ARTÍCULO: «SI VAS A MISA PORQUE ES BUENO PARA TI, NO TE SERÁ ÚTIL»

A continuación recomendamos a nuestros queridos lectores, un destacado artículo de Anthony Esolen en Crisis Magazine que aborda el papel primordial de la alabanza en la liturgia católica, por definición teocéntrica, publicado en español por la web católica Religión en libertad hace unos meses.

 

La liturgia, según Dietrich von Hildebrand: «si vas a misa porque es bueno para ti, no te será útil»

La influencia de Dietrich von Hildebrand (1889-1977) en el pensamiento católico del siglo XX se prolonga más allá de esa centuria. Filósofo y teólogo que centró su visión del mundo en la relación del hombre con Dios, siempre consideró la liturgia como el lugar definitorio de ese encuentro.

 

Dietrich von Hildebrand, uno de los grandes maestros del pensamiento católico en el siglo XX.

Sobre la adecuada disposición del hombre hacia Dios durante la misa
A todo el que le llegue a sus manos la obra de Dietrich von Hildebrand Liturgia y personalidad y piense que es un manual sobre cómo imbuir la liturgia con la propia personalidad, o sobre cómo no hacerlo, encontrará que esta obra es sorprendentemente inquietante y saludable. En primer lugar, es metafísica: no podemos discutir la relación entre liturgia y personalidad hasta que hayamos identificado, ante todo, qué significa poseer una personalidad.

Los Cuadernos Phase del Centro de Pastoral Litúrgica de Barcelona publicaron en 2013 algunos capítulos de Liturgia y personalidad, cuya edición completa publicó la editorial Fax en 1966.
La personalidad no es peculiaridad, o patología, o incluso la posesión de asombrosos dones naturales, como los que marcaron la genialidad de Goethe o Beethoven. «Una personalidad en el verdadero sentido de la palabra», escribe Hildebrand, «es el hombre que se eleva sobre la media sólo porque es la encarnación de las actitudes humanas clásicas, porque su conocimiento es más profundo y original que el del hombre medio, porque ama de manera más profunda y auténtica, porque su fuerza moral es más clara y correcta que la de los otros, porque hace un uso total de su libertad; en una palabra, es el hombre completo, profundo y verdadero«. No es una cuestión sólo de comportamiento, como por ejemplo, la compasión de Cicerón o la sobria melancolía de Séneca. Debemos recordar las palabras de Jesús: quien quiera salvar su vida, la perderá.

No es una condición impuesta al hombre extrínsecamente. Es una ley intrínseca del ser contingente. Cuando aceptamos nuestra total dependencia de Dios y le dirigimos, a Él y a sus obras, las alabanzas que son debidas, entonces, en este olvido de nuestro yo, en esta salida de la prisión del propio ego, de las «inhibiciones, infantilismos y represiones» del hombre medio, nos acercamos al Creador. La alabanza es la respuesta justa y la participación más fiel en el poder, la sabiduría y el amor de Dios. Dios envía su Espíritu, como dice el salmista, y son creados: la creación es, si se me permite utilizar la analogía, una sobreabundancia de olvido de nuestro yo, en Dios.

La verdadera personalidad, que Hildebrand ve en hombres como San Francisco o San Agustín incluso antes de sus conversiones, contempla el valor objetivo en cada cosa y, en la plenitud del propio corazón, responde en consecuencia. El arroyo que se filtra entre las rocas no es, para él, una oportunidad para hacer bonitas fotografías, sino una misteriosa fuente de melodía: su corazón grita «¡Qué bello es que tú existas!».

Y aquí la liturgia empieza nuestra instrucción, conformándonos a la altura total de Cristo. Es demasiado fácil para el hombre que está ante el arroyo seguir su camino, pensar que ése es sólo un riachuelo sin consecuencias. No es así con la liturgia, porque en ella encontramos no sólo lo que no hemos hecho, sino a Dios que nos ha hecho a nosotros y que nos ha dado la liturgia como forma y consumación de nuestra alabanza.

