Un nuevo e interesante libro ha publicado el Cardenal Robert Sarah, prefecto de la congregación vaticana del Culto Divino, esta vez titulado: «La Fuerza del Silencio. Contra la dictadura del ruido«. En este libro el cardenal africano hace unas valientes declaraciones sobre el estado actual de la liturgia en la Iglesia que merecen una reflexión profunda, y que a continuación reproducimos:
«EL CUERPO DE JESÚS PARA TODOS, SIN DISCERNIMIENTO» (par. 205)
Hoy en día, algunos sacerdotes tratan a la Eucaristía con un desprecio absoluto. Ven la Misa como un banquete en el que se habla, en el que los cristianos fieles a la enseñanza de Jesús, los divorciados que se han vuelto a casar, los varones y las mujeres en situación de adulterio, los turistas no bautizados que participan en las celebraciones eucarísticas de las grandes multitudes anónimas pueden tener acceso, indistintamente, al Cuerpo y a la Sangre de Cristo.
La Iglesia debe examinar urgentemente la oportunidad eclesial y pastoral de estas inmensas celebraciones eucarísticas compuestas por miles y miles de participantes. Existe el gran peligro de transformar la Eucaristía, “el gran misterio de la Fe”, en una vulgar kermesse y de profanar el Cuerpo y la Sangre preciosa de Cristo. Los sacerdotes que parten las especies sagradas no conocen a nadie y dan el Cuerpo de Jesús a todos, sin distinguir entre los cristianos y los no-cristianos, participan en la profanación del Santo Sacrificio eucarístico. Los que ejercen la autoridad en la Iglesia se convierten en culpables, mediante una forma de complicidad voluntaria, al dejar que se lleve a cabo el sacrilegio y la profanación del Cuerpo de Cristo en estas gigantescas y ridículas autocelebraciones, en las que muy pocos perciben que «se anuncia la muerte del Señor, hasta que él venga» (1 Co 11, 26).
Los sacerdotes infieles a la «memoria» de Jesús ponen más énfasis en el aspecto festivo y la dimensión fraternal de la Misa que en el sacrificio sangriento de Cristo en la cruz. La importancia de las disposiciones interiores y la necesidad de reconciliarnos con Dios aceptando que nos purifiquemos por el sacramento de la confesión no están a la moda hoy en día. Cada vez más dejamos de lado la advertencia de san Pablo a los corintios: «Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga. Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo. Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y muchos débiles, y mueren no pocos» (cf. 1 Co 11, 27-30).
«MUCHOS SACERDOTES QUE ENTRAN TRIUNFALMENTE…» (par. 237)
¿Al comenzar nuestras celebraciones eucarísticas, cómo es posible eliminar a Cristo que lleva su cruz y camina con dolor bajo el peso de nuestros pecados hacia el lugar del sacrificio? Hay muchos sacerdotes que entran triunfalmente y suben al altar, saludan a ambos lados para parecer simpáticos. Observen el triste espectáculo de algunas celebraciones eucarísticas… ¿Por qué tanta ligereza y mundanidad en el momento del Santo Sacrificio? ¿Por qué tanta profanación y superficialidad frente a la extraordinaria gracia sacerdotal que nos hace capaces de hacer presente en sustancia el Cuerpo y la Sangre de Cristo a través de la invocación del Espíritu? ¿Por qué algunos se creen obligados a improvisar o inventar oraciones eucarísticas que hacen desaparecer las frases divinas en un baño de escaso fervor humano? ¿Las palabras de Cristo son insuficientes para multiplicar los términos puramente humanos? ¿En un sacrificio tan único y esencial son necesarias esas fantasías y esas creatividades subjetivas? «Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados», nos advierte Jesús (Mt 6, 7).
«VUELTOS HACIA ORIENTE» (par. 254)
No es suficiente prescribir simplemente más silencio. Para que cada uno comprenda que la liturgia nos vuelve interiormente hacia el Señor, sería beneficioso que durante las celebraciones, todos juntos – sacerdotes y fieles – estemos corporalmente vueltos hacia oriente, simbolizado por el ábside.
Esta manera de obrar resulta absolutamente legítima. Es conforme a la letra y al espíritu del Concilio. Los testimonios de los primeros siglos de la Iglesia abundan. «Cuando estamos de pie para rezar, nos volvemos hacia oriente», afirma san Agustín, haciéndose eco de una tradición que se remonta, según san Basilio, a los Apóstoles mismos. Las Iglesias fueron diseñadas para la oración de las primeras comunidades cristianas, las Constituciones apostólicas defendían en el siglo IV que ellas estuviesen orientadas hacia el este. Y cuando el altar está en el oeste, como en San Pedro de Roma, el oficiante debe volverse hacia el este y ponerse de cara al pueblo.
Esta orientación corporal de la oración no es más que el signo de una orientación interior. […] ¿El sacerdote no invita al pueblo de Dios a seguirlo al comienzo de la gran plegaria eucarística, diciendo: «Elevemos nuestros corazones», a lo que el pueblo le responde: «Los tenemos levantados hacia el Señor»?
