible» deriva del hecho de que todo creyente es movido por el único Espíritu de Dios a abrazar las mismas verdades. Por eso, cuando las afirmaciones sobre la fe y la moral ofenden al sensus fidei, se produce un movimiento instintivo de desconfianza que se manifiesta colectivamente. Es necesario, sin embargo, examinar la legitimidad de este desafío y las razones que lo justifican. Nos limitaremos aquí a las seis razones que nos parecen más sobresalientes.

1. La bendición sólo sirve para la salvación

«Bendecir es una acción divina que da la vida y cuya fuente es el Padre. Su bendición es a la vez palabra y don» (CIC 1078). Este origen divino indica también su fin, como lo expresa con fuerza san Pablo: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en el cielo por medio de Cristo. Así nos eligió en él desde antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables en su presencia en el amor» (Ef 1,3).

Recordando el origen y el fin de toda bendición, queda claro qué gracia pedimos cuando bendecimos: debe aportar vida divina para ser «santos e irreprensibles en su presencia». La bendición, pues, sólo tiene por objeto la santificación y la liberación del pecado, y sirve así para alabar a Aquel que hizo todas las cosas (Ef 1,12).

Es imposible que la Iglesia se aparte de esta orden divina de bendecir para la salvación. Por tanto, cualquier propuesta de bendecir sin que esta bendición esté explícitamente ordenada a ser «santa e inmaculada», incluso por motivos por lo demás loables, ofende inmediatamente el sensus fidei.

2. La Iglesia no sabe bendecir más que en una liturgia

Todo el mundo está llamado a bendecir a Dios e invocar sus bendiciones. La Iglesia hace lo mismo e intercede por sus hijos. Pero entre un creyente individual y la Iglesia, el sujeto que actúa no es de la misma naturaleza, y esta diferencia tiene consecuencias importantes cuando consideramos la acción de bendecir. En su raíz, las bendiciones eclesiales –y con esto nos referimos a las bendiciones de la Iglesia misma– emanan de la unidad misteriosa e indefectible que constituye su mismo ser [3]. De esta unidad que la une a su Esposo Jesucristo, se sigue que las peticiones que ella hace son siempre agradables a Dios; son como las peticiones del mismo Cristo a su Padre. Por eso, desde el principio, la Iglesia nunca ha dejado de bendecir, con la seguridad de obtener muchos efectos espirituales de santificación y liberación del pecado [4]. La bendición es, pues, una actividad vital de la Iglesia. Podríamos hablar de la actividad vital de su corazón: está hecho para asegurar la circulación de las bendiciones, de Dios al hombre y del hombre a Dios (cf. Ef 1,3, más arriba), según una sístole que difunde las bendiciones divinas y una diástole que acoge las súplicas humanas. El resultado es que las bendiciones eclesiales son en sí mismas una obra sagrada. Incluso podría decirse que constituyen la esencia de la liturgia cristiana, como atestiguan las fuentes históricas [5]. Para la Iglesia, bendecir según alguna forma litúrgica no es una opción; no puede hacer otra cosa por lo que es, por la actividad vital del corazón eclesial. Lo que sí puede hacer es establecer las modalidades y las condiciones de las bendiciones, su ritual, como sucede con los sacramentos [6].

Por tanto, una bendición no es litúrgica porque se haya instituido un rito, como si «liturgia» significara «oficial», o «obligatoria», o «institucional», o «pública», o «grado de solemnidad»; o como si «liturgia» fuera una etiqueta puesta desde fuera a una actividad eclesial. Una bendición es litúrgica cuando es eclesial, porque implica el misterio de la Iglesia en su ser y en su actuar. Aquí es donde entra en juego el sacerdote [7]. Cuando los fieles acuden a un sacerdote para pedir la bendición de la Iglesia, y el sacerdote los bendice en nombre de la Iglesia, está actuando en la persona de la Iglesia. Por eso, esta bendición sólo puede ser litúrgica, porque es la intercesión de la Iglesia la que proporciona este apoyo y no la intercesión de un fiel individual.

Por tanto, no es de extrañar que se perturbe el sensus fidei cuando se enseña que un sacerdote, requerido como ministro de Cristo, podría bendecir sin que esta bendición sea una acción sagrada de la Iglesia, simplemente porque no se ha establecido ningún ritual. Esto equivale a decir o que la Iglesia no siempre actúa como Esposa de Cristo, o que no siempre asume actuar como Esposa de Cristo.

3. Toda bendición tiene un propósito moral

Una bendición se aplica a personas o cosas a las que Dios concede gratuitamente un beneficio. El don concedido por una bendición cumple, por tanto, tres conjuntos de condiciones.

  • Por parte de Dios, el don es efecto de la liberalidad divina; tiene siempre su fuente en la misericordia divina con vistas a la salvación. Por eso Dios bendice según lo que ha dispuesto como camino de salvación, Jesucristo Verbo encarnado, muerto y resucitado para redimirnos, pero también según lo que es útil para la salvación. De ello se sigue, por una parte, que el don no puede ser contrario al orden creado, en particular a la diferencia primordial entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas (cf. 1Jn 1,5), entre la perfección y la privación de la perfección (cf. Mt 5,48). El don divino tampoco puede ser contrario al orden de la gracia, sobre todo porque nos hace justos ante Dios (cf. Rm 5,1ss.). Por otra parte, Dios da según lo que considera oportuno dar a cada uno llegado el momento. Dios ve más allá que nosotros y quiere dar más de lo que esperamos. Por eso, entre otras cosas, permite tribulaciones, pruebas y sufrimientos (cf. 1 Pe 1,3ss; 4,1ss) para podar lo que está muerto y hacer que lo que está vivo dé más fruto (Jn 15,2).
  • Por parte del destinatario, el don de una bendición no presupone que sea ya perfecto, lo que haría inútil el don, pero sí que tenga la fe y la humildad de reconocer su imperfección ante Dios. Además, para que el don produzca su efecto, el corazón debe estar dispuesto a la conversión y al arrepentimiento. Las bendiciones no son para el estancamiento moral, sino para el progreso hacia la vida eterna y el alejamiento del pecado.
  • Finalmente, por el lado de la bendición misma, hay un orden: las bendiciones temporales están en vista de los bienes espirituales; las virtudes naturales están apoyadas y ordenadas por las virtudes teologales; los bienes para uno mismo están en vista del amor a Dios y al prójimo; la liberación de los males corporales está en vista de las libertades espirituales; la fuerza para superar las penas está en vista de la fuerza para repeler las faltas.