Misa Mayor en un pueblo pesquero del Zuiderzee (Holanda), en un cuadro del pintor inglés George Clausen (1852-1944).

 

En otras palabras, la liturgia nos saca de nosotros mismos. No empezamos nosotros esta transformación de manera directa, dice Hildebrand. Esto sería una contradicción. No podemos olvidarnos de nosotros mismos mientras medimos diligentemente nuestro progreso espiritual. No participamos en la liturgia por la experiencia: el embeleso llega «de una manera totalmente gratuita». La actitud adecuada del hombre transformado por la liturgia «es la del amor que está completamente dirigido hacia su objeto, un amor que en su verdadera esencia es una pura respuesta al valor, que existe sólo como respuesta al valor del amado». Si Dante hubiera dicho: «Creo que voy a enamorarme de esta chica, Beatriz, porque ella me hará escribir gran poesía», hubiera acabado siendo uno de los muchos poetas petulantes que existen, y no hubiera escrito su Divina Comedia. Hildebrand insiste acerca de la necesidad del amor. Si decimos: «Debo asistir a esta misa porque será bueno para mí», no será de ninguna utilidad. Sería como intentar obtener el amor de una mujer mirando en un espejo.

«La liturgia», dice Hildebrand, «es Cristo rezando«. Entonces, ser transformado por la liturgia es ser transformado en Cristo, algo que el filósofo dice es la vocación de todo ser humano. Esto significa una transformación en Aquel que, como dijo el Papa Benedicto, fue todo don: todo ser-para, en obediencia al Padre y por amor al hombre. Mas observen la paradoja de la que el mundo no se apercibe. César Augusto, astuto, moralista e implacable, pensaba de él mismo que tenía personalidad y, sin embargo, ¡qué aspecto más soso y vacío tienen sus monumentos conmemorativos, corroídos por la arena, en comparación con la simple conmemoración de la Última Cena de Cristo en una pequeña iglesia rural en las colinas de Italia o en la cabaña de bambú de la jungla de Timor!

Y así debe ser, porque «cuanto más el hombre se convierte en ‘otro Cristo’, más se da cuenta del irrepetible pensamiento original de Dios que Él encarna«. Cuando imitamos a otro hombre, observa Hildebrand, acabamos siendo serviles y perdemos nuestra individualidad; pero cuando imitamos a Cristo, imitamos a Aquel en el que está contenida toda la humanidad y la plenitud de la divinidad.

Esto explica la brusca y, a la vez, dulce personalidad de los santos, quienes han sido plenamente transformados en Cristo. Consideren los toques precisos que conforman la singularidad de los santos y santas representados en el Juicio Final de Fra Angelico: con la precisión de un ilustrador trabajando en los más pequeños detalles de un manuscrito, el pintor retrata el amable semblante del Papa Gregorio Magno, la pasión de San Francisco, la juguetona inocencia de los niños santos. El mundo sabe algo del «genio puramente natural», pero incluso un hombre con dones modestos, con una capacidad natural sencilla de maravillarse ante la grandeza de una hermosa obra de arte o de la naturaleza, se distinguirá de ese hombre de genio al ser transformado en Cristo.

                                                                                          Juicio Final de Fra Angelico (c. 1395-1455), actualmente en el museo San Marcos de Florencia.

 

Hildebrand recuerda al humilde Cura de Ars, San Juan María Vianney, a quien llamar hombre importante es «revelar una total falta de comprensión del mundo de lo sobrenatural». El santo, patrono de los que tienen dificultades en sus estudios, nunca esculpió un David o compuso un Fausto. Y, sin embargo, «el hombre medio, con sus pequeñas limitaciones, está más lejos del mundo del santo más simple… de lo que lo está del rico mundo intelectual de un Goethe».

Los santos moran en un mundo de colores tan brillantes que hacen que el genio natural parezca gris en comparación. ¿Cómo entrar en ese mundo? Olvídense de entrar en él y déjense guiar por la liturgia, pensando sólo en la belleza del Amado.

Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).

