Nos complace ofrecerles el texto íntegro de la bellísima y profunda homilía que pronunció Monseñor Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Astaná (Kazajistán), ante más de dos centenares de fieles, durante la Misa prelaticia tradicional o en su Forma Extraordinaria que ofició el pasado Domingo 11 de Diciembre, III de Adviento o Gaudete, en la Iglesia parroquial de Santa Cruz de Sevilla (España), y fue organizada por la Asociación Una Voce Sevilla.
La Santa Misa: nuestro divino tesoro
Queridos hermanos en Cristo: En estos momentos participamos en la obra más santa, grandiosa, maravillosa y divina de toda la creación y en toda la eternidad: el Santo Sacrificio de la Misa. En sustancia, la Santa Misa es lo mismo que el Santo Sacrificio del Gólgota.
El célebre arzobispo Fulton Sheen dijo de la Santa Misa: «Hay ciertas cosas en la vida que son demasiado bellas para olvidarse. Tal el amor de una madre. Por eso guardamos su fotografía como un tesoro. El amor de los soldados, que se sacrificaron por su patria, es igualmente demasiado hermoso para ser olvidado. Y por eso reverenciamos su recuerdo en el Día de los Caídos. Pero la más grande bendición que jamás descendió a este mundo fue la visita del Hijo de Dios en forma y en hábito de hombre. Su vida, sobre todas las vidas, es demasiado bella para olvidarse; y por eso guardamos como un tesoro la divinidad de sus Palabras en la Sagrada Escritura y la caridad de sus obras en nuestras acciones diarias. Desgraciadamente, esto es todo lo que algunas almas recuerdan: concretamente sus Palabras y sus Obras; y sin embargo, siendo tan importantes, no son la mayor característica del Salvador Divino. El acto más sublime de la historia de Cristo fue su muerte. […] Él mismo nos dijo que había venido al mundo «a dar su vida para la redención de muchos». […] Si, pues, la muerte fue el momento supremo por el que vivió Cristo, eso fue precisamente lo único de lo que Él mostró deseo de que lo recordásemos. No pidió que se consignasen por escrito sus Palabras en la Escritura; no pidió que se recordase en la historia su bondad para con los pobres; pero sí pidió que los hombres recordasen su muerte. Y para que su recuerdo no fuese una narración arbitraria por parte de los hombres, Él mismo instituyó el modo concreto como había de ser conmemorada.»
Citemos una vez más a monseñor Fulton Sheen: «Por eso la Misa es para nosotros el acto cumbre del culto cristiano. El púlpito, en el cual se repite la palabra de Nuestro Señor, no nos une con Él; el coro, en que resuenan suaves melodías, no nos aproxima más a su cruz que a sus vestiduras. Un templo sin el altar del sacrificio no existe entre los pueblos primitivos y no tiene sentido entre los cristianos. Y así, en la Iglesia Católica el altar, y no el púlpito, o el coro, o el órgano, es el centro del culto; porque en él se celebra el memorial de su Pasión. […] La misa es por esta razón el más grande acontecimiento de la humanidad, el único Acto Santo que aparta la ira de Dios de un mundo pecador, porque levanta la cruz entre el Cielo y la Tierra, renovando así el momento decisivo en que nuestra triste y trágica humanidad pasó de repente a la plenitud de la vida sobrenatural.»
Si reconocemos y creemos verdaderamente todo lo que es cada Santa Misa, cada detalle del ritual de la Misa, cada palabra, cada gesto es importante, hondamente espiritual y lleno de sentido. Ya desde el momento en que entramos en una iglesia para participar de la Santa Misa, tenemos que tratar de elevar la mente y el corazón al Gólgota y a la liturgia celestial. El beato cardenal John Henry Newman escribió: «Sólo la Iglesia Católica es bella. Entenderíais lo que digo si vierais una catedral o una iglesia en alguna de nuestras grandes ciudades. El celebrante, el diácono y el subdiácono, los acólitos con cirios, el incienso, los cantos, todo apuntando a un mismo fin, a un solo acto de culto. Notas que realmente estás adorando; todos tus sentidos, ojos, oídos, el olor, todo te dice que se está llevando a cabo un acto de culto» (en palabras de White en la novela Perder y ganar, op. cit. p. 73).
San Juan María Vianney explicó la grandeza de la Santa Misa con estas palabras tan sencillas impregnadas de una fe muy profunda: «Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras que la Santa Misa es obra de Dios. El martirio no es nada en comparación, porque es el sacrificio en el que el hombre ofrenda su vida a Dios; pero la Misa es el sacrificio en el que ofrenda al hombre su Cuerpo y su Sangre. ¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría. Dios le obedece: pronuncia dos palabras, y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia. Dios mira el altar y dice: «Ahí esta mi Hijo amado en quien me complazco«. No puede rechazar nada ante los méritos de la ofrenda de semejante Víctima. Si alguien nos dijera: «A tal hora resucitará fulano», nos apresuraríamos a ir a verlo. ¿Y acaso la Consagración, que transforma el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Dios, no es un milagro mucho mayor que resucitar a un muerto? Si conociéramos el valor del Santo Sacrificio de la Misa, o mejor, su tuviéramos fe, deberíamos asistir a él con mucho más fervor».
Cada uno de los fieles, cuando se acerca al divino Cuerpo de Cristo en el momento de la Sagrada Comunión, no sólo debe manifestar al Señor la pureza interior del alma, sino también la adoración externa del cuerpo, y saludarlo de rodillas y con actitud de humildad y de infancia espiritual, abriendo la boca y dejando que Cristo, por la mano del sacerdote que actúa en su lugar, in persona Christi, le dé de comer. La verdadera grandeza se manifiesta al empequeñecerse . San Pedro Julián Eymard dijo: «¿No tendrá Jesucristo más derecho a nuestra adoración, puesto que mayores son sus sacrificios y más profundo su abatimiento? Para Él el honor solemne, la magnificencia, la riqueza y la belleza del culto católico. Dios fijó hasta los más menudos pormenores de culto mosaico, aunque no era más que una figura. Por el culto y el honor que se rinde a Jesucristo podemos conocer la fe de un pueblo. A Jesús Eucaristía todo honor; ¡es digno de él y le tiene perfecto derecho!» (Obras eucarísticas. La Presencia Real. Madrid 1963, pp. 135,136).
Queridos hermanos, recibamos al Señor de la Eucaristía con amor, con pureza de corazón, con actitud adorante, de rodillas y humildemente, abriendo la boca para recibir en la Sagrada Forma al Santísimo, al Rey del universo. Señor, cuando te tenemos en la Eucaristía, lo tenemos todo, y nada nos faltará. Amén.
+ Athanasius Scheneider (Obispo auxiliar de Astaná – Kazajistán)