Todo esto demuestra que las bendiciones tienen siempre una finalidad moral, en el sentido de que la moral es el modo humano de actuar para el bien y apartarse del mal: Dios da sus dones para que el hombre practique la justicia obedeciendo los mandamientos y avance por el camino de la santidad siguiendo el ejemplo de Cristo; el hombre recibe estos dones como agente racional que recibe la ayuda de la gracia para llegar a ser bueno; los dones son beneficios para el crecimiento espiritual.

Por tanto, es comprensible que el sensus fidei se vea perturbado cuando las bendiciones se presentan de tal modo que se confunde su significado moral. En efecto, el instinto de fe no sólo se vincula a las verdades reveladas, sino que se extiende a la puesta en práctica de estas verdades conforme a la moral del Evangelio y de la Ley divina (cf., por ejemplo, St 2,14ss.). Por eso el sensus fidei se resiste a ver neutralizada o distorsionada la brújula moral de las bendiciones. Tal es el caso cuando se enfatiza una condición de la bendición en detrimento de otras. Por ejemplo, la misericordia y el amor incondicional de Dios por el pecador no excluyen la finalidad de esta misericordia y amor incondicional, ni anulan las condiciones por parte del beneficiario o el orden de las bendiciones. Del mismo modo, cuando se habla de los efectos agradables (consuelo, fuerza, ternura) se callan los efectos desagradables, aunque sean los caminos necesarios para la liberación (conversión, rechazo del pecado, lucha contra los vicios, guerra espiritual). Por último, cuando nos limitamos a términos generales (caridad, vida) sin indicar las consecuencias concretas que son la razón misma de una bendición particular.

4. Dios no bendice el mal, a diferencia del hombre

¿Es necesario recordar que, desde las primeras palabras de la Sagrada Escritura hasta las últimas, la Revelación afirma la bondad de Dios y de sus obras? Dios no sólo está vivo, sino que es la Vida (Jn 14,6). Dios no sólo es bueno, es bueno en esencia (cf. Lc 18,19). Por eso «no hay un solo aspecto del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal» (CIC, 309), no sólo porque el hombre se plantea esta pregunta, sino ante todo porque Dios es Dios. A diferencia de Dios, el hombre se divide ante el mal. Desde la caída original, nos hemos alejado del bien divino en favor de otros fines. La Sagrada Escritura llama pecado a este modo de extraviarse, de perder de vista el verdadero bien y apuntar a un bien aparente, como una flecha que no da en el blanco. El pecado es imputable al hombre por su culpa. Y en su culpa, el hombre se compromete con el mal.

Esta es la diferencia entre Dios y el hombre: Dios nunca bendice el mal, sino que bendice siempre para librarnos del mal (una de las peticiones del Padrenuestro, cf. Mt 6,13), para que seamos perdonados de nuestros pecados y dejemos de comprometernos en el mal, para que no seamos aplastados por nuestros pecados, sino redimidos de ellos. Por su parte, la tendencia del hombre pecador es ciertamente negarse a bendecir el mal, pero sólo hasta cierto punto, es decir, hasta que su compromiso con el mal prevalece. Llegado a este punto, prefiere «comprometer o distorsionar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias», «hace de su debilidad el criterio de verdad sobre el bien, para sentirse justificado sólo por ella» [8]. En otras palabras, la característica de las bendiciones humanas es que manipulan regularmente el termómetro moral para acomodar un desorden en relación con el verdadero bien. Juan Pablo II presentaba la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18, 9-14) como una ilustración siempre actual de esta tentación: el fariseo bendice a Dios, pero no tiene nada que pedirle más que que lo mantenga tal como es; el publicano confiesa su pecado y suplica a Dios una bendición de justificación. El primero ha manipulado el termómetro, el segundo se cura confiando en el termómetro.

La impresión de que se manipula el termómetro moral para bendecir actos desordenados sólo puede hacer sospechar al sensus fidei. Es cierto que esta sospecha debe purificarse de cualquier proyección en una moral ideal o en una rigidez moral que sólo sea válida para los demás. Pero no es menos cierto que el sensus fidei da en el clavo cuando expresa su alarma ante el hecho de que pueda decirse que Dios bendice el mal. ¿Qué pecador no se escandalizaría si una voz autorizada le dijera que, al final, la misericordia de Dios bendice sin entregar, y que a partir de ahora estará acompañado en su miseria pero también abandonado a su miseria?

5. Magisterio: la innovación implica responsabilidad

«A Dios que revela debemos llevar la obediencia de la fe» [9]. En concreto, puesto que el intelecto conoce por medio de proposiciones, la obediencia de la fe es un asentimiento voluntario a proposiciones verdaderas. Por ejemplo, por la fe tenemos por verdadera la proposición: «Dios Padre todopoderoso es el creador del cielo y de la tierra». Todas las verdades a las que está vinculada la fe se encuentran en «el único y sagrado depósito de la Palabra de Dios», constituido por la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura. Este depósito sagrado tiene un único intérprete auténtico, el Magisterio. El Magisterio «no está por encima de la Palabra de Dios escrita o transmitida». Tiene la responsabilidad, con la asistencia del Espíritu Santo, de «escuchar con piedad, guardar santamente y exponer fielmente» la Palabra de Dios cuando enseña las verdades contenidas en ella [10]. La enseñanza del Magisterio se divide en dos categorías [11]. El Magisterio llamado «solemne» es una enseñanza sin error posible. Las verdades enseñadas de modo solemne exigen la obediencia de la fe en un «completo homenaje de la inteligencia y de la voluntad» [12]: es el caso de todo lo que se acaba de decir sobre el depósito sagrado de la Palabra de Dios y sobre la función y responsabilidad del Magisterio. Por otra parte, el Magisterio llamado «ordinario» es enseñanza asistida por el Espíritu Santo, y como tal debe ser recibida con un «homenaje religioso de inteligencia y voluntad» [13], aunque sólo es infalible si es universal.

Estos recordatorios son importantes cuando un texto, que tiene toda la apariencia externa de un texto del Magisterio llamado «ordinario», pretende enseñar una propuesta calificada de «aportación específica e innovadora» que implica un «verdadero desarrollo» [14]. En este caso, la propuesta es la siguiente:

«Es posible bendecir a las parejas en situación irregular y a las parejas del mismo sexo, en una forma que no debe ser fijada ritualmente por las autoridades eclesiales, para no crear confusión con la bendición propia del sacramento del matrimonio» (FS, n. 31).

En cuanto a la conclusión, contradice un Responsum del mismo Dicasterio, publicado tres años antes, cuya proposición principal es la siguiente:

«No es lícito dar la bendición a relaciones o parejas, incluso estables, que impliquen una práctica sexual fuera del matrimonio. La presencia en estas relaciones de elementos positivos [no es suficiente…] ya que estos elementos están al servicio de una unión no ordenada al designio del Creador» [15].