ARTÍCULO: «SOBRE LA PRIORIDAD DE LA RELIGIÓN Y LA ADORACIÓN RESPECTO DE LA COMUNIÓN» (EN LA MISA TRADICIONAL)

De nuevo damos a conocer a nuestros lectores otro excelente artículo del profesor de Teología y Filosofía estadounidense Peter Kwasniewski, traducido y publicado en español por la web Magnificat de la asociación hermana Una Voce Chile , en la que pone de relieve cómo en la Misa tradicional el carácter sacrificial del acto de culto -religión y adoración- es principal frente al carácter de banquete o acontecimiento social que prevalece en la celebración de la Misa según el Misal de Pablo VI.

Sobre la prioridad de la religión y la adoración respecto de la comunión

Una vez más, y siguiendo con el artículo anterior que les hemos ofrecido, el Prof. Peter Kwasniewski, bien conocido de nuestros lectores, nos recuerda la importancia de poner las cosas en su debido lugar. En este caso se refiere a la prioridad que tiene la virtud de la religión y la adoración respecto de la comunión en la Santa Misa, la cual muchas veces tiende a olvidarse, diluyendo el Sacrifico eucarístico en una cena comunitaria o en un acto de oración del Pueblo de Dios que se reúne en torno a sí. El artículo fue publicado originalmente en inglés por el sitio New Liturgical Movement y puede verse aquí.

(Foto: Una Voce Canada)

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Prioridad de la religión y la adoración por sobre la comunión

Peter Kwasniewski

El Concilio de Trento hizo, sobre el “verdadero y singular sacrificio”, la siguiente declaración, muy famosa, encareciendo que se la enseñara a los fieles: 

El mismo Dios, pues, y Señor nuestro, aunque se había de ofrecer a sí mismo a Dios Padre una vez, por medio de la muerte en el ara de la cruz, para obrar desde ella la redención eterna, con todo, como su sacerdocio no había de acabarse con su muerte, para dejar en la última cena de la noche misma en que era entregado, a su amada esposa la Iglesia un sacrificio visible, según requiere la condición de los hombres, en el que se representase el sacrificio cruento que por una vez se había de hacer en la cruz, y permaneciese su memoria hasta el fin del mundo, y se aplicase su saludable virtud a la remisión de los pecados que cotidianamente cometemos; al mismo tiempo que se declaró sacerdote según el orden de Melchisedech, constituido para toda la eternidad, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino […] Esta es finalmente aquella oblación que se figuraba en varias semejanzas de los sacrificios en los tiempos de la ley natural y de la escrita, pues incluye todos los bienes que aquellos significaban, como consumación y perfección de todos ellos” (Sesión XXII, capítulo I).

El Concilio se refiere a continuación a los efectos de este sacrificio:

“Y por cuanto en este divino sacrificio que se hace en la Misa, se contiene y sacrifica incruentamente aquel mismo Cristo que se ofreció por una vez cruentamente en el ara de la cruz, enseña el santo Concilio que este sacrificio es con toda verdad propiciatorio, y que se logra por él que, si nos acercamos al Señor contritos y penitentes, con sincero corazón, y recta fe, con temor y reverencia, conseguiremos misericordia, y hallaremos su gracia por medio de sus oportunos auxilios […] De aquí es que no sólo se ofrece con justa razón por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles que viven, sino también, según la tradición de los Apóstoles, por los que han muerto en Cristo sin estar plenamente purgados” (Sesión XXII, capítulo 2).

Asimismo, el mismo Concilio no dudó en afirmar, contra los errores de los protestantes, la adorable Presencia Real de Nuestro Señor Jesucristo:

“En primer lugar enseña el santo Concilio, y clara y sencillamente confiesa, que después de la consagración del pan y del vino, se contiene en el saludable sacramento de la santa Eucaristía verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo las especies de aquellas cosas sensibles” (Sesión XIII, capítulo 1).