Como prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, tengo que recordar de nuevo que la celebración «versus orientem» está autorizada por las rúbricas del Misal, pues ella proviene de la tradición apostólica. No es necesaria una autorización particular para celebrar de este modo, pueblo y sacerdote, vueltos hacia el Señor. Si materialmente no es posible celebrar «ad orientem», se debe necesariamente poner una cruz sobre el altar, bien a la vista, como punto de referencia para todos. Cristo en la cruz es el Oriente cristiano.
«SI DIOS LA QUIERE, LA REFORMA DE LA REFORMA SE HARÁ» (par. 257)
Me niego a ocupar nuestro tiempo oponiendo una liturgia a otra, o el rito de san Pío V al del bienaventurado Pablo VI. Se trata de entrar en el gran silencio de la liturgia; es necesario saber dejarse enriquecer por todas las formas litúrgicas latinas u orientales que privilegian el silencio. Sin este espíritu contemplativo, la liturgia se convertirá en ocasión de angustias odiosas y de enfrentamientos ideológicos en vez de ser el lugar de nuestra unidad y de nuestra comunión en el Señor. Éste es el momento de entrar en este silencio litúrgico, vueltos hacia el Señor, que el Concilio quiso restaurar.
Lo que voy a decir ahora no entra en contradicción con mi sumisión y mi obediencia a la autoridad suprema de la Iglesia. Deseo servir profunda y humildemente a Dios, a la Iglesia y al Santo Padre, con devoción, sinceridad y apego filial. Pero aquí está mi esperanza: si Dios la quiere, cuándo la querrá y cómo la querrá, en la liturgia se hará la reforma de la reforma. Pero a pesar del rechinar de dientes, la reforma se hará, pues en ella se juega el futuro de la Iglesia.
Dañar la liturgia es dañar nuestra relación con Dios y la expresión concreta de nuestra fe cristiana. La Palabra de Dios y la enseñanza doctrinal de la Iglesia son comprendidas todavía, pero las almas que desean volverse hacia Dios, ofrecerle el verdadero sacrificio de alabanza y adorarlo, ya no son cautivadas por liturgias demasiado horizontales, antropocéntricas y festivas, asemejadas con frecuencia a acontecimientos culturales ruidosos y vulgares. Los medios de comunicación han invadido totalmente y han transformado en espectáculo el Santo Sacrificio de la Misa, memorial de la muerte de Jesús en la cruz para la salvación de nuestras almas. El sentido del misterio desaparece por los cambios, las adaptaciones permanentes, decididos en forma autónoma e individual para seducir nuestras mentalidades modernas profanas, marcadas por el pecado, el secularismo, el relativismo y el rechazo de Dios.
En muchos países occidentales vemos que los pobres abandonan la Iglesia Católica, pues ésta ha sido tomada por asalto por personas mal intencionadas que tienen figura de intelectuales y que desprecian a los pequeños y a los pobres. He aquí lo que el Santo Padre debe denunciar con voz alta y fuerte, pues una Iglesia sin los pobres no es más la Iglesia, sino un simple «club». Actualmente, en Occidente, hay una gran cantidad de templos vacíos, cerrados, destruidos o transformados en estructuras profanas, violando su sacralidad y su destino original. A pesar de eso, conozco a muchos sacerdotes y fieles que viven su fe con un celo extraordinario y batallan cotidianamente para preservar y enriquecer las casas de Dios».
«PROCESIONES ACOMPAÑADAS CON DANZAS INTERMINABLES» (par. 266)
Hemos perdido el sentido más profundo del ofertorio. Pero éste es el momento en el que, como su nombre lo indica, el pueblo cristiano se ofrece en su totalidad, no al lado de Cristo sino en él, para su sacrificio que se realizará en la consagración. El Concilio Vaticano II ha resaltado admirablemente este aspecto, al enfatizar el sacerdocio bautismal de los laicos, sacerdocio que consiste esencialmente en ofrecernos al Padre con Cristo en el sacrificio […]
Si el ofertorio no es visto más que como una preparación de los dones, como un gesto práctico y prosaico, entonces será grande la tentación de añadir y de inventar ritos para suministrar lo que aquí es percibido como un vacío. En algunos países de África deploro las procesiones de ofrendas, largas y ruidosas, acompañadas de danzas interminables. Los fieles aportan toda clase de productos y de objetos que no tienen nada que ver con el sacrificio eucarístico. Estas procesiones dan la impresión de ser exhibiciones folklóricas que desnaturalizan el sacrificio sangrante de Cristo en la cruz y nos alejan del misterio eucarístico. Éste debe ser celebrado con sobriedad y recogimiento, pues estamos inmersos, nosotros también, en su muerte y en su ofrenda al Padre. Los obispos de mi continente deberían tomar medidas para que la celebración de la Misa no se convierta en una auto-celebración cultural. La muerte de Dios por amor a nosotros está más allá de toda cultura.».
Robert Sarah avec Nicolas Diat, «La force du silence. Contre la dictature du bruit», Fayard, Paris, 2016.
Fuente: CHIESA
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Traducción en español de José Arturo Quarracino, Temperley, Buenos Aires, Argentina.