Nos encontramos, pues, ante dos proposiciones, ambas pretendidamente verdaderas por emanar del «único intérprete auténtico» del depósito revelado, y al mismo tiempo contradictorias. Para resolver esta contradicción, debemos recurrir a las razones que se dan en cada uno de los textos.

La declaración Fiducia supplicans tiene el privilegio de ser más reciente [16]. En sus razones afirma no contradecir el Responsum anterior: las dos proposiciones serían verdaderas, cada una según una relación diferente, de modo que serían complementarias. La bendición de las parejas del mismo sexo a) sería de hecho ilícita si tuviera lugar litúrgicamente en una forma ritualmente fijada (solución del Responsum), pero b) se haría posible si tuviera lugar sin rito litúrgico y «evitando que se convierta en un acto litúrgico o semilitúrgico semejante a un sacramento» (FS, n. 36).

Leyendo ahora el Responsum, vemos que, a pesar de las aclaraciones aportadas, la contradicción persiste. Es cierto que plantea el peligro de confusión con la bendición nupcial, a lo que responde Fiducia supplicans. Pero éste no es su argumento principal. Como explica el texto anterior, la bendición de una pareja es la bendición de las relaciones que la componen, y esas relaciones mismas nacen y se sostienen por actos humanos. Por consiguiente, si los actos humanos son desordenados (es decir, como hemos dicho, pierden de vista el verdadero bien y se apegan a un bien aparente), si son por tanto pecados, la bendición de la pareja sería automáticamente la bendición de un mal, cualesquiera que fuesen los actos moralmente buenos realizados en otros lugares (como el apoyo mutuo). El argumento del Responsum se aplica por tanto a cualquier bendición que se dé, sea ritual o no, vinculada a un sacramento o no, pública o privada, preparada o espontánea. Precisamente por lo que hace de esta pareja una pareja, su bendición es imposible.

Lo que se desprende de esta comparación es la extrema ligereza con la que Fiducia supplicans asume la responsabilidad magisterial, a pesar de que el tema era controvertido y, al contener una propuesta «innovadora», se requería una mayor atención a las condiciones establecidas por el Concilio Vaticano II. En efecto, el texto acumula argumentos a favor de una mayor solicitud pastoral en las bendiciones, pero esta solicitud puede cumplirse perfectamente mediante bendiciones a individuos, y ninguno de los argumentos aportados justifica que estas bendiciones se realicen a parejas. Más lamentable aún, el documento elude la objeción central de un Responsum y diluye los problemas planteados por su propia propuesta en lugar de construir un caso sólido, mostrando mediante el recurso a la Escritura y la Tradición: a) en qué condiciones sería posible bendecir una realidad sin bendecir el pecado vinculado a ella,; b) cómo esta solución armonizaría con el Magisterio anterior.

La incoherencia y la falta de responsabilidad del Magisterio son, sin duda, una causa de gran perturbación para el sensus fidei. En primer lugar, porque introducen incertidumbre sobre las verdades efectivamente enseñadas por el Magisterio ordinario. Más grave aún, minan la confianza en la asistencia divina del Magisterio y en la autoridad del sucesor de Pedro, que pertenecen al depósito sagrado de la Palabra de Dios.

6. La pastoral en tiempos de desresponsabilización jerárquica

Dios es la fuente de toda bendición y el hombre solo puede bendecir en el Nombre de Dios de manera ministerial. El poder de bendición concedido a Aarón y sus hijos (Nm 6, 22-27), luego a los apóstoles (Mt 10, 12-13; Lc 10, 5-6) y a los ministros ordenados es, por lo tanto, una concesión acompañada de una exigencia: bendecir en el Nombre de Dios solo lo que Dios puede bendecir. La historia de la Iglesia está ahí para recordarnos que la usurpación por parte de los sacerdotes de su poder de bendición tiene como consecuencia desfigurar duraderamente el rostro de Dios ante los hombres. Esta gravedad obliga, por lo tanto, a ser prudentes en la pastoral de las bendiciones. Desde este punto de vista, la declaración Fiducia supplicans ha puesto tanto al Magisterio como a los pastores en una situación insostenible, por tres motivos.

Primero, al afirmar que las bendiciones de parejas irregulares y del mismo sexo son posibles siempre que no haya ritual ni liturgia, el documento promueve una pastoral mientras niega a los pastores recibir indicaciones sobre las palabras y gestos propios para significar las gracias dispensadas por la Iglesia [17]. El Dicasterio también se ha prohibido explícitamente regular los excesos o errores que inevitablemente surgirán, especialmente en este campo tan delicado, en detrimento de los fieles a quienes se supone que estas bendiciones deben ayudar [18]. Esta renuncia de la autoridad eclesial tiene la coherencia con la solución promovida. Pero el simple hecho de que conduzca, en esta materia particular, a liberar al Pontífice romano y con él a todos los obispos de su responsabilidad con respecto a la santificación de los fieles (munus sanctificandi), a la cual están obligados por la constitución divina de la Iglesia, no deja de plantear preguntas [19]. La libertad dada a los pastores no está en tela de juicio aquí, sino la instauración de una «clandestinidad institucionalizada» para una parte de la actividad eclesial.

En segundo lugar, el principio introducido por Fiducia supplicans no conoce límites por sí mismo. Si bien la declaración se refiere especialmente a «parejas en situación irregular y parejas del mismo sexo», dejaremos a cada uno imaginar la variedad de situaciones que entran en este marco, desde las más escabrosas hasta las más objetivamente escandalosas, que aún podrían ser bendecidas, así como parejas de buena voluntad y personas heridas buscando sinceramente la ayuda divina. De hecho, al renunciar a los ritos de bendición, también renunciamos a su preparación, durante la cual los pastores evalúan la oportunidad, disciernen las intenciones y ayudan a orientarlas correctamente. Del mismo modo, al hacer incontrolable la práctica de estas bendiciones, se aceptan de antemano todas las desviaciones que ocurrirán. Además, el título de la declaración («sobre el significado pastoral de las bendiciones») y su contenido abren la puerta a una aplicación mucho más amplia, ya que no hay razón para reservarla solo a los casos de parejas. De hecho, siguiendo el principio en el centro del documento, se podría bendecir cualquier situación objetiva de pecado como tal, o cualquier situación establecida objetivamente por el pecado como tal, incluso la más contraria al Evangelio y la más abominable a los ojos de Dios. Todo podría ser bendecido… siempre y cuando no haya ritual ni liturgia.