Después de declarar que la Eucaristía fue instituida no sólo como alimento espiritual sino también como memorial de las riquezas del divino amor de Cristo, para que pudiéramos venerar Su memoria y anunciar su Muerte hasta que venga a juzgar al mundo, los Padres prosiguen:

“No queda, pues, motivo alguno de duda de que todos los fieles cristianos hayan de venerar a este santísimo Sacramento, y prestarle, según la costumbre siempre recibida en la Iglesia católica, el culto de latría que se debe al mismo Dios. Ni se le debe tributar menos adoración con el pretexto de que fue instituido por Cristo nuestro Señor para recibirlo; pues creemos que está presente en él aquel mismo Dios de quien el Padre Eterno, introduciéndole en el mundo, dice: Adórenle todos los Ángeles de Dios; el mismo a quien los Magos postrados adoraron; y quien finalmente, según el testimonio de la Escritura, fue adorado por los Apóstoles en Galilea” (Sesión XIII, capítulo 5).

Es del modo de celebrar la Misa que se había desarrollado en Occidente mucho antes del Concilio de Trento –especialmente en lo relativo al Canon en silencio y a las elevaciones- que surgen estos dogmas, al mismo tiempo que lo confirman. El silencio y las elevaciones permiten que uno se conecte con los venerables misterios y los venere en sí mismos, porque son dignos de toda veneración, y porque nuestra salvación está simbolizada y resumida en ellos. De este modo se nos hace ver el propósito intrínseco de asistir a Misa, además del de recibir la comunión: se nos da en ella la oportunidad de plegarnos a la adoración celeste del Cordero, ante quien se postran los ancianos y los ángeles frente al trono, y los Magos frente al pesebre. La transubstanciación es la analogía litúrgica de la encarnación. Es una reivindicación para el Reino de Dios de un rincón del mundo material: como lo ha expresado alguien, Dios establece una cabeza de puente en la playa de un territorio enemigo, o abre para nosotros un corredor por el cual podemos ascender en espíritu hasta el Cielo. Nosotros ansiamos los atrios del Señor y le pedimos que nos conduzca a ellos, como se ruega en tantas oraciones de poscomunión.

Cada vez que se celebra la Misa en forma de cena, versus populum, sin silencio, sin elevaciones realizadas con gravedad ni doble genuflexión, con una aclamación conmemorativa que interrumpe el acto de adoración de la fe, y con un ars celebrandi que tiene como tónica general la informalidad, estos rasgos socavan los dogmas tridentinos antes citados y debilitan el sensus fidelium. No resulta extraño que, en tales circunstancias, recibir la comunión se convierta en la culminación de la ceremonia y, en realidad, en su único objetivo, de modo que si uno no la recibe, queda “excluido”. Si no se comulga, ¿para qué ir a Misa?

En cambio, si el centro focal es el ofrecimiento hecho por el sacerdote del santo sacrificio, como un acto propio de la virtud de la religión –dar a Dios, en justicia, el recto culto que se le debe, que todo ser humano le debe eternamente, cualquiera sea su estado o condición-, entonces todos y cada uno tienen un motivo profundo, obligatorio, ineludible para ir a Misa. De hecho, la Misa es el único modo por el cual podemos satisfacer nuestra deuda con Dios de ofrecerle un culto que lo satisfaga perfectamente, incluso con independencia de si recibimos o no el alimento espiritual en la comunión. 

 (Foto: New Liturgical Movement)

Si se analiza la cuestión desde esta perspectiva, logramos comprender, al cabo, un hecho hagiográfico que puede parecernos, en un comienzo, sorprendente: el que tantos santos hayan asistido a Misa dos o más veces al día, a menudo sin comulgar. Santo Tomás de Aquino celebraba una Misa que era ayudada por su secretario Reginaldo y, a continuación, cambiaban los papeles y Tomás ayudaba la Misa de Reginaldo. San Luis Rey oía Misa dos veces al día. Este modo de actuar se hace perfectamente comprensible a la luz de los dogmas tridentinos. Puesto que la Misa es un verdadero y adecuado sacrificio que, por sí mismo, agrada infinitamente a Dios, asistir a ella y unirse con un homenaje interior al que presta el sacerdote, es un acto perfecto de la más excelente de las virtudes morales, la virtud de la religión, que honra a Dios como lo ordena el primer Mandamiento. Y puesto que el Señor Jesucristo está real, verdadera y sustancialmente presente bajo las formas de pan y de vino, somos llevados ante la sala misma del trono del Rey de Reyes y Señor de los Señores a fin de ofrecerle el acto de adoración que Él merece y Él mismo recompensa. 