En tercer lugar, cuando los superiores se desentienden de su responsabilidad hacia los inferiores, estos últimos se encuentran solos llevando todo el peso. En este caso, Fiducia supplicans invita a los pastores a una mayor solicitud pastoral y las indicaciones que el texto proporciona son valiosas para ellos. Desde este punto de vista, el Magisterio ayuda a los ministros ordenados a ejercer su cargo. Sin embargo, al institucionalizar la clandestinidad en los casos más espinosos, suscitará nuevas solicitudes de bendición al tiempo que deja a estos mismos ministros completamente desprotegidos. Los sacerdotes que ahora serán solicitados ya no podrán depender del respaldo de las normas litúrgicas y episcopales para decidir lo que deben hacer o lo que pueden hacer. Frente a presiones o chantajes, ya no podrán refugiarse en la autoridad de la Iglesia respondiendo: «esto no es posible, la Iglesia no lo permite». Ya no podrán depender de criterios de juicio cuidadosamente reflexionados sobre la oportunidad o las orientaciones a seguir. En cada caso difícil, deberán cargar en su conciencia el peso de la decisión que se les habrá obligado a tomar solos, preguntándose si han sido siervos fieles o corruptores del rostro de Dios ante los hombres.

Este triple abandono solo puede ser dolorosamente sentido por el sentido de la fe, tanto en los pastores como en los fieles, como la impresión de que el rebaño queda a su suerte, sin guías. Ciertamente, esta carencia se equilibra con el estímulo a mostrar más caridad, atención a los más débiles y acogida a aquellos que más necesitan la ayuda divina. Pero, ¿era necesario oponer y sacrificar una cosa a la otra? ¿No deberían más bien apoyarse mutuamente?

Fiducia supplicans es un hecho. Incluso retrocediendo varios siglos atrás, este documento no tiene equivalente. La inquietud en el pueblo de Dios es un hecho y no se puede deshacer. Ahora es necesario trabajar para reparar los daños y para que sus causas, incluidas aquellas que hemos señalado, se resuelvan antes de que la explosión se extienda. Esto solo será posible permaneciendo unidos en torno al Santo Padre y rezando por la unidad de la Iglesia».

Fr. Emmanuel Perrier, o.p.

Publicado originalmente en La Revue Thomiste.
Traducido por InfoCatólica


1. Declaración Fiducia supplicans sobre el significado pastoral de las bendiciones, del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, aprobada el 18 de diciembre de 2023 [en adelante FS]. Utilizamos dos abreviaturas adicionales: [CEC] para el Catecismo de la Iglesia Católica; [CIC] para el Código de Derecho Canónico. ↩

2. Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 12. ↩

3. Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 8: la Iglesia es una comunidad constituida por Cristo y sostenida por él, «una sola realidad compleja que reúne un elemento humano y un elemento divino» con el fin de brindar la salvación. ↩

4. Cf. Concilio Vaticano II, Sacrosanctum concilium, n. 60; n. 7. ↩

5. La Didachè es un testigo notable de esto. De manera más amplia, al estudiar las oraciones eucarísticas más antiguas, Louis Bouyer había demostrado que todas tenían la forma de bendiciones, inspiradas en el esquema heredado del judaísmo (cf. L. Bouyer, Eucharistie, París, 1990). Del mismo modo, las primeras defensas de las bendiciones eclesiásticas las presentan como litúrgicas. Cf. San Ambrosio, De patr., II, 7 (CSEL 32,2, p. 128): «benedictio [es] sanctificationis et gratiarum votiva conlatio». San Agustín, Ep. 179, 4. Sínodales de los concilios de Cartago y Milev de 416 (cf. Agustín, Ep 175 y 176). ↩

6. Aquí hay un paralelo entre los sacramentos y las bendiciones: la Iglesia solo tiene poder para regular la disciplina de los sacramentos instituidos por Cristo; de manera similar, la Iglesia, al estar constituida por Cristo, solo tiene poder para regular la disciplina de las bendiciones que da en prolongación de esta constitución. Comúnmente hoy en día, las bendiciones se incluyen en la categoría de los «sacramentales», lo que dice bastante sobre su proximidad con los sacramentos. ↩

7. Cf. Concilio Vaticano II, Presbyterorum ordinis, n. 2. ↩

8. Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 104. ↩

9. Concilio Vaticano II, Dei verbum, n. 5. ↩

10. Concilio Vaticano II, Dei verbum, n. 10. ↩

11. Se agregó una tercera categoría por Juan Pablo II, Ad tuendam fidem (1998), pero no se tiene en cuenta aquí. ↩

12. Cf. Concilio Vaticano I, De fide cath., c. 3, retomado por Concilio Vaticano II, Dei verbum, n. 5. ↩

13. Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 25 §1. ↩

14. «Presentación» de Fiducia supplicans. Se podría argumentar que al proponer solo una «contribución», en un área calificada como «pastoral», este texto no pretende comprometerse con las verdades de la fe. O que, a pesar de las apariencias, las condiciones del Magisterio ordinario (cf. CIC 750) no se cumplen. Si fuera así, el texto no pertenecería al Magisterio y podría ser ignorado. Sin embargo, seguiría siendo evidente que la reacción del sentido de la fe muestra que toca, al menos indirectamente, las verdades sobre la fe y las costumbres. ↩

15. Responsum de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 22 de febrero de 2021. ↩

16. También está revestida de un grado de autoridad superior, pero esto no tiene consecuencias ya que pretende complementar y no reemplazar el Responsum. ↩

17. FS, n. 38-40, proporciona algunos puntos de referencia, solo de manera indicativa y en términos muy generales. ↩

18. FS, n. 41: «Lo que se dice en la presente Declaración sobre la bendición de parejas del mismo sexo es suficiente para guiar el discernimiento prudente y paternal de los ministros ordenados al respecto. Además de las indicaciones anteriores, no se deben esperar otras respuestas sobre posibles disposiciones para regular los detalles o aspectos prácticos en cuanto a bendiciones de este tipo». ↩

19. Cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 26; Christus dominus, n. 15.

20. La «Déclaration Fiducia supplicans» trata sobre el significado pastoral de las bendiciones y fue aprobada por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe el 18 de diciembre de 2023. El documento hace referencia a varias enseñanzas del Concilio Vaticano II, especialmente en relación con la naturaleza de la Iglesia como una comunidad formada por Cristo. También menciona la importancia de las bendiciones en la liturgia, señalando paralelos entre los sacramentos y las bendiciones. Además, hace alusión a figuras como San Ambrosio y San Agustín, así como a documentos como «Veritatis splendor» de Juan Pablo II y otros textos conciliares.

21. La «Fiducia supplicans» aborda la cuestión de las bendiciones a parejas del mismo sexo, proporcionando pautas para el discernimiento prudente de los ministros ordenados en este asunto. El documento destaca que las indicaciones presentadas son suficientes para guiar dicho discernimiento, y no se espera que haya respuestas adicionales sobre disposiciones específicas para regular detalles prácticos en relación con estas bendiciones.