Sólo por estas dos razones –ejercitar la virtud de la religión y adorar al Señor en privilegiada intimidad-, el asistir a Misa es la mejor acción que puede realizar un católico. Por cierto, hay que equilibrar las prácticas religiosas con los demás deberes que se tiene en la vida, pero si Santo Tomás, que escribió 50 volúmenes in folio, y San Luis, que gobernada un reino y peleaba en las Cruzadas, encontraron el tiempo suficiente para oír dos Misas al día, es muy difícil encontrar excusas para no asistir a una Misa al día (suponiendo que tengamos a nuestra disposición una Misa verdaderamente devota y reverente, cosa con que, por desgracia, no se puede contar siempre hoy). Y todo esto al margen de considerar todavía aquel acto, el más maravilloso y benévolo de la condescendencia divina, por el cual se nos permite y, más todavía, se nos invita, si estamos rectamente preparados, a aproximarnos con temor y temblor al altar del “sacrificio total y último” y a tomar parte de los misterios santísimos y vivificantes de Cristo, de la carne y sangre de Dios. 

Sobre todo en estos confusos tiempos que vivimos, parece de vital importancia no tergiversar el orden inherente de estos elementos, ni ponerlos cabeza abajo, ni confundirlos.

  1. La Misa es el primer acto en que, por medio del sacrificio de Cristo, rendimos, como es nuestro deber, culto a Dios Uno y Trino por ser Él quien es, porque es digno de Él y porque nos infligimos un daño si no enderezamos hacia Él nuestras mentes y nuestros corazones[1].  Como dice Santo Tomás, ofendemos a Dios con nuestros pecados no porque le causemos un daño a Él sino porque dañamos a la criatura racional, que Él ama (es decir, a aquélla cuyo bien Él quiere). Este culto comprende los actos asociados con el ofrecimiento de la Misa, es decir, adoración, contrición, súplica, acción de gracias y alabanza, cada uno de los cuales tiene aspectos interiores y exteriores, como lo explica Santo Tomás en la Secunda Secundae de la Suma.
  1. Debido a que la Misa es el augusto sacrificio de Cristo, nos pone en la presencia misma del divino Redentor, “el Cordero que fue degollado”, quien “es digno de recibir el poder, la divinidad, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la bendición” (Ap. 5, 12). Es por esto que San Agustín dice que antes de recibir, debemos adorar: pecaríamos si no adoráramos[2].
  1. La Misa, en tercer lugar, es el banquete sacrificial del Cordero, en que participamos de su carne y de su sangre para nuestra santificación y salvación, siempre que no estemos conscientes de algún pecado mortal no confesado, el cual implica vivir en un estado de vida que la ley divina no permite.
  1. A continuación, muy en cuarto lugar, se podría hablar de la Misa como un acontecimiento social en que el pueblo de Dios se presenta como tal pueblo, en el que la unidad de la Iglesia se representa y realiza, y en que se satisface algunas de nuestras necesidades como entes sociales.

Pero lo que hemos venido viendo en los últimos cincuenta años es precisamente la inversión de estos cuatro elementos, de modo que se pone en primer lugar la Misa como acontecimiento social; comulgar es puesto en segundo lugar; la idea de adoración es puesta, en sordina, en tercer lugar, y la noción de la Misa como sacrificio propiciatorio e impetratorio es puesta tan lejos que se hace ininteligible.

A la luz de esta total inversión podríamos considerar de nuevo la provocativa propuesta de Joseph Ratzinger de un “ayuno eucarístico”: ¿no existen, acaso, ocasiones en que, para evitar el sutil peligro de recibir el sacramento como algo obvio o de recibirlo para solidarizar con los demás, debiéramos abstenernos de comulgar, aun pudiendo hacerlo? ¿No debiéramos en algunas ocasiones intensificar nuestra hambre eucarística y obligarnos, así, a vencer la rutina, y la distracción y la trivialización? No debiera entenderse esto en contradicción con la recomendación de la comunión frecuente hecha por Pío X, ni tampoco con el hecho de que la Eucaristía se instituyó como alimento espiritual para nosotros: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre está en Mí y Yo en él”; “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”. Como regla general, quienes están debidamente preparados, debieran comulgar: los sedientos en el desierto deben beber el agua que se les da. Ratzinger, sin duda, estaría de acuerdo con esto.

El punto central que sostenemos aquí es que existen varios misterios esencialmente relacionados con el santo sacrificio de la Misa y que ellos, tal como han sido definidos con máxima claridad por el Concilio de Trento, debieran configurar nuestra comprensión de la naturaleza de la sagrada liturgia y de nuestra participación en ella. Existe un nexus mysteriorum, una red de misterios en que se iluminan unos a otros y en que hay una interdependencia entre ellos, según cierto orden[3]. La forma de la liturgia y el ars celebrandi del celebrante o bien reflejarán y ampliarán fielmente estos misterios, en beneficio del pueblo cristiano, o bien introducirán concepciones equivocadas, distracciones, obstáculos e incluso errores a su respecto, lo cual tendrá dañinas consecuencias para toda la Iglesia militante.

[1] Es falso decir que la Misa es, ante todo, una comida, o que es una comida y un sacrificio al mismo nivel. Es, más bien, un sacrificio en el que se nos permite participar de la víctima, tal como en el Antiguo Testamento existieron sacrificios de los que los sacerdotes podían comer. Una comida en sí misma no es un sacrificio, pero un sacrificio sí puede ser comida. Esta es la razón por la que la Misa no es una actualización de la Ultima Cena, como creen muchos protestantes (y muchos católicos no instruidos), sino un hacer presente la oblación del Hijo de Dios en la Cruz el Viernes Santo. Por esto es que es no solamente engañoso sino incluso herético el enfatizar la mesa del Cuerpo y de la Sangre de Cristo tanto, o incluso más, que el altar sobre el cual esta víctima es sacrificada sacramentalmente, y celebrar la liturgia de un modo tal que el elemento cena toma precedencia sobre el elemento oblación. Es por una buena razón que el Concilio de Trento, cuando define la Misa, la llama reiteradamente sacrificio antes de referirse al uso que hacen de él los hombres como alimento y remedio. 
[2] Enarr.in Ps. 98:9 (CCSL 39:1385).

[3] El método cartujo de participar en la Misa, publicado recientemente en New Liturgical Movement por Gregory DiPippo, proporciona un vívido ejemplo de este nexus mysteriorum al conducir al fiel a través de las diversas partes y oraciones de la Misa, y le muestra cómo hay que unirse a Cristo en cada una de ellas. Esto es ver toda la liturgia como un prolongado acto de comunión, incluso con anticipación a aproximarse al altar para recibir la hostia.

AVISO: MISA TRADICIONAL MIERCOLES DE CENIZA EN SEVILLA

Nos es grato informarles que el próximo día 14 de febrero, Miércoles de Ceniza, -D.m.- se oficiará la Santa Misa y se impondrá la ceniza según el rito romano tradicional, a las 8 de la tarde, en el Oratorio Escuela de Cristo de Sevilla, sito en el Barrio de Santa Cruz.

 

Se recuerda la obligación de guardar ayuno y abstinencia en este día de penitencia según la disciplina vigente.

 

UNA VOCE SEVILLA

 

ARTÍCULO: «¿TENDRÍAN LA GENTILEZA DE DEVOLVERNOS LOS SAGRARIOS?»