MENSAJE DEL CARDENAL SARAH SOBRE LA DECLACIÓN VATICANA ´FIDUCIA SUPPLICANS´

El que fuera Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos (hoy Dicasterio), el Cardenal Robert Sarah, ha publicado un Mensaje de Navidad en el que se pronuncia sobre la Declaración Fiducia supplicans, de bendiciones de parejas irregulares o del mismo sexo, que publicó recientemente el Dicasterio para la Doctrina de la Fe (Vaticano), encabezado por el Cardenal ´Tucho´ Fernández.

A continuación, reproducimos en su totalidad el Mensaje del Cardenal Sarah. Agradecemos a su Eminencia la claridad doctrinal argumentada y la valentía en su defensa.

MENSAJE DE NAVIDAD

En Navidad, el Príncipe de la Paz se hizo hombre para nosotros. A todo hombre de buena voluntad le trae la paz que viene del Cielo. «La paz os dejo, mi paz os doy, pero no la doy a la manera del mundo» (Juan 14:27). La paz que Jesús nos trae no es una nube hueca, no es una paz mundana que muchas veces no es más que un compromiso ambiguo, negociado entre los intereses y las mentiras de cada uno. La paz de Dios es verdad. «La verdad es fuerza de paz porque revela y realiza la unidad del hombre con Dios, consigo mismo y con los demás. La verdad fortalece la paz y construye la paz», enseñó San Juan Pablo II [1]. La Verdad hecha carne vino a habitar entre los hombres. Su luz no molesta. Su palabra no siembra confusión y desorden, sino que revela la realidad de todas las cosas. Él ES la verdad y por lo tanto es «un signo de contradicción» y «revela los pensamientos de muchos corazones» (Lucas 2:34).

La verdad es la primera de las misericordias que Jesús ofrece al pecador. ¿Podremos a su vez hacer una obra de misericordia en la verdad? El riesgo es grande para nosotros si buscamos la paz mundial, la popularidad mundana que se compra al precio de la mentira, la ambigüedad y el silencio cómplice.

Esta paz mundial es falsa y superficial. Porque la mentira, el compromiso y la confusión engendran división, sospecha y guerra entre hermanos. El Papa Francisco lo recordó recientemente: «Diablo significa «divisor». El diablo siempre quiere crear división. » [2] El diablo divide porque «no hay verdad en él; cuando habla mentira, habla de su propio corazón, porque es mentiroso y padre de mentira» (Juan 8, 44).

Precisamente, la confusión, la falta de claridad y verdad y la división han turbado y ensombrecido la celebración navideña de este año. Algunos medios afirman que la Iglesia católica fomenta la bendición de las uniones entre personas del mismo sexo. Ellos mienten. Hacen el trabajo del divisor. Algunos obispos van en la misma dirección, siembran dudas y escándalo en las almas de fe al pretender bendecir las uniones homosexuales como si fueran legítimas, conforme a la naturaleza creada por Dios, como si pudieran conducir a la santidad y a la felicidad humana. Sólo engendran errores, escándalos, dudas y decepciones. Estos Obispos ignoran u olvidan la severa advertencia de Jesús contra quienes escandalizan a los pequeños: «Si alguno escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar». profundidades del mar» (Mt 18,6). Una declaración reciente del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, publicada con la aprobación del Papa Francisco, no logró corregir estos errores y crear la verdad. Además, por su falta de claridad, no ha hecho más que amplificar la confusión que reina en los corazones y algunos incluso se han valido de ella para apoyar su intento de manipulación.

¿Qué podemos hacer ante la confusión que el divisor ha sembrado dentro de la Iglesia? : «¡No discutimos con el diablo! -dijo el Papa Francisco. No negociamos, no dialogamos; no se le derrota negociando con él. Derrotamos al diablo enfrentándolo con fe a la Palabra divina. Así, Jesús nos enseña a defender la unidad con Dios y entre nosotros contra los ataques del divisor. La Palabra divina es la respuesta de Jesús a la tentación del diablo. » [3] En la lógica de esta enseñanza del Papa Francisco, nosotros tampoco discutimos con el divisor. No entremos en discusión con la Declaración «Fiducia supplicans», ni con las diversas recuperaciones que hemos visto multiplicarse. Respondamos simplemente con la Palabra de Dios y con el Magisterio y la enseñanza tradicional de la Iglesia.

Para mantener la paz y la unidad en la verdad, atrevámonos a negarnos a discutir con el divisor, atrevámonos a responder a la confusión con la palabra de Dios. Porque «vivir, en efecto, es la palabra de Dios, eficaz y más incisiva que cualquier espada de dos filos, penetra hasta dividir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, puede juzgar los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hebreos 4:12).

Como Jesús frente a la mujer samaritana, atrevámonos a decir la verdad. «Tienes razón al decir: no tengo marido porque has tenido cinco maridos y el que tienes ahora no es tu marido. En esto dices la verdad. » (Juan 4, 18) ¿Qué deberías decirle a las personas involucradas en uniones homosexuales? Como Jesús, atrevámonos a la primera de las misericordias: la verdad objetiva de las acciones.

Por tanto, con el Catecismo de la Iglesia Católica (2357), podemos afirmar: «La homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual exclusiva o predominante hacia personas del mismo sexo. Adopta formas muy variables a lo largo de los siglos y las culturas. Su génesis psicológica sigue en gran medida inexplicada. Basándose en la Sagrada Escritura, que los presenta como graves depravaciones (cf. Gn 19,1-29; Rom 1,24-27; 1 Cor 6,10; 1 Tim 1,10), la Tradición siempre ha declarado que «los actos de la homosexualidad son intrínsecamente desordenadas» (CDF, decl. «Persona humana» 8). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No provienen de una verdadera complementariedad emocional y sexual. No pueden recibir aprobación bajo ninguna circunstancia. »

Cualquier acción pastoral que no recuerde esta verdad objetiva fracasaría en la primera obra de misericordia que es el don de la verdad. Esta objetividad de la verdad no es contraria a la atención prestada a la intención subjetiva de las personas. Pero conviene recordar aquí la magistral y definitiva enseñanza de san Juan Pablo II:

«Es apropiado considerar cuidadosamente la relación exacta que existe entre la libertad y la naturaleza humana y, en particular, el lugar del cuerpo humano desde el punto de vista del derecho natural. (…)

«La persona, comprendiendo su cuerpo, está enteramente confiada a sí misma, y es en la unidad de alma y cuerpo que es sujeto de sus actos morales. Gracias a la luz de la razón y al apoyo de la virtud, la persona descubre en su cuerpo los signos de alerta, la expresión y la promesa del don de sí, conforme al sabio designio del Creador. (…)