El blog EL BÚHO ESCRUTADOR ha traducido al español un interesante artículo del escritor y comunicador italiano Aldo Maria Valli, que versa sobre la importancia que tiene para la fe de los fieles la centralidad del Sagrario o Tabernáculo en nuestras iglesias. Las columnas de Valli suelen estar salpicadas de una sutil ironía, encierran intuiciones profundas y contienen una saludable dosis de sentido común. Esta mezcla las vuelve particularmente atractivas y sugerentes para el lector.

A continuación el citado artículo:

 

POR FAVOR, DEVUÉLVANNOS LOS TABERNÁCULOS

Aldo Maria Valli

 

«No sé si os sucede también a vosotros. Cuando entro en una iglesia, cada vez me cuesta más encontrar dónde está el sagrario. Tengo que buscarlo, como en una búsqueda del tesoro. Y a veces no me parece justo.

Así como la imaginación de los arquitectos se entrega a diseñar y edificar iglesias que parecen cualquier cosa menos iglesias católicas (pueden estar muy bien como espacios deportivos o como salas protestantes, pero no como lugares de culto católicos), del mismo modo los diseñadores de interiores, presos de un deseo incontrolable de novedad y cambio, mueven el tabernáculo a los rincones más extraños y a veces más escondidos.

Ahora bien, soy consciente de no tener ojos de halcón. Soy miope; y cuando vengo de la luz de afuera, necesito un poco de tiempo para adaptarme a la penumbra de la iglesia. Pero por lo general no se trata de una cuestión de mala visión o escasa luminosidad. En muchas iglesias, desafortunadamente, el tabernáculo está en lugares inverosímiles, como si no fuera el dueño de la casa, como si se quisiera esconderlo como se hace con alguien de quien se está un poco avergonzado.

También me ha sucedido hoy. Entro y no veo. Está bien, me digo, serán los ojos. Miro, observo; y no lo encuentro. Es que el tabernáculo no está allí. O, al menos, no está donde debería estar. Está desplazado hacia un lado, muy lejos, sin la luz roja, escondido dentro de una especie de jaula de acero. Porque también hay que decir esto: mientras más marginado se coloca, el tabernáculo, como objeto, se vuelve más extraño y adopta formas inverosímiles y absurdas.

Conforme; después de la reforma conciliar, con el altar y el celebrante vueltos hacia la asamblea, el tabernáculo ya no puede estar más sobre la mesa. Pero, ¿queremos decirlo claramente? En el presbiterio, el tabernáculo tiene que permanecer en el centro, porque su contenido es el centro de todo. Al centro no puede estar la sede, que a veces parece un trono del celebrante. Yo no quiero adorar una silla. No, al centro tiene que estar el tabernáculo, la casa de nuestro Señor. Porque tabernáculo significa casa pequeña y el entero edificio de la iglesia, visto con atención, no es más que un lugar construido para recibir y proteger aquella pequeña casa con su contenido infinitamente grande.

Sé que en este punto personas muy expertas encontrarán el modo de explicar que «sí, pero…, está bien…, sin embargo…». No. Pido que el tabernáculo vuelva a colocarse en el centro, que sea inmediatamente identificable, que tenga su pequeña luz roja bien  clara, que le sea dado el honor que se merece. Y que el fiel no deba jugar a buscar el tesoro para descubrir dónde está. Porque cuando entras en un lugar, es el dueño de casa el que sale a tu encuentro, y no tú el que deba ponerse a buscarlo por las habitaciones.

¿Sabéis cuál es mi duda? Que quien coloca el tabernáculo en los costados no crea en el fondo que allí está la presencia real de Jesús. De lo contrario no se explica una elección semejante. Si sabes que Jesús está allí, si crees que aquella es su santa casa, te surge natural ponerlo en el centro.

Me parece oír ya la objeción: pero si tantas historias enseñan que el Señor está presente en cualquier parte del mundo y del universo, en cualquier lugar del corazón de la gente, entonces no hay necesidad de construirle una casa y exponerla. Sin embargo, sí que hay necesidad. Si creemos que allí no hay un símbolo, una recuerdito, un souvenir, sino Él mismo en persona, entonces debemos concluir que al tabernáculo le está reservada una posición central.

Alguno dirá: bien, pero disculpa un momento; cuando la cena ha terminado, la mesa se levanta, ¿por qué entonces el pan debería permanecer allí, al centro? ¿Acaso no es verdad que, terminada la comida, todo se coloca en otra parte?

Por supuesto que sí. Pero para nosotros los católicos aquello no es solo pan. Es el pan de la vida, es nuestro Señor en persona. Luego no debe colocarse en un rincón, como una sobra cualquiera.

También se suele olvidar que en cada iglesia el fiel hace un recorrido, como una verdadera y propia peregrinación, un camino espiritual cuyo clímax no es la sede del celebrante, ni siquiera el altar, ni tampoco la imagen de un santo. Es nuestro mismo Señor.

¿Y cómo no notar que esta tendencia a marginar a nuestro Señor va de la mano con la tendencia a no arrodillarse? Demasiado a menudo se ingresa a la iglesia como a un simple salón de actos, en el cual uno charla y se entretiene con los demás fieles. Sin embargo todo esto un católico no puede aceptarlo. El acto de arrodillarse refleja la disposición del espíritu. Es un acto de adoración. No se ingresa a la iglesia para encontrarse con el señor párroco o con los amigos. Uno entra para adorar a nuestro Señor. Por esta razón me enferma cuando las personas no se arrodillan en la iglesia, no hacen bien la señal de la cruz y no están en silencio, sino hablando entre ellas, formando corrillos, saludándose como si se encontraran en la calle.

Vuelvo a repetirlo: los católicos no entramos a la iglesia como si fuera un salón de actos para reuniones de la comunidad. Entramos en la casa del Señor, donde tenemos que tributarle todo nuestro respeto y toda nuestra adoración. Y si la Iglesia es la casa de Dios, todo debe estar en función de Dios que se ha hecho hombre y ha muerto y resucitado por nosotros. No debe estar en función de nosotros, los fieles que allí entramos.

Querría, por tanto,  hacer una modesta propuesta a obispos, párrocos, religiosos: por favor, devuélvannos el tabernáculo. Esté claramente visible y reconocible, en el centro del ábside. A los lados, pongamos la sede del celebrante, que es un ministro, un servidor, no el protagonista de un espectáculo. En las paredes no pongamos carteles, afiches o consignas; procuremos más bien que sean un lugar exclusivo para las imágenes sagradas, sobre todo de María y también de los santos, de tal modo que puedan sostenernos en la adoración y en la oración. Todo esto, como se lee en el «Misal Romano», debe inspirarse en una noble simplicidad y dignidad. La iglesia no es un lugar para ir acumulando objetos, imágenes, libros o artefactos varios. Y el Santísimo Sacramento, dentro del tabernáculo, sea colocado «en una parte de la iglesia de gran dignidad, eminente, bien visible, decorada con dignidad y adecuada para la oración». En el caso de que este lugar sea una capilla, que se haga de modo que también ella sea bien visible, adecuada para la adoración y la oración, estructuralmente unida al resto de la iglesia, para que no parezca como un añadido. Y junto al tabernáculo permanezca siempre encendida una lámpara (no un foco de equipo cinematográfico o de estudio televisivo, como he visto en algunos casos).

Parecen medidas de poca monta, pero no es así. Es respeto, es coherencia, es fe.

Benedicto XVI, en la exhortación postsinodal «Sacramentum Caritatis», lo explica así: es necesario que «el lugar donde se guardan las especies eucarísticas sea fácilmente reconocible, también por medio de una lámpara permanentemente encendida, a cualquiera que entre en la iglesia». Al fiel hay que ayudarle y facilitarle el descubrimiento de la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. En esto no puede ser engañado, obstaculizado, o impedido

A menos que lo que se pretenda sea engañar y obstaculizar».

Aldo Maria Valli

Texto original: www.aldomariavalli.it