«Una doctrina que disocia el acto moral de las dimensiones corporales de su ejercicio es contraria a las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición: tal doctrina revive, en nuevas formas, ciertos errores antiguos que la Iglesia siempre ha combatido, porque reducen el valor humano. persona a una libertad «espiritual» puramente formal. Esta reducción ignora el significado moral del cuerpo y los comportamientos asociados a él (cf. 1 Cor 6,19). El apóstol Pablo declara que «ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los ladrones, heredarán el Reino de Dios» (1 Cor 6 :9-10). Esta condena, expresada formalmente por el Concilio de Trento, sitúa entre los «pecados mortales» o «prácticas infames» ciertos comportamientos específicos cuya aceptación voluntaria impide a los creyentes participar en la herencia prometida. En efecto, el cuerpo y el alma son inseparables: en la persona, en el agente voluntario y en el acto deliberado, permanecen o se pierden juntos. » («Veritatis esplendor» 48-49)

Pero un discípulo de Jesús no puede quedarse ahí. Frente a la mujer adúltera, Jesús obra el perdón en verdad: «Yo tampoco te condeno, ve y no peques más. » (Juan 8, 11) Ofrece un camino de conversión, de vida en la verdad.

La Declaración «Fiducia supplicans» escribe que la bendición está destinada, en cambio, a las personas que «piden que todo lo que es verdadero, bueno y humanamente valioso en su vida y en sus relaciones sea investido, sanado y elevado por la presencia del Espíritu Santo» ( n.31). Pero ¿qué es bueno, verdadero y humanamente válido en una relación homosexual, definida por las Sagradas Escrituras y la Tradición como una depravación grave e «intrínsecamente desordenada»? ¿Cómo puede tal escrito corresponder al Libro de la Sabiduría que dice: «Los pensamientos turbulentos alejan de Dios, y el poder, cuando se prueba, confunde a los necios»? No, la Sabiduría no entra en un alma malvada, no mora en un cuerpo dependiente del pecado. Porque el Espíritu Santo, maestro, huye del engaño» (Sab 1,3-5). Lo único que se puede pedir a las personas que están en una relación antinatural es que se conviertan y se conformen a la Palabra de Dios.

Con el Catecismo de la Iglesia Católica (2358-2359), podemos aclarar más diciendo: «Un número significativo de hombres y mujeres exhiben tendencias homosexuales fundamentales. Esta propensión, objetivamente desordenada, constituye un desafío para la mayoría de ellos. Deben ser recibidos con respeto, compasión y sensibilidad. Se evitará cualquier forma de discriminación injusta contra ellos. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en sus vidas, y si son cristianos, a unir con el sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que puedan encontrar por su condición. Los homosexuales están llamados a la castidad. Mediante las virtudes de la maestría, que educan la libertad interior, a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, mediante la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse, gradual y decididamente, a la perfección cristiana. »

Como recordó Benedicto XVI, «como seres humanos, las personas homosexuales merecen respeto (…); no deben ser rechazados por esto. El respeto al ser humano es absolutamente fundamental y decisivo. Pero eso no significa que la homosexualidad sea correcta. Sigue siendo algo radicalmente opuesto a la esencia misma de lo que Dios quería originalmente. »

La Palabra de Dios transmitida por la Sagrada Escritura y la Tradición es, por tanto, el único fundamento sólido, el único fundamento de verdad sobre el que cada Conferencia Episcopal debe poder construir una pastoral de misericordia y de verdad hacia las personas homosexuales. El Catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece una poderosa síntesis, responde al deseo del Concilio Vaticano II «de llevar a todos los hombres, por el resplandor de la verdad del Evangelio, a buscar y recibir el amor de Cristo que está sobre todo . » [4]

Debo agradecer a las Conferencias Episcopales que ya han hecho esta obra de verdad, en particular a las de Camerún, Chad, Nigeria, etc., cuyas decisiones y firme oposición a la Declaración «Fiducia supplicans» comparto y apoyo. Debemos alentar a otras Conferencias Episcopales nacionales o regionales y a cada obispo a hacer lo mismo. Al hacerlo, no nos oponemos al Papa Francisco, pero nos oponemos firme y radicalmente a una herejía que socava gravemente a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, porque es contraria a la fe y la Tradición católicas.

Benedicto XVI señaló que «la noción de «matrimonio homosexual» está en contradicción con todas las culturas de la humanidad que se han sucedido hasta el día de hoy y, por lo tanto, significa una revolución cultural que se opone a toda la tradición de la humanidad hasta ese día «. Creo que la Iglesia africana es muy consciente de ello. No olvida la misión esencial que le confiaron los últimos Papas. El Papa Pablo VI, dirigiéndose a los obispos africanos reunidos en Kampala en 1969, declaró: «Nova Patria Christi África: la nueva patria de Cristo es África». El Papa Benedicto XVI ha confiado en dos ocasiones a África una enorme misión: la de ser el pulmón espiritual de la humanidad por las increíbles riquezas humanas y espirituales de sus hijos y de sus culturas. Dijo en su homilía del 4 de octubre de 2009: «África representa un inmenso «pulmón» espiritual para una humanidad que parece estar en crisis de fe y de esperanza. Pero este «pulmón» también puede enfermarse. Y, en este momento, lo atacan al menos dos patologías peligrosas: sobre todo, una enfermedad ya extendida en el mundo occidental, a saber, el materialismo práctico, asociado al pensamiento relativista y nihilista […] El llamado «primer» mundo a veces ha exportó y continúa exportando desechos espirituales tóxicos que contaminan a las poblaciones de otros continentes, incluidas las poblaciones africanas» [5].

Juan Pablo II recordó a los africanos que deben participar del sufrimiento y de la Pasión de Cristo por la salvación de la humanidad, «porque el nombre de cada africano está inscrito en las Palmas de Cristo crucificado» [6].

Su misión providencial hoy tal vez sea recordar a Occidente que el hombre no es nada sin la mujer, la mujer no es nada sin el hombre y ambos no son nada sin este tercer elemento que es el niño. San Pablo VI había subrayado «la aportación insustituible de los valores tradicionales de este continente: la visión espiritual de la vida, el respeto a la dignidad humana, el sentido de familia y de comunidad» («Africae terrarum» 8-12). La Iglesia en África vive de esta herencia. Por causa de Cristo y por la fidelidad a su enseñanza y a su lección de vida, le resulta imposible aceptar ideologías inhumanas promovidas por un Occidente descristianizado y decadente.

África tiene una gran conciencia del necesario respeto por la naturaleza creada por Dios. No se trata de apertura de miras y progreso social como afirman los medios occidentales. Se trata de saber si nuestros cuerpos sexuales son el don de la sabiduría del Creador o una realidad sin sentido, incluso artificial. Pero aquí nuevamente Benedicto XVI nos advierte: «Cuando renunciamos a la idea de creación, renunciamos a la grandeza del hombre. » La Iglesia de África defendió con fuerza en el último sínodo la dignidad del hombre y de la mujer creados por Dios. Su voz es a menudo ignorada, despreciada o considerada excesiva por aquellos cuya única obsesión es complacer a los lobbies occidentales.

La Iglesia de África es la voz de los pobres, los sencillos y los pequeños. Pero «la necedad de Dios es más sabia que los hombres» (1 Cor 1,25). Por tanto, no sorprende que los obispos de África, en su pobreza, sean hoy heraldos de esta verdad divina frente al poder y la riqueza de ciertos episcopados de Occidente. Porque «todo lo que hay de necio en el mundo, esto es lo que Dios ha elegido para confundir a los sabios; Dios ha elegido lo débil del mundo para avergonzar a lo fuerte. Lo que en el mundo no tiene nacimiento y lo que es despreciado, esto es lo que Dios ha elegido; lo que no es, esto es lo que Dios ha escogido, para reducir a nada lo que es, para que nadie se jacte delante de Dios» (1 Cor 1, 27-28). Pero ¿nos atreveremos a escucharlos durante la próxima sesión del Sínodo sobre la sinodalidad? ¿O deberíamos creer que, a pesar de las promesas de escucha y respeto, sus advertencias serán ignoradas como vemos hoy? «Cuidado con los hombres» (Mt 10,22), dice el Señor Jesús, porque toda esta confusión, suscitada por la Declaración «Fiducia supplicans», podría reaparecer bajo otras formulaciones más sutiles y más ocultas en la segunda sesión del Sínodo sobre la sinodalidad. , en 2024, o en el texto de quienes ayudan al Santo Padre a redactar la Exhortación Apostólica postsinodal. ¿No tentó Satanás al Señor Jesús tres veces? Habrá que estar atentos a las manipulaciones y proyectos que algunos ya están preparando para esta próxima sesión del Sínodo.

Cada sucesor de los apóstoles debe atreverse a tomar en serio las palabras de Jesús: «Que vuestra palabra sea sí si es sí, no si es no. Todo lo que se añade, procede del Mal» (Mt 5,35). El Catecismo de la Iglesia Católica nos da el ejemplo de una palabra tan clara, tajante y valiente. Cualquier otro camino sería inevitablemente truncado, ambiguo y engañoso. Actualmente escuchamos tantos discursos tan sutiles y eludidos que acaban cayendo bajo esta maldición pronunciada por Jesús: «Todo lo demás viene del Malo». Inventamos nuevos significados para las palabras, contradecimos, falsificamos la Escritura al pretender ser fieles a ella. Terminamos por dejar de servir a la verdad.

Así que no me dejen caer en vanas objeciones sobre el significado de la palabra bendición. Es obvio que podemos orar por el pecador, es obvio que podemos pedir a Dios su conversión. Es obvio que podemos bendecir al hombre que, poco a poco, se dirige a Dios para pedir humildemente una gracia de cambio verdadero y radical en su vida. La oración de la Iglesia no es rechazada a nadie. Pero nunca se puede abusar de él para convertirlo en una legitimación del pecado, de la estructura del pecado, o incluso de la ocasión inminente del pecado. El corazón contrito y arrepentido, aunque esté todavía lejos de la santidad, debe ser bendito. Pero recordemos que, ante el rechazo de la conversión y la dureza, de boca de san Pablo no sale ninguna palabra de bendición sino esta advertencia: «Con el corazón endurecido, que no quiere convertirse, acumulas ira contra ti. para aquel día de ira, en el que se revelará el justo juicio de Dios, el cual recompensará a cada uno según sus obras» (Romanos 2:5-6).

A nosotros nos corresponde ser fieles a aquel que nos dijo: «Para esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz» (Juan 18:37). Nos corresponde a nosotros, como obispos, como sacerdotes y como bautizados, dar testimonio a nuestra vez de la verdad. Si no nos atrevemos a ser fieles a la palabra de Dios, no sólo lo traicionamos a Él, sino que también traicionamos a aquellos con quienes hablamos. La libertad que tenemos para brindar a las personas en uniones del mismo sexo radica en la verdad de la palabra de Dios. ¿Cómo atrevernos a hacerles creer que sería bueno y querido por Dios que permanecieran en la prisión de su pecado? «Si permanecéis fieles a mi palabra, sois verdaderamente mis discípulos, entonces conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Juan 8, 31-32).

Así que no tengamos miedo si el mundo no nos comprende y aprueba. Jesús nos dijo: «el mundo me aborrece, porque doy testimonio de que sus obras son malas» (Juan 7:7). Sólo aquellos que pertenecen a la verdad pueden oír su voz. No nos corresponde a nosotros ser aprobados y unánimes.

Recordemos la grave advertencia del Papa Francisco en el umbral de su pontificado: «Podemos caminar como queramos, podemos construir muchas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, está mal. Nos convertiremos en una ONG humanitaria, pero no en la Iglesia, Esposa del Señor… Cuando no construimos sobre las piedras, ¿qué pasa? Pasa lo que les pasa a los niños en la playa cuando hacen castillos de arena, todo se derrumba, es insustancial. Cuando no confesamos a Jesucristo, me viene la frase de Léon Bloy: «Quien no reza al Señor, reza al diablo». Cuando no confesamos a Jesucristo, confesamos la mundanalidad del diablo, la mundanalidad del diablo» (14 de marzo de 2013).

Una palabra de Cristo nos juzgará: «El que es de Dios escucha las palabras de Dios. Y vosotros, si no escucháis, es porque no sois de Dios» (Juan 8, 47).

Cardenal Robert Sarah, prefecto emérito del Dicasterio para el Culto Divino y la Disciplina de los sacramentos

6 de enero del 2024, fiesta de la Epifanía del Señor


[1] Juan Pablo II, Mensaje para el Día Internacional de la Paz, 1 de enero de 1980.

[2] Papa Francisco, Ángelus del 26 de febrero de 2023.

[3] Ángelus del 26 de febrero de 2023

[4] Juan Pablo II, Constitución Apostólica «Fidei depositum».

[5] Benedicto XVI, Homilía pronunciada en la apertura de la II Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, 4 de octubre de 2009. Utilizará la misma expresión «África, pulmón espiritual de la humanidad» en «Africae munus», n. . 13.

[6] Juan Pablo II, «Ecclesia in Africa», n. 143.

CALENDARIO LITÚRGICO TRADICIONAL 2024 (Digital)

Como es costumbre desde 2010, la comunidad de Una Voce Sevilla, con ocasión de la Epifanía del Señor, pone a disposición de forma gratuita a nuestros lectores el calendario litúrgico del rito Romano tradicional en formato pdf correspondiente al año del Señor que acaba de comenzar.

En esta ocasión, hemos querido dedicar la portada a los padres de los sacerdotes, con un óleo sobre lienzo del pintor español José Alcázar Tejedor titulado: «Padres del celebrante después de la primera Misa». Padres que son bendecidos por el recién ordenado tras la finalización de esa Misa.

Corresponde al Calendario Romano General, en latín, extraído del más amplio y completo que ha publicado la Federación Internacional Una Voce en su web, para que pueda ser consultado y usado por los sacerdotes y seglares que celebran o asisten, respectivamente, a la Santa Misa tradicional o rezan el Breviarium Romanum en cualquier parte del mundo, aunque nos hemos permitido indicar al pie de cada mes, junto a las antífonas de la Santísima Virgen, las variaciones correspondiente al calendario común para todas las diócesis de España.

FELIZ Y SANTA NATIVIDAD DEL SEÑOR 2023

UNA VOCE SEVILLA LES DESEA UNAS FELICES Y SANTAS PASCUAS DE LA NATIVIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

SEVILLA: CONFERENCIA´REINARÉ EN ESPAÑA. LA GRAN PROMESA´

POR EL RVDO. D. ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO, DEÁN DE LA CATEDRAL DE CORIA (CÁCERES)

Sábado 16 de diciembre. 12:30 h.

Sede Social de Una Voce Sevilla y el Grupo Joven Sursum Corda

EL ORIGEN DE LA FEDERACIÓN INTERNACIONAL UNA VOCE Y SU RAMA ESPAÑOLA

Con ocasión del XIX aniversario de la fundación de la Asociación Una Voce Sevilla, traemos a colación un interesante artículo del P. don José Jiménez Delgado, CMF, Catedrático de Filología Latina de la Universidad Pontificia de Salamanca. Escrito en el año 1967 -dos años después de la finalización del Concilio Vaticano II- y titulado: LA FEDERACIÓN INTERNACIONAL «UNA VOCE». Origen y sus causas. Creación de la rama española. Artículo que se encuentra insertado en la web del Ministerio de Educación y Formación Profesional, pues fue publicado en el número LXV de la Revista de Educación, sección de información extranjera.

En el artículo podemos comprobar que la Federación Internacional «Una Voce», tuvo su origen como un movimiento a nivel internacional formado por laicos, para la salvaguarda salvaguarda del latín y el canto gregoriano en la liturgia católica, ante las previsiones poco esperanzadoras que se iban produciendo en la práctica litúrgica del postconcilio.

Por otro lado, queda constado, haciendo referencia a un artículo que se publicó en el Diario ABC, que el 07 de abril de 1967 -se adjunta- se funda en Madrid la rama española de la Federación Internacional «Una Voce», que al día de hoy, después de varias refundaciones, continúa con la denominación de UNA VOCE ESPAÑA. Entre los firmantes se encuentran: conde de los Andes, Julio Calonge, Manuel C. Díaz y Díaz, Luis Díez del Corral, Manuel Irnández-Galiano, Rafael Gambra, Antonio García Pérez, Alfonso García -Valdecasas, Mariano Guirao, José barras, Antonio Linaje Conde, Sebastián Mariner, Antonio Millán Puelles, Manuel Millán Senmartí, Leopoldo Eulogio Palacios, Dacio Rodriguez Lesmes, Dalmiro de la Válgoma, Juan Vallet de Goytisolo y Eugenio Vagas Latapíé.

Nuestro especial agradecimiento a todos ellos, pues fueron en nuestra patria los precursores de la defensa y promoción de la liturgia tradicional, tan denostada en estos momentos.

CONFERENCIA DE MONS. SCHNEIDER EN ROMA: «EL PRINCIPIO DE LA TRADICIÓN EN LA VIDA LITÚRGICA DE LA IGLESIA»

A continuación, le ofrecemos el vídeo -subtitulado- y texto en españo de la interesantísima conferencia pronunciada por el obispo Athanasius Schneider el pasado 27 de noviembre de 2023 en Roma con ocasión del Encuentro de Pax Liturgica celebrado durante la Peregrinación anual «Populo Summorum Pontificum»

XII PEREGRINACIÓN INTERNACIONAL SUMMORUM PONTIFICUM A ROMA

Con ocasión de la festividad de Cristo Rey, los días 27, 28 y 29 de octubre de 2023 se celebró en Roma la PEREGRINATIO AD PETRI SEDEM, que se organiza anualmente desde 2012 por los representantes del “ Populus Summorum Pontificum”, reuniendo a fieles laicos, sacerdotes y religiosos de todo el mundo, con el propósito de tomar parte en la nueva evangelización en torno al rito Romano tradicional, la misa en latín y gregoriana celebrada según la última edición del misal tridentino, publicada en 1962 por Juan XXIII.

Durante tres días de peregrinación, los cientos de participantes venidos de muchas partes del mundo han testimoniado la eterna juventud de la liturgia tradicional. A la Peregrinación, como es costumbre, ha acudido una representación de España, entre ellos, miembros de Una Voce Sevilla, quienes han podido dar testimonio de lo vivido a través de los vídeos publicados en nuestro canal de YouTube: VER AQUÍ

El Viernes, los peregrinos se reunieron en la Basílica de Santa María de los Mártires (Panteón), para asistir a Vísperas solemnes celebradas por el obispo Athanasius Schneider. Previamente, y antes de comenzar la Peregrinación, se desarrollaron varias conferencias muy interesantes organizadas por Paix Liturgica, en la que participó, entre otros, Mons. Athanasius Schneider y que pueden visualizar en el siguiente: ENLACE

El Sábado, después de un tiempo de adoración eucarística, una procesión con una multitud de peregrinos recorrió las calles del centro de Roma hasta la Basílica de San Pedro, para allí venerar y rezar ante la tumba de San Pedro. Este año, se ha prohibido la celebración de la Misa tradicional a su llegada, si bien se rezó de forma solemne el oficio de sexta en el altar de la Cátedra de la Basílica vaticana.

La peregrinación concluyó el Domingo, fiesta de Cristo Rey, con una Misa tradicional solemne en la iglesia de la Santissima Trinità dei Pellegrini, Parroquia Personal para la liturgia tradicional en Roma (FSSP), celebrada por Monseñor Guido Pozzo, y otra Misa celebrada en la Basílica menor de San Celso y San Julián (ICRSS) por Mons. Athanasius Schneider.

A continuación, un bellísimo vídeo sobre la Peregrinación Summorum Pontificum: